Policromática MatÃas Castro Arias .pdf
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Policromática
Matías Castro Arias
Policromática
Matías Castro Arias
Concepción, febrero 2020.
ISBN: 978-956-401-602-3
Diseño y diagramación: Alan Rodríguez
Impreso en Chile
A Juan Arias, el elefante.
I
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TOBÍAS
Una tarde de lluvia la juventud muestra su cara
Contrario a los días anteriores, ese jueves las nubes se
posaron decididas en el cielo, anticipando una jornada
de lluvia y viento que podría ser tanto plácido como
agresivo. La temperatura bajó. Los hombres fueron
con abrigo a trabajar y en sus bolsos llevaban, además
de documentos y una ración de comida, compactos y
modernos paraguas. Miraban cada tanto a su alrededor,
buscando la confirmación de lo que anticiparon con
premura, una pequeña gota que se deslizara por el
aire y golpeara sus rostros, que surcara la tez pálida y
demacrada de esos oficinistas para indicarles que ya era
el momento. Ante varios personajes así tropezó nuestra
primera mujer, Diana, depositaria del futuro, quien
por entonces vivía una compleja situación que, varios
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metros adelante, se mostraría más favorable.
Bajo algunas capas de ropa, el cuerpo de Diana se abría
paso entre la multitud para llegar a la universidad.
Debía alcanzar el paradero, tomar la micro y al bajarse
volver a caminar algunas cuadras antes de sentarse en
una sala gris, donde se dedicaría a escuchar durante
horas los desvaríos de su profesor. La ciudad estaba
convulsionada, las esquinas saturadas ofrecían como
postal rostros de sujetos preocupados por el porvenir
inmediato, aciago según ellos. ¿Resistiría el sistema de
drenaje una lluvia así de fuerte? O peor: una vez que se
largara, ¿cuántos minutos pasarían hasta que colapse
todo? La mayoría oraba para que ese momento se
dilatara tanto como fuera posible, y si llegaba, que lo
hiciera cuando la familia ya hubiera vuelto a casa. Poco
importaba si el vecino quedaba en pana o tenía que
cruzar a saltos una poza gigantesca cuando uno lograba
alcanzar su sillón y en la tibieza del hogar veía cómo,
tras el borde de un cristal, el resto se caía a pedazos.
Caliéntame la comida, amor. Qué triste todo, mi vida.
Diana se preguntaba en qué punto un hecho de esta
magnitud se convertía en desgracia. Dependería, acaso,
de la percepción que tenemos, de cómo o cuánto nos
afecta. Claro, el hombre somete a juicio sólo lo que puede
existenciar, ya sea de una forma directa o mediante el
velo de las palabras, imágenes o sonidos; pero ese juicio
estará supeditado al compromiso que sostenemos,
sea este a propósito o una mera casualidad, ante tal
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acontecimiento. A los ojos criteriosos del hombre no
vale lo mismo la vida del otro cuando éste ha sido el
recipiente de sus pasiones comparada con la del que
vive mil kilómetros más allá y pierde su nombre en la
inmensidad de listas y registros que nuestro siglo sigue
acumulando. Incluso esa vida, sentida como propia,
puede valer en términos hipotéticos más que la de diez,
cien o hasta mil hombres cruzando el océano, si de una
sola persona dependiera. Pero qué pasa, se preguntaba,
cuando suprimes esa ilusión que crea la distancia
física -más fuerte ante cada llanura, montaña o lago
que sumas- y quien está junto a ti -compartiendo un
asiento en la locomoción, esperando en su puesto de
la fila- deja de importarte. Al momento en que ese
otro se vuelve un aspecto decorativo de lo que es tu
propia existencia, entonces qué pasa. Sumida en estas
consideraciones se encontraba Diana cuando sintió
algo incómodo entre sus piernas y, nerviosa, volvió al
otro tema que la llevaba preocupando varios días.
