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Autor: Matías Castro

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Satélite
Matías Castro

*
Antes de hacernos amigos estuve enamorado hasta la tusa de Maira.
Cuando supe que todas o una abrumadora mayoría de las películas
que me había pasado con ella se quedarían en los vastos dominios de
la ficción, casi me muero, pero llevé la procesión por dentro y solo le
dije que a mí tampoco me gustaban los hombres. Después de la talla,
claro, vino la sinceridad más dura, esa que te puede desarmar o
termina al fin encajando las partes que parecen inestables cuando
nos llenamos de palabras que evitan nombrar la realidad tal como es.
Y de ahí unos silencios pesados. Disculpas mutuas y la
incertidumbre, el deseo de que ciertos eventos nunca hubieran
ocurrido y que la vida volviera a un punto del pasado en que todo
parecía más simple y placentero.
Pasaron varias semanas hasta que volvimos a hablar. No fue un
regreso natural ni amistoso, tan solo pasó que no aguantamos seguir
compartiendo tantos espacios en silencio. Al principio fue algo
agresivo, pero conforme avanzó el tiempo pudimos retomar algunos
temas que siempre ocuparon nuestras antiguas conversaciones,
fingiendo que teníamos la misma confianza que antes. Fue difícil,
pero ambos siempre admiramos cómo el mismo tiempo horadaba
hasta las uniones mejor soldadas y juntaba aquellos elementos que

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en su individualidad parecían distantes e incompatibles. Veíamos
esas jugarretas como niños, impresionados de esto que pasaba
frente a todos y tan pocos notaban, pues parecía tan obvio que no
valía la pena pensar en ello. El mismo tiempo dirá qué pase con
nosotros, le dije mientras nos alejábamos de la pega. ¿Ya no somos
amigos?, me preguntó. Bueno, nunca hemos sido amigos, pero
siempre podemos empezar a serlo, le respondí, arrepintiéndome al
par de cuadras de cada una de esas palabras, pero sintiéndome
incapaz de rectificarlas por el miedo a perder todo contacto con ella.
Los motivos de su rechazo deberían haber sido suficiente evidencia
para parar un momento y a otra cosa mariposa, pero por alguna
razón que entonces me era desconocida o solo intuía -y no tenía la
fuerza ni disposición para llegar al fondo del asunto- seguí cerca de
ella. Y a pesar de que esperaba que en algún punto este impulso
romántico fuera desapareciendo o encontrara otra figura a la que
dedicar tanta energía, no pasaba, al contrario, adquiría distintas
formas que interpretaba equivocadamente como una señal de
madurez. ¡Qué época!, pienso ahora, de viejo, pero para eso se es
joven, para inventarse historias y vivirlas, ojalá historias disparatadas
y peligrosas que le den un sabor adicional a la vida, que muchas
veces empieza a perder su sabor al añejarse.
Hablábamos todos los días. Salíamos a comer. Conocíamos a las
personas que nos rodeaban. Me llevaba bien con sus padres y ella
con mi mamá. Su hermana me tenía un apodo que no me gustaba y

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yo la trataba de pergenia, pero ella no tenía idea qué quería decir y se
mataba de la risa. Íbamos a fiestas y cuando se nos hacía más tarde
dormíamos juntos, hombro con hombro, en algún paradero, con la
borrachera viva y esperando que avanzara el reloj y con las últimas
sombras de la noche arrancando empezaran a pasar micros.
Incluímos en estas dinámicas, siempre que se pudo, a nuestras
parejas, que algunas veces miraron feo tanta confianza y terminaron
convirtiéndose en fugaces aventuras que luego derivaron en
recuerdos difusos y hasta chistosos. Irene, Marta -un nombre
demasiado parecido como para que llegara a funcionar-, Paula -que
me coqueteaba cuando Maira le soltaba la mano- y así, una que otra
más, hasta que llegamos a Flor.
Yo estuve un tiempo con Pía y Maira empezó a salir con Flor.
Tímidamente, al principio, pues Maira todavía guardaba para sí la
mayor parte de su vida privada -al contrario de Flor, que era abierta,
y puede que en eso radicara su simpatía- y jugaba al misterio con
quienes le coqueteaban o la invitaban a salir. Otros, los más
paranoicos, seguían creyendo que éramos novios o, cuando
resultaba que yo era el emparejado, amantes que aprovechaban las
esquinas sin cámaras para pegarnos un revolcón en hora de trabajo.
No, flaco, yo estoy con la Pía, les respondía cuando estaba con Pía,
pero luego terminamos y pasé un tiempo soltero. Durante esos
meses Maira seguía con Flor, así como cuando conocí a Bárbara,
como cuando pasé un semestre en México o cuando celebramos mi

