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Autor: lidio

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1848: EL MANIFIESTO DE "SENECA FALLS"
Alicia Miyares
En 1848 se celebró en Seneca Falls (Nueva York) la primera convención sobre los derechos de la
mujer en Estados Unidos. Organizada por Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton. El resultado fue
la publicación de la "Declaración de Seneca Falls" (o "Declaración de sentimientos", como ellas la
llamaron), un documento basado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en el
que denunciaban las restricciones, sobre todo políticas, a las que estaban sometidas las mujeres:
no poder votar, ni presentarse a elecciones, ni ocupar cargos públicos, ni afiliarse a
organizaciones políticas o asistir a reuniones políticas.

Si ponemos cara a la libertad, quizá entre muchas representaciones, nos venga a la
mente el cuadro de Delacroix "La libertad guiando al pueblo" que celebraba la revolución
de 1830 como un estallido social de libertad. La mujer que muestra la desnudez de su
pecho y camina entre los muertos enarbolando la bandera de la libertad es el reflejo de
una serie de convulsiones sociales que agitarían a Europa en los años de 1830 a 1848.
Revoluciones sociales imparables en las que se exigía el reconocimiento de la propiedad,
la libertad económica y laboral, la libertad de prensa y el sufragio como un derecho del
ciudadano y no como se venía entendiendo como una función relacionada con su
capacidad, determinada generalmente por la propiedad u otros requisitos.
Los ideales de libertad y de igualdad encontraban su expresión plástica a través de las
mujeres como símbolos de la pureza, inocencia y justicia de una petición de derechos
para los varones. Pero la imagen estetizada de las mujeres no alcanza a las de carne y
hueso, éstas seguían siendo consideradas un todo indiferenciado sometido a la reacción y
a la tradición de las costumbres que se instaló en Europa después de la Revolución
francesa. Así es como quedó glorificada para la historia, la fecha de 1848 como
nacimiento del "Manifiesto Comunistra" de Marx y Engels, y enterrada para la historia la
fecha de 1848 como nacimiento del primer movimiento feminista organizado en América.
La revolución social de 1848 y su precedente la de 1830, si bien estaban abocadas al
fracaso, supusieron las reacciones sociales más firmes al absolutismo del poder. Tanto en
1830 como en 1848 las exigencias y derechos que provocaron los fenómenos
revolucionarios marcaron el acontecer político posterior: libertad, derecho a la propiedad,
sufragio. Europa, en los años transcurridos entre las dos revoluciones burguesas, fue
testigo de la eliminación gradual o total de las barreras legales que privaban a los
campesinos o siervos de diversos derechos, incluyendo el derecho a tener propiedades,
ejercer ciertas profesiones o disponer de sus personas libremente. Las revoluciones
burguesas fueron revoluciones sociales confirmando como evidentes e indiscutibles
ciertos derechos, que podríamos resumir en el derecho a la libertad. Este ideal de libertad
es el fermento de las vindicaciones feministas, pues el reconocimiento de propiedad para
campesinos, siervos y judíos pone de manifiesto la indefensión legal en la que se hallan
las mujeres. Las revoluciones sociales confirmaron que el derecho a la propiedad era la
principal fórmula para alcanzar la independencia.
En América el derecho de propiedad se tradujo en la reivindicación de libertad para los
esclavos. A partir de la década de los treinta se formaron, de manera masiva y

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organizada, grupos antiesclavistas de ideología liberal. Las mujeres participaron de
manera activa en la recogida de firmas y peticiones abolicionistas. En 1837 tuvo lugar en
Nueva York el primer Congreso antiesclavista femenino. Las hermanas Grimké realizaron
giras de conferencias por diversas ciudades de Nueva Inglaterra. Denunciaban la
complicidad de las iglesias en el mantenimiento de la situación de inferioridad de los
negros. La reacción fue inmediata: la asociación de pastores congregacionistas publicó
una carta pastoral que sostenía que el papel de las mujeres no consistía en tratar asuntos
públicos. La participación organizada femenina en estos grupos antiesclavistas y los
virulentos ataques que por ella se produjeron, suscitaron la controversia sobre los
derechos de las mujeres. Las mujeres más conscientes comprendieron que era necesario
luchar globalmente "por un nuevo orden de cosas". En 1838 Sarah Grimké en sus "Cartas
sobre la igualdad de los sexos y la situación de la mujer" escribía: "Me regocijo porque
estoy convencida de que a los derechos de la mujer, lo mismo que a los derechos de los
esclavos, les bastará con ser analizados para ser comprendidos y defendidos, incluso por
algunos de los que ahora tratan de asfixiar los irreprimibles deseos de libertad espiritual y
mental que se agitan en el corazón de muchas mujeres y que apenas se atreven a
descubrir sus sentimientos".
En 1840 Elizabeth Cady se casó con Henry Stanton uno de los más activos y prominentes
abolicionistas. Ambos asistieron a la convención mundial antiesclavista celebrada en
Londres. Fue allí donde Elizabeth Cady conoció a Lucretia Mott, constatando ambas su
frustración por la falta de derechos de las mujeres. Comenzaron así a gestarse las
vindicaciones de los derechos de las mujeres. Las mujeres americanas sólo tenían que
contrastar con las "Declaraciones de derechos" de las colonias y nuevos estados. La más
evidente era la "Declaración de derechos" de Virginia, que recoge la idea lockeana de la
igual libertad natural originaria y de la existencia de derechos innatos. Sin embargo, la
fuente más clara de inspiración la tenían en la propia Declaración de Independencia
(1776), de raíz profundamente ilustrada, que enumera entre los derechos naturales e
inalienables la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La Declaración, redactada
por Jefferson, aseguraba que la función del Gobierno consistía en preservar estos
derechos naturales. Jefferson se pronunció contra el derecho de primogenitura, contra la
esclavitud y contra todo menoscabo de la libertad religiosa. Los principios de la
democracia jeffersoniana son el Gobierno limitado, los derechos del hombre y la igualdad
natural. La América de los años previos a 1848 vive sumergida en los principios que
guiaron a Jefferson, aunque no los ponga en práctica. Estas mismas ideas de libertad y
propiedad inspiraron la declaración de Seneca Falls.
En 1848 alrededor de setenta mujeres significativas y treinta varones, lideradas por
Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, se reúnen para estudiar las condiciones y
derechos sociales, civiles y religiosos de la mujer. Al término de la Asamblea redactan un
texto cuyo modelo es la Declaración de Independencia. En la declaración de Seneca
Falls, que ellas llamaron "Declaración de sentimientos", encontramos dos grandes
apartados teóricos: de un lado, las exigencias para alcanzar la ciudadanía civil y, de otro
lado, los principios que deberían modificar las costumbres y la moral. Por su tradición
republicana (derechos del hombre e igualdad natural) las mujeres allí reunidas exigen
plena ciudadanía; por su tradición protestante (libertad individual) apelan al derecho de la
conciencia y la opinión. La vindicación de ciudadanía civil suponía la modificación de las
leyes que impedían "la verdadera y sustancial felicidad de la mujer". La ley situaba a las
mujeres en una posición inferior a la del hombre, lo que era contrario al gran precepto de
la naturaleza "la mujer es igual al hombre". La declaración de Seneca Falls se enfrentaba

