ROBERT BLOCH Biografia y Compilado De Relatos.pdf


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noches. En sus visiones, esos seres no se le acercaban y parecían no preocuparse de su presencia;
continuaban entregándose a horrendos festines en las cámaras sepulcrales o a unirse en orgías sin
nombre. Pero de esto no diría más. Sus viajes nocturnos siempre acababan con el tránsito de una
vasta procesión de estas monstruosidades por una caverna aún más profunda, un viaje que veía
desde el borde superior. Una visión rápida y estremecedora de los reinos inferiores le recordaban el
Infierno de Dante, y gritaba en sus sueños, mientras veía la procesión demoníaca desde el borde,
había perdido pie precipitándose dentro del enjambre sepulcral que había abajo. Aquí, su sueño
terminaba afortunadamente y se despertaba bañado en sudor frío.
Noche tras noche, las visiones se sucedían, pero esto no era lo peor de sus preocupaciones. ¡Su
auténtica obsesión, su verdadero pavor consistía en el conocimiento de que estas visiones eran
ciertas! Al llegar aquí le interrumpí con impaciencia, pero él insistió en proseguir. ¿No había
visitado el cementerio desde sus primeros sueños y no había encontrado la misma bóveda que
reconocía a través de sus visiones? ¿Y qué había de los libros? Le habían enviado para que iniciara
una extensa investigación entre los libros particulares de la biblioteca de un colega antropólogo.
Seguramente, yo, como hombre instruido, debía admitir las veladas y sutiles verdades reveladas de
modo tan furtivo en tales libros como Los misterios del Gusano, de Ludvig Prinn, o el grotesco
Ritos Negros, del místico Luveh-Kerapht, el sacerdote del escondido Bast. Recientemente, había
emprendido algunos estudios en el loco y legendario Necronomicon de Abdul Alhazred. No pudo
impugnar el misterio que se halla detrás de todas esas cosas como el censurado e infame Fábula de
Nyarlathotep, o La leyenda de Elder Saboth.
Aquí irrumpió en un divagador discurso sobre los oscuros secretos míticos, con frecuencia alusiones
a las antiguas creencias, como el labuloso Leng, el oscuro N'ken y el diablo encantado Nis; también
habló de las blasfemias de la luna de Yiggurath y la secreta parábola de Byagoonae, el Sin Rostro.
Era evidente que estos desvaríos eran la llave que abría sus dificultades, y con este argumento
conseguí calmarle lo suficiente para explicárselo. Sus lecturas e investigaciones le habían producido
este ataque, y añadí que no debía someter su cerebro a estas meditaciones, y que estas cosas son
peligrosas para las mentes normales. Había leído y oído lo suficiente para saber que tales ideas no
estaban concebidas para que los hombres las buscaran o comprendieran. Además, no debía tomarse
demasiado en serio estos pensamientos. pues después de todo, estas leyendas eran únicamente
alegóricas. No existen vampiros ni demonios mitológicos, debía verse que estos sueños podían ser
interpretados simbólicamente. Cuando terminé, se sentó en silencio durante un momento. Dio un
suspiro y luego habló con mucha cautela. Para mí era muy fácil decirlo, pero él pensaba diferente.
¿No había reconocido el lugar de sus sueños?
Intervine con una observación sobre la influencia del subconsciente, pero él, sin hacer caso de mi
aseveración, continuó. Luego, me informó con una voz que vibraba con una excitación histérica, me
contaría lo peor. Aún no me había contado todo lo que sabía y lo que le había ocurrido cuando
descubrió la bóveda de su sueño en el cementerio. No se había detenido al ver corroborar sus
visiones. Hacía algunas noches, había llegado aún más lejos. Entró en la necrópolis y encontró el
nicho en la pared; descendió las escaleras y sorprendió el resto. Cómo se las arregló para regresar,
nunca lo supo, pero en todas estas excursiones, que habían sido tres, él había siempre regresado y
por lo visto se había ido a dormir, y a la mañana siguiente siempre estaba en la cama. Era cierto -me
dijo-, ¡había visto esos seres! Ahora, debía ayudarle en seguida, antes de que cometiera algún acto
irreflexivo. Le calmé con dificultad, mientras procuraba encontrar un método de tratamiento lógico
y eficiente. Se hallaba casi al borde de la locura. De nada serviría persuadirle o intentar convencerle
de que había soñado todos aquellos incidentes, de que su sistema nervioso le había llevado a
alucinaciones afines. No podía esperar que él se diera cuenta, en su estado presente, que los libros
responsables de su enfermedad habían sido escritos por mentes desordenadas y con el propósito de
producir locos delirios. Era evidente que el único camino abierto era alegrarle, y luego demostrarle