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"La Luz que hay dentro de las personas"
de: Banana Yoshimoto
Puesto que durante estos cinco años me he ganado la vida principalmente
escribiendo historias, siempre intento observar las cosas en profundidad, hasta
llegar a sus entrañas.
Observar las cosas en profundidad no tiene nada que ver con entregarse a
interpretaciones personales. Evidentemente, es imposible que no afloren
interpretaciones personales, aversiones, impresiones e ideas, pero trato de
contenerlas para poder profundizar.
Una vez conseguido, se llega a la perspectiva final. Aquella que no se puede
cambiar de ninguna manera.
Alcanzado ese punto, el aire se torna calmo, todo se vuelve transparente y me
invade cierta inquietud. Y, por asombroso que parezca, ninguna idea acude a mi
mente.
Solo siento que me encuentro terriblemente sola y, sin embargo, como sé que
alguien, en alguna parte, está experimentando lo mismo que yo, tengo la impresión
de no estar sola.
Soy incapaz de decir si eso es algo bueno o malo. Sólo observo. Sólo siento.
Nací en una ciudad con montañas y un gran río. No tengo hermanos, soy hija única.
Mi padre vendió la mitad de un terreno que había heredado de su padre y con el
dinero obtenido abrió en la ciudad una librería, en la que mi madre lo ayudaba. Mi
padre adoraba la lectura y sabía mucho de libros, y como la tienda contaba con un
peculiar catálogo de obras y mi padre trabajaba en cierto modo por placer, nunca
faltaban clientes.
Vivíamos en la primera planta, encima de la librería, por lo que viví toda mi
infancia rodeada por el olor de los libros. Ese olor seco, propio de los lugares en los
que se acumula mucho papel, con ese silencio que reina en los espacios donde todo
ruido se apaga.
Dado que tenía una salud delicada y no me divertía demasiado fuera con los demás
niños, pasé buena parte de mi niñez en mi habitación, mirando los libros que cogía a
escondidas de la librería.
Desde la ventana se veía el río.
Los ríos son algo enigmático y siempre esconden una espantosa amenaza. Aunque
cuando el cielo estaba despejado el agua fluía con un suave murmullo y el sol que

iluminaba la orilla realzaba el verde de la vegetación que allí crecía, por alguna
razón siempre lo asociaba a algo oscuro, profundo y amedrentador.
Sin embargo, cuando me iba de viaje y visitaba otras ciudades, si no tenían río me
parecían tremendamente insulsas.
Quizás, a causa de mi carácter sereno, necesitaba ver algo en movimiento.
Ya adulta, pasé algunos años en París estudiando francés. Por aquel entonces me
había aficionado a la literatura francesa y me entraron ganas de leer las obras en su
idioma original; me gustaba tanto esa literatura que me parecía vergonzoso no haber
estado nunca en París, como esas personas que, sin haber ido nunca a Italia,
regentan un restaurante italiano (aunque esto ocurre a menudo).
Allí fue donde me di cuenta de lo fácil que me resultaba adaptarme a las ciudades
que tienen un río.
También comprendí que sentarse en un café y observar a los transeúntes era
exactamente igual que observar el fluir de un río.
Esto solo ocurre en ciudades que tienen una larga historia.
Ver pasar a las personas ante esos edificios de formas y colores antiguos, tan
imponentes que inspiran miedo, es como ver fluir un río.
Fue así como lo supe.
El pavor que infunde ver el río es el pavor y la inmensidad inescrutable que suscita
el fluir del tiempo.
Del mismo modo, me dediqué a reflexionar sobre la luz.
Como estaba ociosa, le daba vueltas a un mismo tema y me planteaba diversas
preguntas. En Japón no abundan las personas como yo, y me costaba encontrar mi
lugar;sin embargo, cuando me marché a estudiar a París, supe que allí éramos
numerosos. Comprendí que si uno profundizaba en esos gustos y obsesiones, sin
considerarlos algo enfermizo, se sentía cada vez mejor, y en adelante dejé de
avergonzarme por pasar el tiempo meditando.
Y de repente la vida se volvió de color de rosa; se había transformado en un
espacio ancho y profundo en el podía respirar todo el aire que quisiera y donde las
cosas se expandían y se contraían con una energía vertiginosa.
Cuando me relacionaba con los demás, ese espacio se tornaba angosto, pero como
sabía que enseguida podía regresar a mi propio mundo, no me resultaba agobiante.
Así fue como me hice escritora y por fin encontré mi lugar.