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a las restricciones políticas: no poder votar, ni presentarse a elecciones, ni ocupar cargos
públicos, ni afiliarse a organizaciones políticas o asistir a reuniones políticas. Iba también
contra las restricciones económicas: la prohibición de tener propiedades, puesto que los
bienes eran transferidos al marido; la prohibición de dedicarse al comercio, tener negocios
propios o abrir cuentas corrientes. La Declaración se expresaba en contra de la negación
de derechos civiles o jurídicos para las mujeres.
El 19 de julio de 1848 en el estado de Nueva York y en la capilla wesleyana de Seneca
Falls fue aprobado el documento conocido como "Declaración de Seneca Falls" o
"declaración de sentimientos". A partir de este momento los esfuerzos igualitarios y
aislados de muchas mujeres y algunos varones comenzaron a canalizarse en
movimientos feministas organizados y conscientes, primero en América después en el
resto de los países. La declaración consta de doce decisiones, siendo once de ellas
aprobadas por unanimidad y la número doce, la que hace referencia al voto, por una
pequeña mayoría. A la vista de la total privación de derechos de las mujeres, de su
degradación social y religiosa a causa de unas leyes injustas, las mujeres allí reunidas
toman una serie de acuerdos. Comentaré en este artículo los más significativos.
"DECIDIMOS: que todas aquellas leyes que sean conflictivas en alguna manera con
la verdadera y sustancial felicidad de la mujer, son contrarias al gran precepto de la
naturaleza y no tienen validez, pues este precepto tiene primacía sobre cualquier
otro."
El código civil napoleónico de 1804 da cuerpo a la idea según la cual la mujer es
propiedad del hombre y tiene en la producción de los hijos su tarea principal. El primer
periodo del siglo XIX busca sobre todo tomar distancia del importante periodo precedente,
la Ilustración. Y así presenta acusados rasgos conservadores. Se aleja de las posiciones
contractualistas. Frente a éstas el siglo XIX exaltará las raíces ancestrales, la vuelta al
pasado, los rasgos diferenciales. Como pone de manifiesto Amelia Valcárcel el primer
periodo del siglo XIX, hasta el 48 se centrará en la idea de "pietas" y tradición. A partir del
48 se exaltará la individualidad anormal. Las condiciones de la naciente sociedad
industrial y el rechazo de la legitimación contractualista de lo político hacen que se recurra
a explicaciones naturalistas de la vida social y de las diferencias de estatus y poder. Las
revoluciones sociales tenderán a reconducir esta situación por los caminos de la libertad,
pero no contemplan solucionar la cuestión de los sexos. El argumento se hallará en la
naturaleza, pues ésta prueba que la desigualdad es "natural". Mas aún la "natural"
naturaleza de las mujeres es esencial y constitutiva. El siglo XIX traduce por Naturaleza lo
biológico, lo formado por pares de opuestos que en la mayoría de los casos alcanza
realidad en el referente sexual: fuerza–debilidad o varón-mujer, acción-pasividad o varón–
mujer, inteligencia-imitación o varón–mujer, razón-irracional o varón-mujer, dominiosumisión o varón-mujer, Estado-familia o varón-mujer y así podríamos seguir hasta el
desmayo.
El ideal de naturaleza en el que se inspira, por el contrario, este punto de la declaración
es propiamente ilustrado. Es el esfuerzo contractualista por reconocer como derechos
naturales y constitutivos de todos los seres humanos la libertad, la propiedad y la
felicidad. El espíritu que alienta la redacción de la declaración de Seneca Falls, es el
espíritu de Locke. En el año 1680 aparece la obra de Sir Robert Filmer, Patriarca o del
poder natural de los reyes. Un alegato a favor de la idea patriarcal del poder. Locke se

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apresura a refutar a Filmer, como portavoz de la política conservadora, y dedica a ese
tema la totalidad del Primer tratado.
El sistema de Filmer –escribe Locke- descansa en dos premisas: "Todo gobierno es
monarquía absoluta" y "ningún hombre nace libre". Ninguna de ambas tesis puede, según
nuestro filósofo, ser fundamentada ni por la Escritura ni por la razón. Filmer mal interpreta
el génesis al entender que Dios creó a Adán y le dio la soberanía sobre Eva y, por
deducción, sobre todas las criaturas. Locke refuta tales creencias apresuradas e
injustificadas. No hay pruebas ni conexión coherente entre el texto bíblico y las
afirmaciones que hacen de Adán el rey de la creación, que le da el poder sobre todas las
criaturas y le hace soberano de una descencia aún inexistente. No hay base en las
Escrituras para suponer una sanción divina del dominio de Adán sobre la mujer. Todo lo
contrario, el Génesis dice que "Dios les bendijo y les dijo: "dominad a todos los seres".
Ambos, varones y mujeres, recibieron así el mismo mandato divino. ¿Con qué derecho se
puede proclamar la soberanía del hombre sobre la mujer?. Como veremos más adelante
Locke anticipa alguna de las ideas que van a ser ampliamente tematizadas por las
mujeres que suscriben el texto de la declaración de Seneca Falls.
Esta idea de naturaleza en la que los seres humanos nacen libres e iguales será también
punto de partida del pensamiento de Rousseau. Pero el filósofo ginebrino atribuye
naturalezas distintas a varones y mujeres cuyo origen se encuentra en estadios
diferenciados del Estado de Naturaleza. Emilio es el producto del estado de pura
naturaleza, siendo sus principios reguladores de la acción la libertad y la igualdad que
representa la subjetividad del modelo político. Sofía es producto del estadio presocial. Es
el ámbito de la domesticidad, Sofía aprende las técnicas de regulación de sus deseos. El
espacio público, en tanto espacio de la libertad y de la autonomía moral, no puede existir
sin el espacio privado, en cuanto lugar de reproducción de lo público y de sujeción de las
mujeres mediante el contrato de matrimonio. La primacía del varón va acompañada de la
necesidad de que Sofía aprenda a padecer y a soportar la injusticia y los agravios del
marido: "Formada para obedecer a un ser tan imperfecto como el hombre, con frecuencia
tan lleno de vicios y siempre tan lleno de defectos, debe aprender con anticipación a sufrir
incluso la injusticia y a soportar las sinrazones de un marido sin quejarse". El estado de
naturaleza masculino se constituirá en soporte del espacio público y el femenino en
fundamento del privado. Las diferencias sociales entre varones y mujeres se deben a sus
distintas formas de subjetividad que a su vez están ancladas en diferencias sexuales.
Emilio ha de recibir una educación para la autonomía moral y Sofía una educación
orientada a la dependencia y la sujeción a Emilio. La diferencia entre Emilio y Sofía es la
diferencia entre libertad y sujeción.
Es a la también ilustrada Mary Wolstonecraft a quien corresponde la crítica de los
planteamientos roussonianos en su libro "Vindicación de los derechos de la mujer" que
serviría de guía para el feminismo posterior. Así para la autora inglesa, Sofía no
representa a las mujeres, antes bien es un ideal de mujer que habita en el imaginario
masculino. Es un artificio producto de una educación que consiste en hacer dependientes
a las mujeres y de ahí la mentalidad misógina concluye que esa dependencia es natural.
Mary Wolstonecraft toma el propio concepto roussoniano del estado de naturaleza para
desmontar las tesís misóginas de Rousseau: si la igualdad es el rasgo fundamental del
estado de naturaleza ¿por qué las mujeres deben estar socialmente sometidas al varón?.
Si ambos sexos tienen los mismos derechos naturales, ambos sexos deberán tener los
mismos derechos sociales.