Antes de entrar a la sala de clases pasó al baño, donde
bajó sus pantalones y alzando con destreza parte de sus
calzones revisó la toalla. Pequeñas manchas de sangre
sumergieron en dicha el corazón de Diana, quien tras
cambiarse salió al pasillo para llamar al departamento
de Héctor. Después de intentarlo un par de veces más,
se resignó, asumiendo que su novio estaba en algún
otro lugar. Aguardó un momento, pensativa, y se quedó
mirando hacia la entrada de la facultad: los chicos
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llegaban con pantalones y chaquetas mojadas, el pelo
alborotado y comentando agitados cómo iniciaba el
diluvio. Una mueca de satisfacción se situaba en los
juveniles y hermosos labios de Diana, que mantenía
su pensamiento muy lejos del espacio físico en que se
encontraba.
Terminadas las clases y habiendo vivido de primera mano
el caos de la ciudad inundada, llegó al departamento de
Héctor, que la abrazó a pesar de encontrarla empapada
y desastrosa. Te voy a mojar el piso, dijo ella, lo que
tampoco pareció importarle al joven, quien había
pasado de la inquietud a un relajo creciente tras oír las
buenas noticas. La escena prometía para ambos una
velada de placentero descanso.
Prendida la estufa, los pies en calcetines sobre una gruesa
alfombra, una taza de té y muy lejos de la ropa mojada,
se quisieron y abrazaron su presente escuchando los
últimos discos que el padre de Héctor le había traído del
extranjero. Lo más cercano a estar en otro planeta, dijo
él. Diana acercaba sus piernas a las de él y fijaba la vista
en el juego que ambos aceptaban inconscientemente,
generando en su pensamiento imágenes que se volvían
fuertes, sólidas, que se encadenaban y reflotaban ideas
por las que ya había transitado. Es otro planeta, le
respondió, si pensamos qué está viviendo tanta gente
bajo esta misma lluvia. Si guardaban silencio podían oír
cómo era azotado el exterior del edificio, el fuerte silbido
del viento y, con un poco de cuidado, el horror. ¿Eso te
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duele?, preguntó Héctor, intrigado por la expresión de
su compañera. Sí, por supuesto, me siento parte del
mundo, cada golpe lo tomo como propio, dentro de mis
posibilidades. No quiero llegar a abstraerme. Héctor se
puso de pie y caminó hasta la cocina, donde revisó un
par de cajones y calculó su próximo movimiento. Desde
esa distancia podía ver, si giraba un poco su cabeza, la
espalda de Diana, que aun cuando se escondía bajo ese
grueso pijama seguía evidenciando gran belleza, un
delicado gesto de la naturaleza que captaba su atención
cada día desde que se conocieron. Un regalo. Su cabello
ensortijado se recogía en un lazo celeste y cada tanto
acercaba las manos al nudo, que volvía a apretar hasta
que parecía en su posición correcta. Enfervorizado
la besó en el cuello y declaró sus sentimientos, largo
tiempo, hasta que se sació, y acariciándole una rodilla
le preguntó si entonces, a raíz del temporal, su empatía
la hacía sentir igual que cuando caminaba el par de
cuadras que separan el paradero del departamento,
mojada hasta los huesos. Diana se molestó y le dijo que
no era una santa. Es algo injusto reducirlo de esa forma,
Héctor.
Decisiones y madurez
La relación de Diana y Héctor se mantuvo firme durante
años, superando la media de sus contemporáneos y
sirviendo como ejemplo o motivo para muchos que
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buscaban estabilidad en las combustibles aventuras
que proponía el romance. Durante su comienzo, como
la gran mayoría, no desearon hijos, ni menos esbozaron
la idea de una familia, en cualquiera de sus formas,
pero conforme se acostumbraban al otro encontraban
frases que les causaron comodidad, gozo, palabras en
comunión que los cautivaron como un plácido hechizo
y les hicieron sentir que su unión correspondía a una
señal enviada por fuerzas mayores y desconocidas.
Abrazaron la posibilidad de mantenerse juntos cuanto
restara de sus vidas y, claro, multiplicarse. No obstante,
se consideraron aún jóvenes para aquello y guardaron
este pensamiento en una parte profunda, pero evidente,
de sus deseos.