En las ilustraciones de los libros que leía de pequeña, las luces que se veían a los
lejos siempre eran símbolo de una fuente de calor.
Así ocurría cuando por ejemplo, alguien se perdía en una montaña y de pronto veía
una luz, o cuando un personaje errante sentía nostalgia al contemplar la luz, los
ruidos y las voces procedentes del interior de las casas.
Naturalmente, también existían historias en las que, tras encontrar esa luz,
acacecían sucesos imprevistos y espantosos. Pero lo que se experimentaba al ver
esa luz era universal: la sensación de un calor eterno, común a todas las naciones del
mundo.
A propósito de esta idea, guardo un recuerdo un poco complicado.
Cuando era pequeña, solo tenía un amigo. Dado que era un chico, podría decirse
que fue mi primer amor.
Se llamaba Makoto y era un niño dulce,apacible y de constitución débil; era el
tercer hijo de los dueños de una renombrada y antigua tienda de dulces japoneses.
Tenía una hermana mayor, de doce años, brillante y llena de vitalidad, a la que le
gustaba el mundo de los dulces japoneses y que anhelaba hacerse cargo del
negocio familiar, por lo que Makoto era como una pieza sobrante en la familia y,
considerado tan sólo el adorable benjamín, lo criaron de modo que desarrolló un
carácter débil y manso.
Desconocía las circunstancias, pero había oído decir que Makoto era hijo de una
amante del padre; sin embargo como era varón, no querían que se alejara de la
familia y al parecer lo habían adoptado a cambio de cierta suma de dinero.
El padre y la madre de Makoto eran buenas personas, al margen de que, como
todo el mundo, tuvieran también aspectos desagradables, y no discriminaban en
absoluto a Makoto. Le prodigaban tanto cariño como al resto de los hermanos, y él
caldeaba sus corazones, como si fuera la mascota de la casa, y hacía que la familia se
sintiera más unida.
Creo que, sobre todo, se debía a que era un buen chico.
No había nadie que no se enterneciera ante su aspecto angelical y su bondad.
Por ejemplo, si la asistenta mataba una cucaracha, Makoto mirababa fijamente la
escena con los ojos llenos de lágrimas. Luego hacía algun comentario elevado, del
tipo: << Es como si mi vida se hubiera cambiado por la de esa cucaracha>>.
A menudo su madre le contaba a la mía: << Mi hijo llevan adentro el pensamiento
budista que, si fuera a estudiar a un templo durante algún tiempo, se volvería un
chico magnífico y fuerte; si él quiere, cuando sea mayor lo mandaremos a uno >>.