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El siglo XIX lejos de separarse de los planteamientos roussonianos, aunque los critique en
sus aspectos constractualistas, redefinirá el sistema patriarcal de Rousseau en cuanto al
ideal de familia y el ideal de feminidad. Si con Rousseau la domesticidad y feminidad es el
ámbito presocial, en el siglo XIX la domesticidad y feminidad es naturaleza biológica muy
lejos de la civilidad e individualidad que consiste en la doma de lo natural y es propio sólo
de los varones. Para Hegel, por ejemplo, las mujeres pertenecen a la familia, están fuera
de la ciudadanía y de los intereses universales. Tampoco tienen individualidad: son la
madre, la hermana, la esposa, la hija. Los varones han de vivir para el Estado; las
mujeres, para la familia. Para Shopenhauer, la división entre los sexos es natural. Los
sexos son modos de existencia perfectamente diversos y divergentes. El sexo masculino
es reflexivo y el femenino es inmediato. Todas las mujeres deben ser seres de harén, y en
esto las culturas orientales se han mostrado más sabias que Europa. Las mujeres no
deben tener derechos y deben ser educadas en la sumisión. De no hacerlo así, se las
hace infelices colectivamente.
Esta es la línea de pensamiento contra la que tienen que luchar las mujeres defensoras
de la igualdad de los sexos, pero la ruptura de esta línea discursiva sólo será posible si la
vindicación de igualdad encuentra el apoyo de una profunda reforma legal.
"DECIDIMOS: Que todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la
posición que su conciencia le dicte, o que la sitúen en una posición inferior a la del
hombre, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y, por lo tanto, no tienen ni
fuerza ni autoridad."
Tres son los ejes sobre los que se sustenta este punto, la educación, el matrimonio y el
trabajo.
Educación
En la mayoría de los países, la reivindicación pedagógica precede a todas las otras
vindicaciones feministas. El feminismo organizado exigió un cambio de legislación que
permitiera el acceso de las mujeres a la educación y a una educación superior. Hasta
estas firmes peticiones lo que debía ser sujeto de educación para las niñas se movía en
los estrechos límites que el pedagogo Rousseau había impuesto. En "El Emilio",
Rousseau afirmó que los varones son por naturaleza activos y fuertes, y las mujeres
pasivas y débiles. De acuerdo con esto, la crianza de Sofía debía de estar más protegida,
con énfasis en el cultivo de la delicadeza y una buena preparación en la costura y
tapicería, preferiblemente en un convento, donde puede mantenerse la inocencia.
También mantenía que las niñas necesitaban la religión más que los niños. Sin embargo,
Sofía no necesita una educación extensa, sino sólo imprescindible para "vivir
convenientemente"; cualquier sofisticación intelectual más profunda se le puede
proporcionar después del matrimonio, con Emilio como tutor. El matrimonio y la
maternidad son el destino de las jóvenes.
A comienzos del siglo XIX muchas familias burguesas seguían los dictados roussonianos
y el precepto de Samuel Johnson, es "preferible ver una buena comida sobre la mesa a
oír a la esposa hablar en griego", actitud que por ejemplo se vería reforzada en la
sociedad inglesa cuando la ley clasificaba a las mujeres con los niños pequeños, los
idiotas y los lunáticos no aptos para la educación ya que "topan con incapacidades

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naturales" y, por tanto, eran incapaces de "mostrar una sana discreción" o bien "se
encuentran en tal medida influidas por otros que no pueden tener voluntad propia".
La educación de las mujeres se toma como un barniz que no pase del nivel de instrucción
necesario para el cuidado del hogar y de los hijos. De alguna manera el papel civilizador
de las mujeres, lo que éstas deben aprender queda contenido en los versos de Tennyson:
"El hombre, en el campo de batalla, y la mujer, en el hogar
el hombre, con la espada, y la mujer, con la aguja;
el hombre, con la cabeza, y la mujer, con corazón;
el hombre, a gobernar, y la mujer, a obedecer;
de no ser así, reina la confusión."
Sin embargo, será el propio papel educador y de crianza de los niños el argumento
esgrimido por parte de las feministas para exigir el acceso a grados superiores de la
enseñanza. El feminismo organizado entiende que no sólo se inviste a las mujeres de un
papel civilizador y a ellas se les asigna la educación de los hijos, sino que comprende
también que el acceso a la independencia económica pasa por la adquisición y el
reconocimiento de conocimientos profesionales. En la primera mitad del siglo XIX, se
enfoca la educación en relación con la función social de la mujer, subrayando su utilidad
para el desempeño de la función de ama de casa y madre, siempre y cuando se respete
el ideal de subordinación. En la segunda mitad del siglo, la educación superior de las
jóvenes y el acceso a la universidad, lo mismo que la formación profesional, se convierten
poco a poco en caballo de batalla. Las mujeres no aspiran a que el Estado escuche sus
demandas. Por el contrario, fundan instituciones privadas por iniciativa propia y con
currícula propios. Todo ocurre como si, en el proyecto de la sociedad burguesa, la omisión
de una condición política y económica para la mujer sólo dejara a las feministas un único
dominio en el que pudieran tomarse la revancha: el campo de la educación. De esta
manera explotan el poder que les es conferido por "naturaleza" y convierten la educación
en su primer trabajo profesional.
Según transcurre el siglo XIX, tanto en Inglaterra como en América la manera más
adecuada de abaratar el sistema público de instrucción fue contratando a maestras en vez
de a maestros, se facilitó así a las mujeres una educación más completa con el fin de
confiarles las escuelas.
Matrimonio
La crítica feminista apunta también a la dependencia conyugal. El matrimonio suponía
para la mujer una "muerte civil": la mujer casada no estaba autorizada a controlar sus
ingresos, ni a elegir su domicilio, ni a administrar los bienes que le pertenecian
legalmente, ni a firmar documentos, ni a prestar testimonio. El esposo poseía tanto la
persona como los servicios de la mujer y podía arrendarla al patrono que se le antojase y
embolsarse las ganancias. En su calidad de cabeza de familia, el marido era "dueño"
absoluto de la mujer y de los hijos. El matrimonio suponía una trampa para la mujer. El
dominio absoluto del marido tenía como fuente conservar los roles tradicionales de
dependencia de las mujeres. En los países de tradición judeocristiana, la interpretación
del" Génesis" que concedía la primacía al varón sobre la mujer en cuanto a la creación y
la culpabilidad de la mujer en el pecado original sirvió de abono para resaltar el deber de
obediencia de las mujeres. Napoleón Bonaparte solía expresar que en el momento de