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cumpleaños número treinta. Entonces la presentó como su novia y
noté varias veces que la miraba de una forma distinta, decidida. Y
usted mijito, preguntó una tía, tan encachao y soltero, no me diga
que juega para el otro equipo. Cuál equipo, tía, le dije y caminé hacia
el patio, sosteniendo apenas un vaso de vidrio a medio vaciar.
Al tiempo, por supuesto, se fueron a vivir juntas, venciendo el temor
a lo desconocido y armando una casa de lo más acogedora. En cada
visita me parecía estar más completa y se me hacían menos
evidentes los espacios perdidos. Era muy difícil distinguir cuáles eran
los muebles de Maira y cuáles los de Flor, así como imaginar qué
espacio ocupaba cada una cuando buscaban escapar del ruido. Qué
lugar del sillón ocupaba cada una cuando discutían o trataban de
ponerse de acuerdo respecto a cómo abordar el futuro, si Flor, que
estaba convencida de que yo era el indicado, se ubicaba a la derecha
o Maira ocultaba sus dudas en ensoñaciones que las alejaban del
punto en cuestión apoyando su espalda en el brazo izquierdo del
sillón. Era, insisto, casi imposible adivinarlo, y quería hacerlo,
anhelaba ser parte como en otro momento lo fui, entonces no es
difícil entender por qué les dije que sí.
Preparamos el terreno durante poco más de cuatro meses. Nos
juntábamos cada tres días y hablábamos del asunto, establecíamos
acuerdos y nos preguntábamos si queríamos seguir adelante.
Evaluábamos los posibles escenarios y cómo los enfrentaríamos. Por
lo general las conversaciones se desviaban hacia otros caminos, pero

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éramos capaces de encaminarlas al rato. Esto, no obstante, hizo que
cada sesión durara más que la anterior y que ya en las últimas
sintiéramos la necesidad urgente de empezar -así lo dije yo, en un
arranque de espontaneidad- para materializar todas esas escenas
que moldeamos casi a la perfección cuando fueron ideas. Ya
empezamos hace rato, dijo Maira, sosteniendo la mano de su novia
en un gesto de complicidad que se completó cuando Flor tomó la
mía.
*
Lo hicimos a diario, durante dos semanas. En lo que dura un
pestañeo nos encontramos los tres brindando por el embarazo de
Maira. El lugar estaba lleno, pero sentí por unos segundos que no
había nadie alrededor, que el boche desaparecía y que aunque
estábamos en silencio nuestros gestos comunicaban cuanto
necesitábamos decirnos y no había nada nocivo en todas las palabras
que podíamos entregarnos, sino todo lo opuesto.
*
No me gustaba el nombre Lou. Nico me parecía extraordinario, pero
como a los tres meses ya sabíamos que no había opción de llamarlo
así, a menos que lo consideráramos como un apócope de Nicolás,
nombre que a ninguno de los tres nos parecía atractivo. Poco pasó
hasta que empecé a encontrarle el gusto a Lou, no por cómo sonaba

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sino por todas las imágenes que asocié. En lugar del rostro
carreteado y malas pulgas que me vino a la cabeza las primeras veces
que entró en discusión el tema ubiqué uno amable, brillante en su
sinceridad infantil. Al decir o escuchar Lou pensaba en las piernas
diminutas que tomaban fuerza y sostenían una cómica estructura
que en cada tambaleo me ayudaba a entender un poco más quien
era yo, pensaba también en las fotos de su primer día de clases que
me envió Flor y que me obligaron a detener lo que estaba haciendo,
para observar con detenimiento la corbata arreglada, la sonrisa
nerviosa y el abrazo de sus madres que no podían más de dicha.
Lou y la vez que se cayó del triciclo y no se quiso parar porque desde
esa parte del mundo el pasto se veía más lindo, Lou olvidándose la
letra y sudando de nervios porque el coro seguía cantando y se venía
la parte en que solo las voces de los hombres se escucharían, Lou y el
fin de semana en que dio su aprobación para casarme con Susana
porque, según sus propias palabras, olía rico. Él y las imágenes que lo
acompañan y que ahora son parte de mis recuerdos, lo único que
resta de esa época. El bálsamo a todas esas tardes en que la vida se
detiene y vuelve la vista al pasado para juzgar qué tan eficiente he
sido con los materiales que se me han ofrecido.
A la sombra de un árbol gigante y con el desierto a la vuelta de la
esquina, por ejemplo, es imposible no recordar la vez que Maira
llamó muy tarde y entre palabras aceleradas y llantos que las
entrecortaban, sollozos conmovedores, me preguntó si él estaba