Incluso cuando ayudaba a arrancar malas hierbas del jardín, siempre lo hacía con
sumo cuidado, extrayéndolas de raíz. Y únicamente de la zona en la que había
trabajado él manaba un aire de una pureza divina y reconfortante. desprovista de
tensiones, y por allí el viento corría libremente. Sólo esa zona, fruto de la
combinación de la naturaleza y la mano del hombre, se tornaba bella.
Nuestro mayor pasatiempo y nuestra amistad consistían en estar en casa de
Makoto, a donde iba cargada con los libros y tebeos de nuestra librería.
También, de vez en cuando, tomados de la mano, paseábamos por la orilla del río.
No discutíamos ni nos pelábamos; tampoco cantábamos. Tan sólo dábamos un paseo.
La mano sudada de Makoto, pequeña y blanda, y poco a poco, estrechada por la
mía, se iba secando. En esos momentos, instintivamente yo siempre pensaba: <<
Tengo que protegerlo>>.
-Dentro de tí, Mitsuyo, veo algo redondo, bello y al mismo tiempo triste. Como una
luciérnaga- me dijo en una ocasión Makoto.
- Y siempre está ahí?- pregunté yo.
- No, sólo cuando estamos callados. Me gusta mirarlo.
Me decepcionó un poco que no se refiriera a lo guapa que era, pero esas palabras
me hicieron tan feliz como si fuera una declaración de amor.
Porque cuando Makoto me miraba embobado, con sus diáfanos ojos abiertos de
par en par y las espesas cejas formando una bella línea recta, estaba observando esa
especie de luz que emitía mi alma.
Y entonces tenía la sensación de que desaparecían mis preocupaciones y temores a que me raptaran, a no haber hecho los deberes, a lo que ocurriría si mis padres,
que entonces pasaban por un mal momento, se divorciaran- y me sentía protegida.
Protegida por esa luz intensa y de color rosado.
Solo mucho más tarde comprendí que, en realidad, era mi propia luz, y que a
Makoto le gustaba esa luz y me protegía porque la amaba.
Cada vez que pasaba por delante de la casa de Makoto y veía todas las ventanas de
aquella espléndida mansión iluminadas, me sentía aliviada.
Allí residía una familia que perduraba desde tiempos inmemoriales. Sus miembros
podían cambiar, pero algo inmutable permanecía.
Empleaban a muchos pasteleros artesanos , siempre atareados, y mientras hubiera
ceremonias del té y festividades nacionales, no podrían escapar a aque frenético
ritmo de trabajo. En ocasiones el padre le era infiel a la madre, y el nacimiento de

Makoto era buena prueba de ello, pero la familia poseía tal fuerza que superaba y
asimilaba incluso eso. Estaban el abuelo y la abuela, el padre y la madre, y los hijos.
Todo seguiría funcionando eternamente en medio de aquella luz.
Esa impresión tenía yo.
Nosotros éramos sólo tres: mis padres y yo; además, como ellos dos procedían de
prefecturas distintas, no teníamos parientes en los alrededores. Por eso me parecía
tranquilizadora esa estructura familiar que, semejante a un organismo vivo, en
ciertas partes sobresalía y en otras se hundía.
Cuando, tras cerrar la librería, los tres nos sentábamos a la mesa a cenar, a veces
pensaba, consternada en lo pequeña que era nuestra familia. Y si papá tuviera un
cáncer? Y si mamá cayera enferma por exceso de trabajo? En ese caso, aquella
felicidad - el sonido de la televisión, el ruido de la vajilla, las conversaciones que se
alternaban con el silencio -desaparecería por completo. Me parecía tan fácil, tan
probable que ocurriera...
En la familia de Makoto, cuando el bisabuelo falleció todavía quedó una familia
numerosa; y aunque sus padres estuvieran ocupados y ausentes de casa, la asistenta
siempre encendía las luces y preparaba la comida.
Nosotros, en cambio, sólo éramos tres. Tan poca gente no daba para mucho. Así
pensaba yo.
Sin embargo, Makoto lo veía de otro modo.
Cada vez que me llamaba para decirme << Hoy voy a tu casa >>, yo replicaba:
<<Porqué? Si tu casa esta más grande y tenéis unos dulces deliciosos!>>
Entonces él respondía: << Es que en tu casa me siento más a gusto >>.
Yo, con mi mentalidad infantil, pensaba:<< Cómo se puede sentir más agusto
pasando la tarde en mi habitación, pequeña y sucia, leyendo libros y comiendo los
dulces duros y poco apetecibles que prepara mi madre ? >>.
No conocía mayores penalidades que las de la infancia, y no estaba preparada para
comprender cuán complicada era la situación en la casa de Makoto.
El tópico de que las personas ricas son indiferentes a todo y sólo les importa la
apariencia y el dinero no podía aplicarse a la familia de Makoto. Si hubiera sido así,
yo, intuitivamente, me habría dado cuenta. En su casa reinaba el cariño propio de
una gran familia.
Con todo, las dificultades del negocio debían de arrojar sin duda cierta sombras.
Mi familia, de estructura simple, llevaba una vida simple. Cada vez que pienso que
ése era el lado bueno que Makoto le veía, me vienen las lágrimas a los ojos.