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realizarse el matrimonio era necesaria una lectura pública del texto del Génesis porque
era importante que en un siglo en el que las mujeres "olvidan el sentimiento de su
inferioridad, se les recuerde con franqueza la sumisión que deben al hombre que se
convertirá en el árbitro de su destino". Amén del deber de obediencia, las mujeres al
entrar en el matrimonio tienen sobre sí también el deber de reproducción, lo que autoriza
al marido a hacer uso de violencias, en los límites trazados por la "naturaleza", siempre
que no se trate de actos contrarios al fin legítimo del matrimonio. Por tanto, no puede
hablarse de violencia carnal cuando el marido fuerza a la propia mujer a tener relaciones
sexuales.
Por otra parte, para el derecho, la mujer sin marido carece de interés. Si es menor,
depende del padre. Si no se casa será una mujer jurídica y civilmente capaz, pero
socialmente marginada. Una mujer solitaria.

El trabajo
Lo que caracterizaba la vida de las mujeres trabajadoras del siglo XIX era la naturaleza
inseparable de las funciones familiares y del trabajo. Así los agricultores necesitaban a
sus esposas para cultivar la tierra, pero también para cocinar y procrear; los artesanos y
pequeños tenderos las necesitaban para la buena marcha de sus negocios, pero también
para cocinar y procrear. El trabajo que los varones realizaban era " la producción" con
mayúsculas, el realizado por las mujeres en la medida que combinaba el hogar y la
producción externa era una "aportación" al hogar. Las mujeres estaban así fuera de la
historia de las relaciones laborales del siglo XIX.
La creciente industrialización del siglo XIX modificó la ocupación tradicional de las
mujeres, el tejido a mano, las labores de punto, etc., de tal manera que la mayor parte de
la industria doméstica se convirtió en un trabajo mal pagado que las mujeres podían
realizar en un desván o en un patio trasero.
La industrialización también significó una abierta separación del hogar y del lugar de
trabajo e implicó un modelo de división sexual-económico en el que al varón era a quien le
correspondía "ganar el pan", mientras que el trabajo de las mujeres era considerado como
suplementario y ello reforzaba la convicción tradicional de que el trabajo femenino era
inferior y mal pagado. Se le podía pagar menos puesto que no era a las mujeres a
quienes correspondía ganar el sustento familiar. Por otra parte se extendía la imagen de
que el buen marido era por definición aquel capaz de ingresar un buen salario. El hecho
de que la esposa no tuviera que trabajar era la prueba de que la familia no se hallaba en
una situación económica mísera. Todo contribuía, pues, a mantener a las mujeres
casadas en situación de dependencia. Situación de dependencia que se extendía a las
mujeres solteras, pues su soltería era vista como un momento de espera hasta encontrar
marido y sus necesidades eran consideradas en grado cero, nulas.
Sin embargo, avanzado el periodo industrial la economía del capitalismo estimuló la
contratación de mujeres trabajadoras al ser una mano de obra más barata y más fácil de
intimidar. Tanto en Inglaterra como en América las mujeres tenían que soportar, en todos
los ramos, jornadas más largas, tareas más pesadas y condiciones de trabajo más
nocivas que el varón, a cambio de una retribución inferior a éste. Las mujeres no sólo
tenían que luchar contra su patrón económico que las mantenía en trabajos inhumanos,
sino también con los propios sindicatos, formados en su mayor parte por varones que

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veían a las mujeres como competidoras peor remuneradas. Así las feministas américanas
denuncian, la situación de dependencia absoluta de las mujeres, su imposibilidad de
acceso a enseñanzas superiores y la precariedad en el trabajo, pero se dan cuenta que
esta situación responde a un orden moral y de costumbres que necesariamente hay que
invertir.

"DECIDIMOS: Que puesto que el hombre pretende ser superior intelectualmente y
admite que la mujer lo es moralmente, es preeminente deber suyo animarla a que
hable y predique en todas las reuniones religiosas."
Mary Wolstonecraft afirmaba que era una farsa llamar virtuoso a un ser cuyas virtudes no
resultaban del ejercicio de su propia razón. De ahí que dedujera que la supuesta virtud de
las mujeres no era más que un disfraz impuesto por la mentalidad misógina para
mantenerlas subyugadas. De idéntica manera, las firmantes de la declaración de Seneca
Falls van en contra de esta idea de moralidad que, en último extremo, tiene como misión
alejar a las mujeres de los espacios públicos. El autor que describió con mayor lujo de
detalles en qué consiste la moralidad de las mujeres americanas fue Tocqueville. Este
autor veía en la democracia el gobierno del futuro. Consideraba que la influencia de la
democracia haría menos ruda la costumbre, la dulcificaría. Tocqueville dedica dos tomos
a explicar la democracia en América, y es sintomático que las mujeres sólo aparezcan
expresamente anunciadas en un breve capítulo que se titula "influencia de la democracia
sobre las costumbres". Las costumbres las representan las mujeres. Para Tocqueville la
igualdad de condiciones si bien no origina la corrupción de las costumbres la puede dejar
surgir: " No es la igualdad de condiciones la que hace a los hombres inmorales e
irreligiosos. Pero cuando los hombres son inmorales e irreligiosos a la par que iguales, los
efectos de la inmoralidad y de la irreligión salen fácilmente a la luz, porque los hombres
tienen poca acción unos sobre otros y no existe clase alguna que pueda encargarse de
mantener el orden en la sociedad". Por lo tanto si los hombres igualados pueden ser
vencidos por la inmoralidad alguien debe conservar la fuente de la moralidad, esto es, las
mujeres.
En la sociedad libre e igualitaria es la mujer la que sostiene la moralidad. La manera en
que lo argumenta es de sobra conocida: no se puede hacer del hombre y la mujer seres
semejantes. La igualdad consiste no en obligar "a hacer las mismas cosas a seres
diferentes, sino en conseguir que cada uno de ellos desempeñe su tarea lo mejor posible".
La tarea femenina no consiste en conducir los asuntos extramatrimoniales, ni dirigir
negocios, ni entrar en la esfera política. Su tarea es mantener el buen orden de las
costumbres y la moral, velar por la familia, no poner en cuestión que el jefe natural del
matrimonio es el hombre. Según Tocqueville, la independencia en la que han sido
educadas las mujeres americanas las lleva a aceptar el sacrificio sin quejas: " Puede
decirse que es el uso de la independencia lo que le ha dado fuerzas para sufrir sin
resistencias ni quejas el sacrificio cuando llega la hora de imponerselo.
Por otra parte, la americana no cae nunca en los lazos del matrimonio como en una
trampa tendida a su ingenuidad y a su ignorancia. Se le ha hecho saber de antemano lo
que se espera de ella, y se somete al yugo voluntaria y libremente. Soporta
valerosamente su nueva condición, porque es ella misma quien la elige". Su sacrificio
voluntario asegura el orden y el bien para la familia. La única tacha que ve Tocqueville es