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conmigo, porque hacía horas se largó de la casa súper enojado, dijo,
y no tenemos idea de dónde se fue. Ya me había pedido que le
comprara un teléfono, por lo que sabía de su rebeldía ante estas
normas que le establecían Flor y Maira, rebeldía que detonaba con
ímpetu volcánico cuando eran reforzadas con la negativa a sus
intentos de romperlas. No se medía y fácilmente uno terminaba
cargando con el peso de sus recriminaciones por varios días. Y como
costaba un montón entender el valor de esas experiencias no fuimos
lo suficientemente prudentes o perceptivos o inteligentes o
cualquiera sea el adjetivo adecuado, cualquiera sea, no lo fuimos y
pasamos por alto un montón de señales: el escape de ese día, el que
vino dos meses después o cualquiera de los sucesivos, el pololeo con
esta mujer mayor o repetir tercero medio por inasistencia. Era muy
difícil anticipar un juicio certero en ese entonces, pues estos eventos,
bien aislados en el tiempo, eran matizados con los innumerables te
quiero y las tardes que disfrazadas en conversaciones anodinas eran
pródigas en sentido.
O no acordarse que tras decidirme a venir por cuarta vez a
Marruecos, Susana me exigió aceptar la realidad y dejarme de
cuentos. Han pasado muchos años y ya ni siquiera sus madres van,
dijo, suplicante, incapaz de ocultar cuánta lástima sentía al verme
moviendo el ratón y aceptando los términos y condiciones, buscando
la tarjeta de coordenadas y evitando deliberadamente su mirada,
agachando la cabeza y masticando la rabia que me acompañaba

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hacía tanto y a veces soltaba en un lamento que me revelaba
famélico.
Debería haber escuchado mejor y quizás las cosas serían distintas, o
al menos habría retenido algo más, no solo esos momentos que se
exhiben como en un álbum fotográfico que pasando las páginas se va
deteriorando, hasta terminar en la postal que muestra el quiebre
definitivo con Maira, quien necesita olvidar al menos una parte de
esto que la atormenta. Oía los rezos nocturnos que se multiplicaban
en la ciudad y entraban por la ventana del hotel. Y otras noches, en
que estaba más apabullado, creía oir la voz de Lou, las voces de ellas,
y parecían lejanas, pasadas por veinte filtros, pero siempre
expresaban lo mismo. Maira: determinación. Flor: pena. Lou:
desesperación. Y se repetían en los días posteriores, mezclándose
con frases y oraciones que sí habían sido dichas.
Las empinadas calles de Tánger cada tanto ofrecían esquinas llenas
de colores, pero en general me parecían tristes y no podía sentir la
compañía de esos comerciantes o turistas con los que uno
inevitablemente chocaba cada tres pasos en aquellos estrechos
pasajes oscuros donde era fácil perderse o ser perdido, pensaba yo,
alejándome de las ilusiones cándidas -encontrar en una esquina a
Lou, tomar su mano, viajar hasta Perú, Bolivia, Ecuador, donde fuera
que estuviera Maira, y escucharla otra vez, verla, apreciar cómo la
vejez ha aumentado su belleza- que me habían llevado tan lejos.
Mañana voy a tal parte, le decía a Susana. Cuídate, me decía y nada

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más, y yo no sabía si la videollamada se había pegado o el tiempo
había decidido, como si no fueran suficientemente claras sus
determinaciones, detenerse por ratos para que nos observáramos y
yo pudiera aceptarlo todo y dejara de dar pasos hacia los lados. Así
que avanzaba, pero terminaba en los mismos lugares y pensaba que
en calles como estas que parecen túneles o pasadizos a lo
desconocido estuvo una o varias veces Lou, y de seguro se detuvo a
mirar esos recuerdos que versionaban lámparas como las de Aladino
o a conversar con los tenderos, a probar alguna comida que no
conocía y a regatear los precios exagerados que cobraban por una
túnica o un par de babuchas. Posiblemente se relajó con sus amigos y
fumaron toda una tarde mirando la playa o las mismas estrellas o las
rocas que cambiaban solo cada mil años, y me gusta creer, en este
momento, que estuvo bajo un árbol como este y que su sombra lo
protegió del calor e hizo que esa misma vez, tras reír un montón, se
durmiera lentamente, perdiera la noción del tiempo y experimentara
ese placer inigualable que solo se siente en ese pequeño espacio
entre la vigilia y el sueño, en ese extracto de realidad donde lo
imposible parece palpable y se planta frente a nosotros, por un
instante, ínfimo, que se extiende infinitamente antes de cerrar los
ojos.
*
Concepción, 11 de Abril de 2020

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