A veces, en noches despejadas, cuando Venus brilla con nitidez en el cielo,
mientras contemplo las casas iluminadas, recuerdo las palabras de Makoto y me
echo a llorar.
<<Cuando se hace de noche y bajo las escaleras de tu casa para marcharme, en la
tienda, con su olor a libros, siempre están tu padre y unos cuantos clientes, todo
siempre igual, y la luz amarilla de una bombilla ilumina la ventana de la cocina,
donde se oye a tu madre preparar la cena. Me gusta tanto verlo cuando me voy...>>
La última noche, Makoto no quería marcharse a su casa.
Insistió tanto que mi madre llamó por teléfono a sus padres para preguntarles si esa
noche podía quedarse a dormir en nuestra casa. En Makoto, que siempre se iba sin
problemas cuando llegaba la hora, ése era un comportamiento insólito.
Como mi padre había publicado unos cuantos libros sobre escritos antiguos y, de
vez en cuando, daba clases en la universidad, la famila de Makoto siempre nos había
visto con buenos ojos, probablemente dejando de lado el <<código social>> que
regía en aquella casa.
Sin embargo, resultó que Makoto no podía quedarse; tenía que regresar a su casa y
acostarse pronto, pues a la mañana siguiente, temprano, la familia iba a recibir a
numerosos parientes llegados de diversos lugares. Al final, decidieron que enviarían
a la asistenta a buscar a Makoto.
No sé cómo describir la intensidad de los minutos que transcurrieron mientras
esperábamos a la asistenta.
Makoto enterró su cara entre mis brazos, Se quedó quieto, con el libro abierto
sobre las rodillas. No lloraba; simplemente estaba pegado a mií, como un cachorro.
Su aliento cálido humedecía mi blusa.
-No quiero irme. Tengo miedo -dijo.
Acaricié sus finos cabellos mientras le repetía que se tranquilizara, pero me di
cuenta de que la atmósfera se volvía cada vez más densa. Como si algo funesto
estuviera observándonos desde la ventana. Tuve la sensación de que, esa noche,
nunca amanecería, de que a Makoto y a mí nos privarían de la luz del mundo, de la
transparencia de las alas de las libélulas, de la belleza de las cuatro estaciones
representada en los dulces tradicionales japoneses, del rosa pálido de los cerezos
que bordeaban el río, de nuestro disfrute cuando comíamos cosas ricas, de la
emoción previa a un viaje...
-Si nos casamos, no tendrás que volver a marcharte.
En esos momentos pensaba que el matrimonio era algo definitivo: mis padres
seguían juntos, a pesar de sus roces por aquella época, y la familia de Makoto seguía

unida porque su madre no se había divorciado pese a las infidelidades del padre; y
también quería que esas palabras fueran como un peso que ligase a Makoto con
todas las cosas las cosas bellas que hay en el mundo.
Makoto se rió y, azorado, dijo:
-Sería genial! Podríamos estar siempre juntos, leer libros, merendar.... Como
Doraemon y Nobita.
-Pero Doraemon y Nobita son dos chicos! -repliqué.
Me arrepentí de haber estropeado el ambiente en cierto modo romántico que se
había creado. Pero Makoto, entusiamado, siguió hablando:
-Sería como en un sueño! Los dos tirados en el suelo, sobre cojines, todo el día
comiendo dorayaki y leyendo manga...
-Te vale cualquier dorayaki, Makoto?
-Sí, cualquier dorayaki corriente, con una masa normal y sin castañas de Tanba.
Sólo en ese instante su rostro se iluminó con una pizca de alegría.
Dulcemente, con suavidad, como los capullos de los cerezos al abrirse.