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que la fuerza de voluntad de las mujeres, el hecho de que ellas representen la
conservación de las costumbres y la moral hace que pierdan su encanto femenino. La
democratización hace que las mujeres sean más frías y honestas, en lugar de esposas
tiernas y amables. Pero este carácter de la "nueva mujer" es la única garantía para que no
reine la inmoralidad. Concluye Tocqueville que la fuerza y prosperidad del pueblo
americano es atribuible a la superioridad de las mujeres.
Y es esta superioridad moral de las mujeres lo que las conduce a su sujeción al varón. A
la lista de firmes exponentes de esta teoría, cuyo máximo paladín fue Rousseau,
debemos unir, para el caso de las europeas, a la Iglesia católica. Para la Iglesia Católica,
la ley natural consiste en la participación de la criatura racional en el orden divino del
universo. Esta ley natural no viene expresada en derechos, como lo entiende la
concepción iusnaturalista ilustrada, sino en deberes. Lo que las mujeres son y cuáles son
sus deberes es fundamental para asegurar este orden divino. En 1854 el Papa Pio IX
declara que la Madre de Dios es la única criatura que ha sido preservada del pecado
original. La Bula, Ineffabilis Deus, proclamaba que era un dogma la Inmaculada
Concepción de la Virgen Maria. La Virgen era, así, el ser creado más perfecto después de
Jesucristo. "Durante su vida estuvo completamente libre de concupiscencia, del "estímulo
del pecado", y por lo tanto descargada de todo deseo pecaminoso. Superó a los ángeles
en pureza, aunque no en inteligencia. Dios la había elegido como su amada hija desde el
principio del tiempo y la había predestinado como madre de su hijo unigénito".
De ahí el modelo a imitar de todas las mujeres es seguir una vida intachable dedicada a la
maternidad. Esta "madre nueva" tiene como misión en la tierra fortalecer en sus hijos y en
los hombres las virtudes sociales e individuales. El mundo es un "valle de lágrimas", en
especial para las mujeres, pero en ese sacrificio, sumisión y abnegación las mujeres
encuentran su santidad. La mujer ha de "ser otro, para otro, a través de otro" así es como
contribuye al orden divino. Las mujeres son sagradas y el sagrado deber de las mujeres
debe acallar sus derechos. Frente a esta visión del mundo Stanton afirmaría "El desarrollo
de uno mismo es un deber más sagrado que el autosacrifico". Por lo tanto uno de los
mitos a los que se han de enfrentrar las feministas del siglo XIX es el mito de la mujer
sagrada y los dos aspectos simbólicos a los que da origen: la mujer ángel, la mujer
demonio. La influencia de las mujeres ha de permanecer en el terreno de lo ignoto.
Según avanzaba el siglo XIX los discursos científicos también avalarían la hipótesis de
una mayor moralidad de las mujeres, pero menor inteligencia. Lo que las condenaba a
espacios distintos al de la creatividad o actividad pública. La teoría de la evolución, por
ejemplo, poco favorecedora a una teoría igualitaria por primar la lucha por la
supervivencia y la selección natural, dio lógicamente, en su interpretación de la selección
con relación al sexo, en una teoría que fundamentaba de manera biológica y científica las
profundas diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres. De la teoría de Darwin
aplicada al sexo resultaba un nuevo hombre inteligente y dominante, muy del gusto
burgués, que hacia más respetable el concepto de "individuo" que el de "ciudadano":
"La mujer parece diferir del hombre en su condición mental, principalmente en su mayor
ternura y menor egoísmo... La mujer siguiendo sus instintos maternales, despliega estas
cualidades con sus hijos en un grado eminente; por consiguiente, es verosímil que pueda
extenderlos a sus semejantes. El hombre es el rival de otros hombres: gusta de la
competencia y se inclina a la ambición, la que con sobrada facilidad se convierte en
egoísmo. Estas últimas cualidades parecen constituir la mísera herencia natural. Está

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generalmente admitido que en la mujer las facultades de intuición, de rápida percepción y
quizá también de imitación, son mucho más vivas que en el hombre; mas algunas de
estas facultades, al menos, son propias y características de las razas inferiores, y por
tanto corresponden a un estado de cultura pasado.
La principal distinción en las facultades intelectuales de los dos sexos se manifiesta en
que el hombre llega en todo lo que acomete a punto más alto que la mujer, así se trate de
cosas en que se requiera pensamiento profundo, o razón, imaginación o simplemente el
uso de los sentidos y de las manos".
Darwin desplegó sus recursos evolucionistas para amañar la imagen de una mujer a la
vez inferior y moralmente mejor, siguiendo las líneas trazadas por Rousseau, pero en toda
su argumentación se evidencia la autosatisfacción del burgués que pide disculpas por el
comportamiento del varón, por su egoísmo y desmedida ambición, pero que resultan ser
los valores necesarios para la evolución de la especie, para el progreso de la civilización.
Gracias a la rivalidad entre los hombres, donde se aseguraba el éxito de los más aptos y
capaces, el europeo blanco, en una época de imperialismo, "pudo sentirse superior a las
razas retrasadas; el hombre de negocios de la clase media pudo sentirse más capaz que
los obreros a quiénes explotaba". Y así fue tomando cuerpo el concepto de individuo en
relación con el poder. El individuo que emerge de la lucha por la supervivencia es aquel
que tiene poder y gracias a su poder domina. Es lógico pensar que esta teoría fue muy del
gusto de las clases privilegiadas, pero también de las menos privilegiadas. Los varones
privilegiados dominarán la esfera pública, dominarán la política y dominarán a sus
mujeres que serán las más hermosas y sanas. Los varones menos privilegiados por lo
menos dominaran a sus mujeres y tendrán a su vez su pequeña cota de poder. La otra
mitad de la humanidad, las mujeres, no son individuos pues no tienen poder. El
naturalismo biológico es el gran argumento para legitimar cualquier desigualdad. Como
Mill puso de manifiesto se sustituyó la deificación de la razón por la del instinto. La
formulación era muy sencilla: Instinto igual a fuerza, fuerza igual a poder. Y es contra esta
imagen de fuerza y de egoísmo varonil contra la que las feministas américanas acuerdan
el siguiente punto.