Una vez que ambos se convirtieron en profesionales
exitosos, según los parámetros que esa época imponía,
tomaron distancia por un breve momento, con el fin de
encontrar una parte de su identidad, de validarse como
personas independientes más allá de lo que eran en
pareja. Distancia física, no emocional. Héctor viajó al
extranjero por un año, donde trabajando para un banco
vivió momentos insostenibles de tedio, lo que compensó
con el dinero que cada mes le entregaba tal experiencia
y la creencia firme de que hacía lo correcto, respaldada
por las innumerables muestras de admiración que le
profesaban amigos y familiares. Diana, por su parte,
se quedó en la ciudad y redujo sus horas laborales a la
mitad, destinando el tiempo restante a voluntariados y
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trabajo con niños sumidos en la pobreza, las drogas, la
delincuencia. Chicos con historias opuestas a la suya.
Trató de colaborar para un cambio significativo en su
localidad y, por momentos, sintió haber logrado algo.
La transformación de un pequeño: inculcar sentido
valórico a su existencia y la noción de sí mismo como
partícipe del movimiento vital. Un éxito enorme para
la todavía joven Diana, que veía en los rostros de sus
chicos una parte indescifrable del futuro, sujeta al azar
o la tragedia, la misma que ella intentaba vencer.
Al reunirse para la fiesta de navidad conversaron
sobre sus experiencias, tan disímiles como decisivas,
formadoras de carácter. Ese eres tú, Héctor, y te quiero,
sentenció Diana. Él, más tosco, dijo algo similar. Los
años venideros fueron provechosos y llegado un punto
de la historia contrajeron matrimonio.
No pasó mucho hasta que se convencieron de que el
momento para incluir a alguien más en su dinámica
había llegado.
A Héctor lo aproblemaba la cuestión económica: no
toleraba la idea de formar una familia si no tenía los
medios para que esta accediera a todas las comodidades
posibles y, sin llegar a ser ofensivo, un poco de lujo.
Por tanto esperaron algunos años, en los que Diana,
ya preparada, supo comprender la necesidad de su
pareja y antepuso, incluso aquellas noches en que se lo
reprochó, los ideales de este a los propios. Esas noches,
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las menos, pensó en el avance inexorable del tiempo y la
caída del cuerpo, herramienta indispensable. Y temió la
posibilidad de no tener la fuerza suficiente para cuando
llegara el día en que Héctor se decidiera. Su compromiso
con la relación, no obstante, la empujó a ser paciente y
generosa.
Una tarde de Abril, tras todo este proceso y habiendo
superado los días calurosos en que tomaron la decisión
y afrontaron sus primeras consecuencias -en especial
ella-, nació Tobías, el ansiado primer hijo de Diana y
Héctor. Pesó cerca de tres kilos y cuatrocientos gramos,
midió cuarentaisiete centímetros y lloró como si quisiera
reventar sus nóveles pulmones. Por todo lo más, fue
un bebé absolutamente sano y a ojos de enfermeras y
parientes, hermoso. La noche que nació, tercer jueves
de ese mes, la luna ofrecía su aspecto completo, un
lleno deslumbrante que dejaba entrar haces de luz en la
habitación de la clínica en que descansaron madre e hijo.
En otra época, otras personas con otro conocimiento,
durante noches como esta escribían mensajes a la luz
del astro, esperando que varios kilómetros más allá
otro lo recibiera, valiéndose de la fuerza mística de este
cuerpo celeste como único medio. Héctor, que volvía en
su auto tras comprar comida para Diana, sintió regocijo
al verse iluminado por el rebote de los rayos amarillos,
pero atribuyó su felicidad a otros motivos.
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Los primeros años de Tobías
Para cuando nació Tobías la pareja ya poseía una
casa bastante amplia en un barrio exclusivo, ubicado
en las afueras de la ciudad, que tenía algunos lujos
extras que, incluso siendo un tanto innecesarios,
resultaron irresistibles en momentos de decisiones.
