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Villa Gesell, 2021

Camino la arena caliente del verano donde se mueven y se tienden al sol mujeres de piel
aceitada, madres y padres felices en la alegría de sus hijos, y otros padres, los amarretes de
cariño, enfadados por tener la carga, justo ahora que era el descanso sin jefe ni empleados,
clientes o proveedores.
En el caos de mi derrotero, canasta al brazo, encuentro parejas de antaño y de hoy, solitarios
que escrutan rijosos y solitarios por convicción.
A todos les muestro el magma de mis papirolas y espero en silencio mientras sufro el instante,
resabio de una vieja timidez; cuando no surge el desdén condescendiente, y escudriñan,
hurgan, leen, siento en ese devenir el cosquilleo de una cercanía, de un mutuo atraparnos en
la propuesta distinta, y es suficiente, descubro que no me interesa el precio de una papirola,
que yo no vendo papirolas, acepto lo que me quieren dar y a veces las regalo. Así durante dos
veranos.
Es un once de Abril inesperado. El empleado de la oficina a cargo de asuntos de playa, sentado
detrás de un escritorio lleno de papeles y a la derecha un portarretrato con la foto de su familia
que me mira algo seria , pasó a leerme que no estando tipificado en el código, la figura de
vendedor playero de papirolas simples o papirolas con leyenda, y teniendo en consideración el
agravante que significa para la ecología del lugar las papirolas de ambos tipos abandonadas
en la arena o arrojadas al mar , ponía en mi conocimiento que en la próxima temporada
veraniega no me estaba permitida tal actividad; y agregó si tenía algo que decir.
Se me ocurrió musitar, tiene razón, y le sonreí. Levantó la cabeza, su cara era de distensión.
La familia del portarretrato ahora sonreía también, lo giré para que conocieran al aliviado esposo
padre, vocero obligado del final de una ilusión
Caminé un largo tiempo soñando papirolas por un sendero que se estrecha hasta la distancia
que media entre el aquí y el acá. La distancia del adiós.
Al principio, los pasos eran de una lenta procesión, velorio de nostalgia, catarata de recuerdos,
melancolías de andarín de la playa. Luego, la marcha cambió por la esperanza vagabunda de
un nuevo estío.
Llegué a mi casa, cercana al mar, en ese anochecer de otoño, sin luna y sin viento.
Encendí un fuego de leños en la parrilla, pensando en asar un chorizo de puro cerdo, una
entraña y algunas batatas. Guardé en un cajón las resmas de hojas en blanco, roté los cuadros
de la pared celeste, y sobre vencido aposté a vencedor.
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