"DECIDIMOS: Que la misma proporción de virtud, delicadeza y refinamiento en el
comportamiento que se exige a la mujer en la sociedad, sea exigida al hombre, y las
mismas infracciones sean juzgadas con igual severidad, tanto en el hombre como
en la mujer."
Los "buenos sentimientos" del varón burgués honesto quedan reflejados del modo
siguiente "no mostrarse brusco, ni envidioso, ni colérico, ni susceptible (...) defectos
incompatibles con su bondad natural", de esta manera refleja la literatura lo que era
imagen humana y así lo hace Tolstoi en su novela Ana Karenina. Ahora bien, estos
buenos sentimientos, para que sean operativos dentro de la dinámica social, han de pasar
inevitablemente por las instituciones y las costumbres. El camino obligado por lo que
podemos llamar las fuentes de la legitimidad dotará a aquéllos de una concepción
sobrehumana, la buena conciencia. O sea, una suerte de seguridad de que los
sentimientos de los que se hacen portadores los varones son de conveniencia social. El
rasgo del burgués honesto es su duplicidad, una bien tejida máscara social: los varones

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hacen gala de una voluntad dominadora e hipócrita que, con su apelación constante a los
buenos sentimientos, silencian la miseria social de una sociedad convulsionada por una
rápida industrialización, amén de retener e impedir los discursos igualitarios. Se puede
decir que bajo la bondad natural del "varón honesto" se esconde el prejuicio desalmado
hacia las clases inferiores, que tras la máscara de afabilidad surge la carnal brutalidad del
trato a la esposa: lo mismo que canallla y tirano en el hogar se nos presenta en público
como un hipócrita hombre de honor. Hay un espacio en donde el varón podía mostrar la
falta de armonía entre lo que proclamaba como bueno y lo que quería como máquina
deseante, sin verse expuesto a la reprobación social: ese espacio es el hogar. De esta
manera el varón concibe la casa familiar y a la propia esposa como el reposo del
guerrero. Sus correrías son justificadas, o bien por atribuciones físicas, como su
imperdurable juventud frente a la temprana vejez de la esposa, o bien por la espiritualidad
de llevar "en sí los restos de un poeta" y como tal verse en el "deber" de cumplimentar a
la belleza manifiesta.
"El tiempo todo lo resuelve" es el salmo que se le escapa al burgués honesto cuando es
pillado en su lozana madurez o reconvenido por sus desmesurados sentimientos
estéticos. Es el salmo que arreglará la crisis iniciada en su hogar, pues la conveniencia
social no pondrá en entredicho al esteta maduro, sino que intentará acallar las quejas de
la esposa.
En este sentido es interesante el papel que otorga la novelística del siglo XIX al burgués
honesto que ocupa su tiempo en semejantes lides, siempre se presenta al personaje
como secundario, como si fuera –como de hecho era- un lugar común que no fuera a
despertar el mayor interés de los lectores. Es de nuevo este discurso, el novelado, el que
resulta ser el más fiel reflejo de la época. El hecho de que los protagonistas de las
grandes novelas del siglo pasado fueran mujeres no representa ningún síntoma de
intentar el quebradizo camino de la igualdad, antes bien los personajes femeninos son
más ricos en el sentido de que hacen gala de unas pasiones inconvenientes para el sexo
que representan. Detrás de este protagonismo había el interés morboso y moralizante del
cómo iba a acabar aquella historia. Oigamos sino a Enma Bovary: "Un hombre, al menos,
es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar obstáculos, gustar los
placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado. Fuerte y
flexible a la vez, tiene en contra de sí las molicies de la carne con las dependencias de la
ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto a un cordón, palpita a todos los
vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social que
retiene".
Se podría interpretar optimistamente este pasaje si no fuera porque a la protagonista y a
todas las demás: Anna Karennina, Ana Ozores, Gervaise, Nana, etc. sólo les espera
como final de sus pasiones la muerte más ignominiosa y la vergüenza social más
absoluta. "El tiempo todo lo resuelve" es un lema que para ellas no sirve, sólo les queda el
arsénico, los raíles de un tren, un sapo viscoso, un nicho en las escaleras de una casa
desvencijada, o la belleza picada de viruela. No hay un a conjura de la sociedad que
guarde sus pasiones en el silencio, hay solamente la ley moral del "varón honesto" que
castiga los buenos sentimientos incumplidos. En último extremo un ángel de aceradas
cuerdas que comenzaba a ser enjuiciado por el movimiento de emancipación de las
mujeres.

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"DECIDIMOS: Que la acusación de falta de delicadeza y de decoro con que tanta
frecuencia se inculpa a la mujer cuando dirige la palabra en público, proviene, y con
muy mala intención, de los que con su asistencia fomentan su aparición en los
escenarios, en los conciertos y en los circos."
A lo largo del siglo XIX para la moral burguesa, las mujeres que tomaban la palabra en
público solían ser las cortesanas, las viudas de vida alegra, las maduras ricas que
flirteaban con los jovencitos, pero según avanza el siglo la inconstancia femenina también
quedó probada por los experimentos pseudocientíficos. De alguna manera la ciencia
mostró que la aparición pública de las mujeres en los escenarios y sus alocuciones
procedían de la inspiración histérica, muy contrarios a los discursos varoniles anclados en
la racionalidad. Durante el siglo XIX tres corrientes pretendidamente científicas avalarían
esta hipótesis, el mesmerismo o creencia en que puede manipularse un fluido que
impregna el universo y curar así ciertas enfermedades, la frenología o creencia en que las
protuberancias del cráneo corresponden a partes muy desarrolladas del cerebro, que
expresan a su vez el desarrollo de sendas facultades mentales, y el espiritismo o creencia
en que hay otro plano de existencia aparte de los fenómenos materiales que puede
conocerse mediante determinadas experiencias y prácticas ocultistas. Estas tres
creencias están relacionadas históricamente. En combinaciones diversas, aparecen en la
psicología popular del siglo XIX en toda clase de técnicas para ayudarse a sí mismo y
tienen como protagonistas especiales a las mujeres. Se suponía que dada la naturaleza
de las mujeres era más fácil que éstas entraran en trance que los varones y que fueran
más dóciles a la imposición de manos propia del mesmerismo. Así lo recoge Henry James
en su novela Las Bostonianas: El padre de la Joven protagonista es quien pose los
conocimientos y es a él a quien compete traspasarselos a su hija mediante la imposición
de manos. Por boca de la joven hablará la inspiración y por lo tanto el ridículo cuando de
lo que se quiere hablar es de cosas serias como la vindicación de derechos de las
mujeres. Fueron comunes en el siglo XIX estas reuniones que tenían por protagonistas a
las mujeres. De la misma manera el ocultismo jugaba con la idea de la mayor credulidad
de la conciencia femenina lo que convertía a las mujeres en seres más propicios para el
reconocimiento de una presencia espiritual. La frenología se convirtió en Estados Unidos
en una de esas disciplinas que con bases científicas se tradujo en una incesante actividad
circense, donde públicamente se hacia referencia a las cualidades de los que se dejaban
someter al examen. Conseguir que el objeto de experimentación frenológica fuera una
mujer en vez de un varón era la mejor garantía para asegurar el regocijo del público, pues
siempre generaba más morbo las posibles cualidades ocultas de una mujer que las de un
varón.
"DECIDIMOS: Que la mujer se ha mantenido satisfecha durante demasiado tiempo
dentro de unos límites determinados que unas costumbres corrompidas y una
tergiversada interpretación de las Sagradas Escrituras han señalado para ella, y que
ya es hora de que se mueva en el medio más amplio que el Creador le ha asignado."
Este punto de la declaración culminaría en 1895 con la publicación por parte de Elizabeth
Cady Stanton de La Biblia de la mujer en la cual participaron con comentarios e
interpretaciones muchas de las mujeres firmantes de la declaración de 1848. Las autoras
de La Biblia de la mujer dan por buena la figura moral de Jesús como hombre, en la
misma clave de interpretación que la expuesta por Renan o Tolstoi. Jesús se convierte en
inspiración, esperanza y salvación y la senda que él ha abierto bien puede ser seguida
por otros. Sin embargo, el don moral no es ajeno a la situación social y así todas las