Así, donde podrían vivir cinco o seis personas, vivían
tres, y disponían para pasar su tiempo de una sala de
proyección, un quincho y una piscina. Desde el cuarto
del pequeño se podía ver la extensión del patio de sus
padres, pues una enorme ventana, adecuadamente
protegida, ofrecía el marco ideal para una historia que
hasta entonces presentaba más altos que bajos. Ahí
estuvieron Diana y Héctor de pie varias veces, mirando
lo que había fuera y lo que había dentro, imaginando
y evaluando las posibilidades. Y una vez que estas se
concretaron, volvieron al lugar y no pudieron ver más
allá del pequeño espacio donde estaba ubicada la cuna,
esta vez ocupada por el tibio cuerpo de su hijo.
Tras los días de permiso legal, Héctor volvió al trabajo,
a ganar el montón de dinero que necesitaba para
mantener el nivel de vida que habían alcanzado. Este
le exigía mucho tiempo, pero no se quejaba. Seguía
firme en sus creencias sobre qué es lo práctico y a la
vez fundamental. Sabía, de todas formas, que se perdía
acontecimientos importantes del desarrollo de su hijo
que no volvería a vivir, pero se consolaba en la idea de
que lo hacía para poder construir un ambiente ideal
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en que se llevaran a cabo esos mismos eventos. Por lo
tanto, se sintió, en un modo especial, partícipe. Diana,
en cambio, gozaba del posnatal y cada día estaba más
decidida a dejar su trabajo cuando llegara el momento,
pues presenciaba de primera fuente algo glorioso.
Maravillada, aseguraba estar dispuesta a entregar todo
lo que tuviera en sí para Tobías. Y sabía que tenía más
como madre, como un referente de humanidad, que
como soporte financiero.
La primera sonrisa de Tobías, sus primeros dientes
y aquellos balbuceos que parecían un esfuerzo de
comunicación la sorprendían y resarcían el cansancio
de la labor. Compensaban su reducido sueño y el
agotamiento general de una faena a tiempo completo. Si
una de sus amigas al verla desarreglada, con evidentes
ojeras y la espalda algo arqueada, le preguntaba
qué sentía al ser madre, Diana afirmaba que era una
experiencia indescriptible y de una hermosura que
colmaba el corazón.
Por un lado se les hacía complejo creer las afirmaciones
de Diana sobre la maternidad como un acto de belleza,
en vista de las marcas físicas que evidenciaba, pero,
por otro, estas mismas jóvenes sentían una especie de
embrujo cuando contemplaban a Tobías. Tiene algo
especial, muy llamativo, el hijo de Diana, comentaban
más tarde. Porque es cierto, fácilmente una madre
encuentra atractivo a su propio hijo, pero no siempre
resulta igual a ojos del resto, más allá de lo que pudieran
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decir. Las amigas de Diana le aseguraban que Tobías era
un niño precioso y cautivador, con completa honestidad.
Algo en su mirada, la profundidad de sus ojos. Quién
sabe.
No había forma de descubrirlo. Entender qué encantaba
a sus padres, a sus abuelos y a gran parte de quienes lo
conocieron en su corta vida. Sus rasgos físicos sufrieron
leves modificaciones que para un ojo atento pudieron
parecer significativos, pero aun sometidos al juicio
y castigo del tiempo no llegaban a perder su poder de
embrujo. Bebé Tobías, pequeño caramelo, hechicero del
bosque.
Las muchas noches intranquilas en que Tobías lloraba
tan alto que su lamento atravesaba las paredes, Diana lo
acompañaba hasta que volviera a la calma. Lo observaba
dormirse de a poco y ella misma entraba en ese dulce
trance de la duermevela. Fue en esos momentos en que
le costó reconocer qué pertenecía a lo real y qué a lo
onírico, si tal o cual movimiento del bebé fueron parte de
un sueño o algo más cercano. Quería entonces contarle
estas anécdotas a su marido, pero no sabía cómo tratar
el tema. Él, a pesar de cierta distancia, notó el desgaste
que provocaba la maternidad en la salud de su mujer y
le sugirió, primero de forma sutil, contratar a alguien
para que cuidara de Tobías. La oposición de Diana fue
inmediata, pero a medida que avanzaron los días y las
horas de sueño perdido comenzaron a acumularse sin
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piedad, empezó a ver en esta propuesta una posibilidad
real.
