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Francisco RODRÍGUEZ VALLS

“La moneda de la evolución no es el hambre ni el dolor, sino copias de hélices
de ADN. De la misma manera que el éxito económico de una compañía se mide
solo por el número de dólares en su cuenta bancaria y no por la felicidad de sus
empleados, el éxito evolutivo de una especie se mide por el número de copias de
su ADN”.4

Pero si esa fuera la medida de la evolución humana resultaría que las
sociedades más adelantadas técnica e industrialmente, las más ricas y poderosas,
son las menos evolutivamente exitosas cuando su tasa de nacimientos no sube
del 1,2 por ciento en el mejor de los casos y tienen que acudir a regañadientes a la
emigración para suplir su falta de población. Los materialmente más avanzados
tienen menos hijos. Los más desarrollados no siguen el éxito biológico porque
lo humano se rige por otros patrones de índole, no cuantitativa, sino cualitativa.
La propia estrategia reproductiva de los mamíferos ha seguido esa misma
línea que se ha traducido en una consciente planificación familiar en los países
occidentales. Esa planificación se ha vuelto en contra del mismo Occidente y
solo puede ser comprendida bajo parámetros no evolucionistas.
Si el número de crías fuera la medida del éxito evolutivo sería congruente
atacar las relaciones sexuales no reproductivas por antinaturales. Sin embargo,
a este respecto, parece como si Harari hubiera sido cogido en un renuncio de lo
políticamente correcto y, sobre ese tipo de relaciones, argumenta: “Desde una
perspectiva biológica, nada es antinatural. Todo lo que es posible es, por definición, también natural”.5 Argumentando de forma tan a su conveniencia, sin
criterio de coherencia, podría decirse que cae en el peor de los males: la falacia
naturalista. Si nada hay antinatural porque todo lo posible es natural, se debe
permitir el crimen porque es posible, se deben permitir las violaciones porque
son posibles, se debe permitir toda violencia y sufrimiento porque son posibles…
y, en consecuencia, naturales. Ese tipo de razonamientos ha acallado la conciencia humana durante siglos dejando el campo libre a todo tipo de poderosos, dominadores y aprovechados que justificaban que el bien no existe sencillamente
porque nadie podía impedirles cometer sus tropelías. El hecho es que el mal
existe y es la mejor de las pruebas contra el relativismo: si todo vale, da igual que
se cause sufrimiento; pero, si eso no es verdad, hay y se debe luchar en contra del
sufrimiento apelando a un orden, esta vez sí, natural, que le ponga fin. Esa ética
que está en contra del sufrimiento innecesario es la que explica la objetividad
del valor y la superación de un escepticismo que Harari no solo no termina de
atajar sino en el que cae de manera estrepitosa. La biología humana nos lleva a la
ética, a la formación consciente y voluntaria de hábitos. Los hábitos, producto de
la libertad, pero convertidos en segunda naturaleza, en “instinto artificial” como
llama Harari, concluirán en instituciones (hábitos sociales objetivados) que serán
4
5

HARARI, Sapiens, 101.
HARARI, Sapiens, 168.
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