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intérpretes de la Biblia coinciden en afirmar que los tipos femeninos que aparecen, sobre
todo, en el Viejo Testamento no son ningún ejemplo de heroicidad: la mayoría de las
mujeres bíblicas son mujeres anónimas - "madres de...", "hijas de..."-. Las esposas de los
patriarcas suelen ser mentirosas y una, además, cleptómana, lo que demuestra que las
virtudes cardinales raramente se encuentran en las clases oprimidas. En la Biblia no se
habla de las mujeres en calidad de seres humanos, sino de bienes. De nada sirve la
revolución moral de Jesús si no alcanza a las mujeres; mientras se enseñe el
sometimiento sólo hallaremos caos en el mundo de la moral. Tanto en el Nuevo como en
el Viejo Testamento, afirman las sufragistas, no se aprecia ninguna estima por el sexo
femenino. De hecho, en el Nuevo Testamento la situación de inferioridad de las mujeres
está expuesta más claramente por los apóstoles que por los profetas y los patriarcas. Se
debe poner en cuestión, por lo tanto, el precepto de obediencia a unos mandatos
religiosos estrictamente masculinos que colocan al sexo femenino en desventaja en todas
las situaciones de la vida.
Las autoras de La Biblia de la mujer, en consonancia con la psicología pragmatista
americana de W. James, abogan por un tipo de creencia que conduzca a la acción. El
objetivo de la creencia religiosa ha de ser el de ensalzar la voluntad y la responsabilidad
de los individuos y no su negación. El Pragmatismo, o la idea de que las creencias
siempre se manifiestan en alguna conducta más o menos exitosa, es una de las claves
para interpretar la Biblia. Creencia y acción aplicadas a pasajes o parábolas de la Biblia
cambian la interpretación tradicional y estereotipada por una imagen más viva y
comprometida con la realidad. Es el caso de la parábola de "las diez vírgenes" en Mateo
XXV. Canónicamente se ha asimilado esta parábola al juicio final, donde las vírgenes
necias son los pecadores y las vírgenes sabias, los santos. Esta interpretación, según
Elizabeth Cady, resulta bastante forzada porque en realidad hace referencia a cómo
deben vivir las mujeres sus creencias. Las vírgenes sabias son aquellas mujeres que no
desprecian sus talentos, capacidades y facultades, sino que los cultivan con éxito
pisándole los talones al varón en todos los terrenos del pensamiento. Las vírgenes necias
son las mujeres sin vida propia, que descuidan sus talentos y capacidades para ponerse
al servicio de otro, quedándose, pues, en la soledad de la ignorancia. Sin embargo, el
gran cortejo hacia el templo del conocimiento iniciado por las vírgenes sabías debía de
enfrentarse con la maldición bíblica a Eva por haber pretendido ésta, precisamente, el
conocimiento.
"Hacia tu marido irá tu deseo, y él te dominará"
El Génesis se ha convertido para la interpretación masculina y misógina en la sustancia
de la Biblia entera. En este libro quedan descritas para la tradición y la costumbre de toda
la historia del cristianismo la naturaleza del varón y la mujer. Los varones han sobado con
delectación y expuesto con voz tronante ciertos versículos del Libro para mostrar la
posición de subordinación de todo el universo femenino, desde las hembras de las
especies animales hasta las hembras de la especie humana. En vez de basarse en las
verdades bíblicas, los varones han hojeado las páginas de los textos sacros para buscar
ejemplos en los que apoyar el error y los abusos existentes en la sociedad. El Génesis, si
bien mito de creación, fue tomado literalmente como expresión de la Ley natural que rige
el universo. El valor permanente de Dios y su creación se halla muy por encima de los
derechos naturales de los individuos. El reconocimiento de la individualidad no puede
poner en quiebra este orden del mundo. En el siglo XIX se llegó a una gloriosa síntesis: el