Cierto es que Héctor insistió con más fuerza en la
idea, hasta el día en que ambos llegaron a un acuerdo
y se decidieron por buscar a una mujer que pudiera
ayudarlos con Tobías. De todas formas no dejaré la
casa, Héctor, seguiré tomando tiempo para continuar
al lado de mi hijo. Las palabras de Diana no resultaron
un problema, pues su esposo entendía y aceptaba hacía
años esa parte de su personalidad, que aunque a ratos
parecía desvanecerse en pequeños gestos y acciones
repetitivas que reemplazaban su euforia juvenil por una
calma madurez, seguía siendo el material que formaba
su esencia y una de las cosas que le gustaron de ella
cuando se conocieron.
Así que tras varias entrevistas encontraron a la mujer
idónea para que ayudara en los cuidados de Tobías. Le
ofrecieron un sueldo decente y aceptó, trasladando al
día siguiente sus posesiones a la pequeña habitación
que lindaba la de Tobías. Esta es Anita, le dijo Diana
al pequeño -que poco entendía-; esta es Anita, te va
a cuidar también. Tienes que portarte bien con ella,
Tobito.
El niño abría sus grandes ojos, oscuros y honestos, hacia
el par de mujeres que asomaban, y Anita se agitaba,
emocionada por la belleza de su expresión.
La primera noche Diana se levantó un par de veces.
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De igual forma las que siguieron durante esa semana.
Pero a medida que Anita demostró su competencia
y compromiso con el cuidado de Tobías, Diana dejó
pasar por alto un par de episodios de llanto, eligiendo el
sueño, el descanso. Cuando amanecía, llegaba a sentirse
horrible, lo que le impedía aprovechar los beneficios de
un descanso prolongado. Sin embargo, como sucede
con todo, llegó a acostumbrarse y ese efecto nocivo
de no atender al llamado de su hijo cuando las fuerzas
no acompañan, es decir, el sentimiento de culpa, fue
desapareciendo a medida que los meses pasaron y
los pantalones de Tobías parecían pequeños junto al
tamaño de sus desarrollados miembros.
Le compramos cosas hermosas. Los domingos vamos a
las tiendas y le compramos unos pantalones bellísimos,
unas zapatillas nuevas de colores, el juguete más
grande del lugar y los libros con más dibujos. Durante
el día leo con él, mientras Héctor trabaja y Anita ordena
la casa. Lo llevo al patio para sentir la caricia natural
del viento, salimos a pasear por el condominio. Eso le
gusta: balbucea y se pone inquieto en el parque. Así que
lo saco del coche y lo acerco al prado. Estira los bracitos
hasta alcanzar con sus frágiles dedos la corteza de esos
enormes sauces. Si vieras cómo abre los ojos, amiga, te
derretirías.
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Sus primeros pasos
Como forma de estimular a Tobías, la todavía joven
Diana le cantaba prístinas tonadas que eran parte de
su herencia y que, en su misma edad, exteriorizaban la
seguridad y calidez de un hogar, más allá del concepto
físico. Casi sin voz, sometida al rigor del silencio
nocturno, dejaba escapar leves sonidos acompasados,
que unidos por el sentido de la actividad producían
un efecto tranquilizador en Tobías, quien disfrutaba y
mostraba aprobación, dejando a su cuerpo descansar. Se
relacionó con la música de forma tan natural que pareció
amor instantáneo. Primero mediante la interpretación
de Diana y luego a través de los discos que escuchaba
la pareja durante los fines de semana. Cuando Diana
desarrollaba tareas domésticas, arreglaba el jardín,
pintaba con su bebé; cuando Héctor adelantaba trabajo
para la semana o leía los suplementos más densos del
periódico dominical. Tobías asumía una posición fuerte
y se mostraba lleno de ánimo, dispuesto a comerse el
mundo. Envuelto en acordes folclóricos comenzó a
trazar sus tempranos cuadros abstractos, premonición
de una vida que lo seguiría, y a disfrutar, cuando Diana
notó que esto le gustaba tanto como la música, de la
literatura.