Pero al cabo de un rato llegó la asistenta, y Makoto, desilusionado y con cara
llorosa, emprendió el oscuro camino de regreso a casa sin darse la vuelta ni una sola
vez.
Contemplé su triste figura de espaldas, avanzando lentamente como si hubiera
perdido toda la energía.
Y esá fue la ultima vez que lo vi.

De noche, desde la ventana del primer piso de nuestra casa, se entreveía la
mansión donde vivía Makoto, un poco más allá de los árboles que crecían en su vasto
jardín.
Viendo luces encendidas, dormía tranquila, Allí estaban todas esas personas que
llevaban una vida estable, comían juntas, dormían en sus futones. Incluso yo me
sentía protegida por aquella visión.
Pero aquella noche, pese a que las luces estaban encendidas como de costumbre,
me sentí intranquila. Aquellas luces proyectaban en la arboleda del jardín una
claridad triste, vacía y sombría, igualq ue Makoto al marcharse.

Cavilando en el porqué, me quedé dormida. Sin embargo, esa noche me desperté
varias veces, siempre con la sensación de que la mañana nunca llegaría. La sirena de
una ambulancia sonó a lo lejos, alta en el cielo.
A la mañana siguiente, en la ciudad había un gran revuelo.
La verdadera madre de Makoto había aparecido de pronto con la intención de
llevárselo, por las buenas o por las malas. La situación fue crispándose hasta el punto
que la verdadera madre de Makoto apuñaló al padre y huyó en el coche a toda
velocidad, llevándose consigo al niño, para poco después caer por un precipicio.
Makoto, arrastrado contra su voluntad a aquel suicidio, falleció con su verdadera
madre.
El padre, en cambio, se salvó.

Lo que más me sorprendió fue que, a pesar de la muerte de Makoto, igual que
cuando su bisabuelo falleció, la vida del resto de los miembros de la familia no
cambió ni un ápice.
Suscitó un gran escándalo, dio mucho de que hablar, y la noticia se difundió por
todo el país. Destacaban el aspecto angelical y trsitón de Makoto; su familia se
convirtió en la más famosa de Japón, y describían al padre como el tipo más infame
del país.
Durante un tiempo sólo se habló de aquel suceso, pero luego regresó la calma, en
la tienda siguieron vendiéndose los dulces y la familia se reanudó.
Obviamente, la espantosa desgracia dejó su impronta en los rostros de los
miembros de la familia.
El padre de Makoto había recibido una puñalada en el estómago y durante una
temporada sólo pudo caminar despacio, encorvado hacia adelante, igual que un
anciano, y el resto de la familia, cada vez que me veía, se echaba a llorar. Hasta la
asistenta lloraba. La madre me pedía que le diera un abrazo cuando me encontraba
con ella, mientras que la hermana y el hermano de Makoto enmudecían.
Aun así, la tienda de lujo que regentaban en el centro de la ciudad siguió
funcionando sin un solo contratiempo.
<<Ah! Eso es lo que significa perdurar>>, pensé yo.
No era sólo algo estable o sólido.
Era como un río, que siempre está ahí que lo engulle todo y avanza como si nada
ocurriera.