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reconocimiento de derechos para los varones es una consecuencia más del orden de la
creación; por el contrario, cualquier reconocimiento de derechos para las mujeres atentan
contra el orden excelso de la creación.
A lo largo del siglo pasado, la maldición bíblica que comenzó a pesar sobre Eva al ser
expulsada del Paraíso fue amplificada en los púlpitos, (denominados "la torre del
cobarde"), en la versión propia del "romanticismo religioso": el drama, el heroísmo, el
sacrificio, la sangre derramada... El drama de la especie humana es que la curiosidad de
una mujer desbarata la existencia "edénica"; la dimensión heroica se encuentra en que,
pese a la fatiga por la expulsión del Paraíso, Adán fue capaz de poblar la tierra y buscar el
sustento; el sacrificio es el tributo a pagar por la curiosidad, las mujeres parirán con dolor
y quedarán sometidas al esposo; la sangre derramada es la del inocente descendiente
Abel, pero, en definitiva, un rayo de esperanza para las virtudes ya que pueden brotar
incluso en la unión desigual entre un héroe y una pecadora. El "romanticismo religioso"
recurre al poder del verbo y los sermones se transforman en géneros literarios con
maestría suficiente para convencer y entusiasmar.
Así pues, frente a tales visiones celestiales y condenaciones infernales, cabe oponer los
argumentos positivistas, los propios de la razón y de la ciencia. También cabe oponer a
los pasajes bíblicos de subordinación aquellos otros en los que se hace explícita la idea
de igualdad entre los sexos: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya. A imagen de
Dios le creó, macho y hembra los creó". Sin ninguna restricción los creó iguales para
dominar la tierra, pero no para que uno de los dos sexos dominara sobre el otro. Por esta
razón, la Trinidad, contrariamente a la creencia general, se compone de Padre, Madre e
Hijo Celestiales: "El primer paso en la elevación de la mujer a su verdadera posición como
un factor igual en el progreso humano es el cultivo del sentimiento religioso en torno a su
dignidad e igualdad, el reconocimiento por parte de la nueva generación de una Madre
Celestial ideal a la que deberían dirigirse sus oraciones del mismo modo que al Padre".
Como dos son las versiones de la creación y ambas no pueden ser verdaderas,
necesariamente hay que elegir la mejor, aquella que no suponga vejación alguna para las
mujeres. Así las intérpretes de la Biblia optan, ante los dos relatos de la creación descritos
en el Génesis, por la versión Elohística, según la cual Dios creó a la especie humana el
quinto día. Desechan, por el contrario, la versión Yahveística, según la cual Dios creó el
tercer día al varón y el sexto a la mujer. Consideran que la interpretación dada a este mito
ha justificado a lo largo de la historia del cristianismo la pretendida subordinación de las
mujeres a los varones: "(...) la segunda historia fue manipulada por algún judío en un
intento de dar "autoridad celestial" a la exigencia de que la mujer obedeciera al hombre
con el que se casa".
Al hacerse fuerte la segunda versión se responsabiliza de la "caída del hombre" a la
mujer. Se culpa a Eva de los males de la especie humana. A Lillie Devereux Blake le
resulta asombroso que los hombres pretendieran alguna vez que el dogma de la
inferioridad de la mujer se halle expuesto en la tentación y expulsión del Paraíso, ya que
la conducta de Eva es superior a la de Adán. Afirma la comentarista que el mandato le fue
impuesto a Adán y no a Eva. Ésta sin temor a la muerte y con objeto de alcanzar la
sabiduría tomó del fruto prohibido. La actitud de Adán, por el contrario, fue de extrema
cobardía ya que no interpone ninguna objeción, come del fruto y posteriormente se dedica
a gimotear. Eva, para Elizabeth Cady, representa el coraje, la dignidad y la noble

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ambición. No se deja tentar por lo que pretendidamente gusta a las mujeres (joyas,
vestidos, lujos.), sino por la promesa del conocimiento.

"DECIDIMOS: Que es deber de las mujeres de este país asegurarse el sagrado
derecho al voto."
Las feministas, así pues, orientaron sus vindicaciones hacia la legislación secular que
ordenaba la fusión del hombre y la mujer en "un sólo ser" que, por supuesto, era el del
varón. Muy poco después, en 1860, una ley en el Estado de Nueva York daba a las
mujeres el derecho a cobrar sus propias rentas, heredar las propiedades del marido y
entablar acciones judiciales. Sin embargo, y a las alturas de los sesenta, aún no se puede
hablar de un feminismo organizado en América. Este se consolidaría a partir de otra
constatación dolorosa: la experiencia de la guerra y las esperanzas que suscitó. Las
feministas apoyaron de modo activo la Unión. Pero su recompensa fue que en 1866, el
partido Republicano, con el cual se habían identificado, al presentar la Catorce Enmienda
a la Constitución negaba explícitamente el voto a las mujeres e insistía en conceder el
derecho al voto a los esclavos varones liberados. Ni los republicanos accedieron a las
demandas de las sufragistas, ni el movimiento antiesclavista las quiso apoyar en sus
vindicaciones, ya que temía poner en peligro la enmienda.
Stanton y Susan B. Anthony llegaron al convencimiento de que la lucha por los derechos
de la mujer dependía de las mujeres solas y de su capacidad para asociarse. El objetivo
era conseguir el mismo rango de importancia política que las asociaciones masculinas
tenían en los Estados Unidos. Como Tocqueville había puesto de manifiesto, "los
partidarios de una misma opinión pueden reunirse en colegios electorales y nombrar
mandatarios que les representen en una asamblea central". Una asociación que contara
con suficientes partidarios comprometidos y que consiguiera focos de acción en puntos
importantes del país tenía el poder no de hacer una ley, pero sí el de atacar la existente y
formular de antemano la que debía existir. El Objetivo de Stanton y Anthony era lograr tal
capacidad de interferencia.
En 1868 ellas y sus seguidoras fundaron la "Asociación Nacional pro sufragio de la mujer"
(National Woman Suffrage Association NWSA). Para conseguir sus vindicaciones se
centraron en la petición de voto: sólo la participación de las mujeres en la vida política
podía asegurar una total igualdad con el varón. Estaban abiertas a todo problema social y
laboral que pudiese afectar a la vida de las mujeres y en este sentido eran totalmente
receptivas a los problemas de las mujeres obreras. Susan Anthony tenía como objetivo
prioritario el cambio de mentalidad de las mujeres y atajar los abusos en la explotación
económica de las mujeres. Estaba segura de que por medio del voto se podría controlar
las condiciones de las mujeres en todos los aspectos de la vida: " Con frecuencia se dice
que "es el capital, no el voto, lo que regula el trabajo". De acuerdo con que el capital
controla el trabajo de la mujer, pero no hay nadie que admita, ni por un momento, que el
capital domina absolutamente el trabajo y los salarios de los hombres libres y
emancipados de esta república. Y es a fin de elevar a millones de obreras a una posición
con igual poder sobre su situación laboral que la que tienen los hombres, por lo que se las
debería emancipar".
Los planteamientos de Stanton y Anthony, anticlericales, individualistas e interclasistas
resultaron excesivos para otras feministas. Lucy Stone lideró una escisión en el año 1869.

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Nacía la "Asociación Americana pro sufragio de la mujer" (American woman Suffrage
Association AWSA), el ala bostoniana, la más conservadora del movimiento. Elizabeth
Stanton y Susan Anthony crearon un estilo peculiar de hacer campañas, consistente en
marchas y reuniones masivas, difusión de folletos y la presentación casi anual de una
enmienda constitucional a favor del sufragio femenino en el Congreso de 1878 a 1896. La
asociación liderada por Stone centró sus energías en las campañas del referéndum sobre
el sufragio femenino Estado por Estado, pero casi todas estas campañas estatales
salieron mal paradas. Las dificultades con las que se encontraron las dos alas del
movimiento facilitaron su unión en 1890, creándose la "Asociación Nacional
Norteamericana pro Sufragio de la Mujer". Al finalizar el siglo, tras el largo aprendizaje
político y sin apenas éxitos, las mujeres se encontraban bastante preparadas para una
creciente radicalización de sus posiciones. El voto les llegaría a las mujeres americanas
en 1920. De las mujeres participantes en la reunión de Seneca Falls, tan sólo una,
Charlotte Woodward entonces de diecinueve años, llegó a presenciar en 1920, las
primeras elecciones presidenciales en que tomaron parte las mujeres.

Este artículo fue publicado en la Revista Leviatan, (Nº75, Primavera 1999, Madrid, pags.135-158).

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