Anoche le leí un cuento a Tobito y le encantó. Bueno, a
mí igual me encantó.
Durmió tan bien.
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Deberíamos tenerle más cuentos, Héctor, es súper bueno
que el niño se familiarice con este tipo de actividades.
Al par de días, Anita ayudaba a Diana a instalar un
librero donde antes no había más que un par de
cuadros sin referencia, y a llenarlo de las colecciones
de literatura infantil que Héctor había mandado a
pedir. Un montón de libros álbumes que iban de todos
los temas y formas posibles, con pop up, con sonidos,
incluso con materiales resistentes al agua, idóneos
estos últimos para revisar cuando el pequeño Tobías se
diera uno de sus interminables baños. Este vamos a leer
después, le decía Diana al bebé, que miraba desde su
sillita, a lo lejos, inflándosele el pecho por el universo
de posibilidades que se abría ante sus ojos.
Claro, después no leyeron ese, sino otro que al rato le
pareció más interesante. Esa misma noche madre e hijo
compartieron la lectura de otra breve historia, donde
un niño, muy similar a Tobías, soñaba noche a noche,
y en cada uno de sus sueños tenía más y más sueños,
perdiéndose en un mundo onírico que al final, según lo
pensó Diana después, no era otra cosa que la realidad
misma. Porque un día se adentra en otro y otro y otro.
Y así los meses, los años, cualquiera sea la medida de
tiempo que uno guste usar. Una vida se encadena y
abarca otras, infinitamente.
Los títulos que componían esta colección que empezaban
a armar fueron de su gusto pleno. Diana ponía todo de sí
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y se instruía en cómo llevar a cabo una eficiente lectura
para Tobías, y éste, por su parte, era muy receptivo y
participaba cuanto se lo permitía su edad. Se pegaba
a las imágenes y aferraba sus manos al libro como si
se tratara del juguete más preciado. Atraído por las
ilustraciones, podía pasar largos periodos mirándolas y
trazando líneas imaginarias con su vista, que iban desde
un foco hasta otro. Los tomaba, los mordía. Trataba de
entrar a la historia que su madre de tan buena manera
contaba, y en esos momentos los dos terminaban por
sumergirse en una dinámica que los llevaba a un punto
más allá del que acogía a quienes los rodeaban. Pasaban
a dimensiones paralelas sin darse cuenta. Vivían lo que
vendría, lo que pasó, los pensamientos de alguien más
que quiso, en algún momento de su vida, lo mejor para
quien comprendiera su mensaje. Y lo quiso con tanta
fuerza que se volvió real.
Casi incontables colores colmaban los precisos trazos
que delineaban figuras cuyo movimiento creaba olas
que llegaban a descansar en la orilla de la historia y
atrapaban la atención de bebé Tobías. Asoció sensaciones
de absoluto placer a la lectura y, en consecuencia, a
los libros mismos, por lo que en cuanto entraban a su
campo visual se activaba un mecanismo inmediato
que lo obligaba a acercarse. Estiraba el cuerpo, caía
al suelo, se arrastraba. Y una vez que la dificultad se
volvía patente para el mismo Tobías, caía también en el
lamento, que Anita, siempre dispuesta, atendía veloz.
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Tomaba los libros de la estantería para acercarlos al
pequeño, quien los rechazaba de forma inmediata,
como si no hubiera parecido que se le iba la vida en
llegar donde estaban. Orgulloso empezaba a valorar
todos esos textos que la pobre Anita no consideró al
principio, y una vez que llegaba a ellos, bebé Tobías los
incluía en su lista de rechazo y buscaba otros más para
adorar. ¿Pero qué quieres entonces, Tobito? Repetía
ella, intentando frenar el llanto del pequeño, que
giraba sobre sí tratand0, aún, de encontrar un punto de
equilibrio desde el cual comenzar a avanzar. Una puja
agotadora que terminaba cuando ella dejaba cualquier
libro en la órbita del bebé y este, arrastrando su ínfima
humanidad, lo alcanzaba para inspeccionarlo en detalle.