Ahora soy adulta, tengo un estudio cerca de la casa de mis padres y escribo
novelas. Como eso no da para vivir, también imparto algunas clases de literatura
francesa y organizo talleres de escritura en un centro cultural. Un amigo de la época
en que estudiaba en París abrió una cafetería en mi mismo barrio y a veces le ayudo
a organizar conciertos, llamando a amigos músicos que conocimos también en el
extranjero.
A pesar de todo, no he vuelto a tener un amigo como Makoto y, aunque de vez en
cuando salga con hombres, nunca he sentido ese arrebato que me llevó a querer
casarme con él.
A veces pienso que quizá las criaturas demasiado puras tienenuna vida corta, como
un hermoso gato de un blanco inmaculado o un ave de plumas casi transparentes.
Aunque su espíritu se hallara en un plano muy elevado, Makoto todavía era un niño.
Y, siendo un niño, murió diciendo: <<No quiero volver a casa>>. Eso se quedo
grabado de manera indeleble en mi corazón.
Si algun día me enamorase de una persona hasta el punto de querer casarme y
tener un hijo, creo que al niño le pondría de nombre Makoto.
En casa, mi padre sigue trabajando con toda su ilusión, dedicado tanto a las
antiguallas como a las nuevas publicaciones, en esa librería donde el cliente puede
hojear los libros de pie y servise té a voluntad. Mis libros están allí expuestos con
orgullo, y, por mi parte con cierta vergüenza. Mamá esta bien y su hermana
pequeña, es decir, mi tía, que se ha divorciado, les ayuda en el negocio.
Nunca me habría imaginado que nuestra familia y el negocio pudieran marchar tan
bien, sin cambios.
De vez en cuando, todavía contemplo desde el primer piso las ventanas de la casa
de Makoto.
Las misma ventanas iluminadas detrás de la aroboleda del jardín.
Su hermana se ha hecho cargo del negocio, el hermano mayor se ocupa de la
contabilidad y gestión, y la tienda prospera como uno de los reclamos de la zona. Al
parecer, muchos clientes vienen desde lejos para comprar sus dulces. Ahora
también están los hijos de la hermana y el hermano. Seguramente se producirán
desacuerdos, entre ellos, pero su vida, seguirá de manera inmutable, arrastrada por
la corriente del tiempo.
También el niño que desapareció ha sido engullido por completo.

-Makoto, por qué dará la luz esa sensación de calor ? Me refiero a la luz en medio
de la noche- le había preguntado en una ocasión.
Era una tarde como muchas otras, y yo tenía la cabeza apoyada en sus rodillas.
Makoto, que no se quejaba por el peso, había dejado el tebeo que estaba leyendo
sobre la parte superior del sofá y comía un pedazo de bizcocho que mi madre había
preparado, duro como una roca. El ruido que hacía al masticar se transmitía hasta las
rodillas, dándome la sensación de que la cabeza me vibraba.
-Supongo que la luz en sí no da calor. Eso creo yo -me respondió.
Al otro lado de la ventana se veían el río y los sauces y, más allá, resplandecían las
luces de los viejos comercios del barrio.
-En serio? Porque en los libros, a menudo, cuando un personaje solitario ve una
ventana iluminada de noche, se el encoge el corazón. Además, cuando se hace de
noche y regresas a casa en medio de la oscuridad, no te tranquiliza ver las luces
encendidas? -insistí-. No crees que las luces, cuando proceden de allí donde vive la
gente, poseen algo de calor ?
Tras meditarlo un rato, Makoto dijo:
-No. Yo creo que es la luz que hay en el interior de las personas que viven en esas
casas, y que se proyecta al exterior, lo que te da una sensación de calor y alegría.
Porque muchas veces uno se siente triste aunque las luces estén encendidas.
-Las personas tienen luz?
-Si, es posible que la presencia humana brille. Por eso una la mira anhelante y
entonces quiere regresar a casa.
Pensé que, cuando veía las luces de esas casas piloto que se utilizan como reclamo
para la venta, no sentía nada y me convencí de que Makoto tenía razón. Después
para sacudirme el tedio, me puse a jugar con la franca elástica de sus calcetines.
Haber podido acompañado a Makoto en esta vida, haberlo acompañado yo, y no
otra persona, en esos breves momentos de distracción, de aburrimiento, de
eternidad, que fueron para él los más felices, todavía hoy se me antoja en honor
extraordinario.


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