Episodios de este tipo fueron habituales y no sólo con
Anita, cuya voluntad nunca se quebró, sino también
con Diana y Héctor, mostrando diferentes grados de
paciencia cada uno.
Una vez que Tobías empezó a gatear se volvieron más
infrecuentes estos episodios, pues el saberse capaz,
el poder utilizar sus propios medios para acceder a
lo que le daba placer, sin depender de Anita, Diana o
Héctor, significó una victoria gigante, la más grande
hasta entonces. Se desplazaba con premura por todos
los espacios de su habitación, que ofrecía excitantes
aventuras y suponía un nuevo descubrimiento a
diario. En consecuencia, el tiempo se iba volando y se
acumulaban acontecimientos en el inconsciente del
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pequeño, marcas a las que sólo accederían con mucho
esfuerzo los otros una vez que la vida mostrara su
rostro, más allá de la máscara y el disfraz.
La aventura se intensificó cuando dio sus primeros
pasos, y como toda aventura significó la entrada a un
mundo de misterios que muchas veces se asociaron al
peligro mismo.
Una gran ola
La segunda gran compra de libros que hizo Héctor
contempló algunos textos más áridos, destinados a
Diana, que empezaba a buscar breves ocupaciones
para su nueva vida en casa. Áridos, por decirles de
alguna forma, pues a fin de cuentas no había grandes
diferencias entre lo que ella y Tobías leían. Este
último participó activamente en el develamiento de
la colección, revisando con sus propias manos cada
título que se incorporaba a la ya colmada estantería.
Desde otra habitación Anita miraba con placidez el
espectáculo, sentada a la mesa mientras tomaba una
taza de té. Una estación ocupaba el lugar de la otra, sin
piedad, y el barrio donde vivían, lo que había de él más
allá de la ventana, cambiaba de forma.
Entre estos nuevos libros llegó una versión muy
reducida de Moby Dick, que compensaba su brevedad
con hermosas ilustraciones. Su lectura aguardó un
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tiempo. Primero pasaron por ciertos clásicos tempranos
del libro álbum -cuya trascendencia sería difícil de
determinar en este momento- y luego a un extenso tomo
de los hermanos Grimm, que ocupó noches y sueños
de Tobías. Algunos sueños de Diana también fueron
capturados por estas imágenes colmadas de un placer
grotesco. Pero al cesar, cuando el libro fue historia y su
único espacio de relevancia eran los disparos lumínicos
que habitaban la memoria de ambos, llegaron hasta la
ballena blanca, presentada con una portada donde ella
misma, protagonista e ícono literario, asomaba parte
de su enorme cuerpo, provocando una serie de olas
que lanzaban a la deriva las, en apariencia, enclenques
embarcaciones que la rodeaban. Una imagen poderosa
y efectiva. Tobías estaba cautivado.
Su lectura supuso un acontecimiento en la formación
literaria del pequeño. Pidió que repitieran dos y tres
veces, ese primer día, el proceso: Diana le mostraba la
portada, abría el libro, analizaban las anclas ilustradas
de la guarda y pasaban a las siguientes páginas, ella
leyéndole y Tobías poniendo toda su atención en los
dibujos, alcanzándolos con sus manos, tratando de
sumergirse en las olas. Estas últimas tan bien graficadas
que parecían moverse.
La inquietud que siempre mantuvo Diana fue sobre
su posición en el mundo, entendiendo que ella, por el
sólo hecho de existir ya era una parte fundamental,
y que cada palabra ligada a un pensamiento y acción,
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era importante y afectaba a quienes la rodeaban. Su
interrogante principal era cómo convertirse en una
entidad positiva, un, como llamamos cuando las
palabras nos esquivan, agente de cambio. Las vidas
de miles eran tan relevantes para ella como la propia
-y la de uno solo, lejano y desconocido, lo era tanto
como la de los que compartían la misma sangre-;
sobre esa idea edificó su pensamiento, hasta el día
en que nació Tobías. Entonces comprendió hasta qué
punto los juicios que antes ella consideró egoístas
encontraban una justificación en lo que identificó como
amor incondicional, tan fuerte que resultaba difícil de
describir.
Cualquiera sea la forma del afecto, este cambia nuestra
percepción, como ocurre cuando situamos distintos
instrumentos frente a nuestros ojos e intentamos
observar a través de ellos. Así con algunos podríamos
ver cercanas aquellas figuras que en ciertas ocasiones
parecen distantes y con otros nos limitamos, al punto
de volverse imperceptibles los hechos más relevantes.
Incluso la presencia o movimientos del objeto de deseo,
supuesto motor de este espíritu, pueden ser menos que
un fantasma en ciertos momentos de ensoñación. Por
lo que podemos entender que lo ocurrido ese día no
fue solo un descuido, sino también una consecuencia,
del tiempo, de sus pensamientos, de sus necesidades
y anhelos. Todo conjugó para que ocurriera de esa
manera y no había qué hacer, por más que Diana y
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Héctor buscaran en su propio recuerdo el punto exacto
en que pudieron cambiar la historia. Y al encontrarlo se
endilgaran, aceptando el castigo, toda responsabilidad
y culpa.
Si pudiéramos decirles algo sería que no fue culpa
de Diana, ni de Héctor o Anita. No fue culpa de nadie.
Solamente fue.
Que esa no fue la única vez que una puerta quedó abierta.
Solo pasó que Tobías, aún bajo el encanto de la ballena
blanca, vio por la ventana, desde la comodidad de su
habitación, cómo el viento movía el agua depositada
en la piscina, transformando su calma en una efectiva
simulación del bravío mar en que reposaba Moby Dick.
Y ante esta visión no pudo más que actuar, guiar sus
pasos hacia donde creía se encontraba lo correcto.
Una especie de verdad revelada por su instinto. Así que
avanzó. Entonces que una o todas las puertas estuvieran
abiertas fue un detalle. O que los otros no se percataran
de sus pasos, metidos como estaban en sus ideas u
ocupaciones. Porque, lo queramos o no, tenía que pasar.
Al día de hoy cuesta concluir si queríamos o no que
ocurriera. De niños, adolescentes, incluso ya jóvenes o
adultos, nos vemos enfrentados a situaciones límites
en que la muerte se nos presenta de frente, sin grandes
velos, y basta un movimiento milimétrico para terminar
en sus brazos. No tenemos mucho que decir respecto a
cómo se dan las cosas: nuestras decisiones parecen la
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respuesta natural del cuerpo, una expresión automática
que no obedece a alguna secuencia de pensamientos,
sino que refleja parte de nuestra esencia. Muestra
para qué estamos hechos: para aprender y continuar
o para servir como ejemplo y soporte de las vidas que
prosigan. Convencidos de esta idea se nos hace difícil
reflexionar sobre lo que deseamos respecto a Tobías, ya
que, ciertamente, fue nuestra base.
Pequeñas piernas sostuvieron su voluntarioso cuerpo,
nuestra gran historia, y atravesaron el umbral de la
puerta que daba al patio. Ráfagas de viento golpearon
su rostro, pero no había fuerza posible que lo detuviera,
conquistada como estaba su atención por el vaivén del
agua. Pequeñas gotas de lluvia caían sobre la piscina,
produciendo leves ondas evanescentes. La ropa del
pequeño Tobías se humedeció. Se le pasaron las
pantuflas, pero no importó. Sólo había una imagen en
su cabeza y esta se ligaba profundamente a un ardor
espiritual, algo que nunca antes sintió.
Ante nuevas formas de excitación caminamos como si
hubiéramos perdido el rumbo, pero seguros de nuestro
destino.
Bebé Tobías se inclinó para observar el movimiento de
la piscina. No hubo nada que lo impulsara más allá del
filo: no lo golpeó una ráfaga de viento ni resbaló con
el borde, simplemente cayó, y su cuerpo se sumergió
con delicadeza. Y mientras se ahogaba la luna brilló
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completa en otra parte del mundo, acompañando el
sueño de Humberto, que angustiado despertaba a
medianoche, alertando a su preocupada madre que
prendía la luz para ver a través de las penumbras.
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