Entrada de las cerdas en el mundo de Amber.pdf


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Después de quince días viendo a los animales en semejante situación, y tras mucho
meditar acerca del porqué de su condena (la de los animales y la suya propia), supo
qué era lo que debía hacer por la comunidad. Ni siquiera pudo contener lo que se
avecinaba el miedo a otro castigo del mismo juez o de algún amigo suyo: decidió
abrir todos los cerrojos imaginados, además de los físicos. Apoteósico. Empezaron a
correr cerdos como si hubieran nacido para sentir ese instante, en el que su panza
era viento. Malibú se aventuró por primera vez en su vida a perseguir el arco iris, y
tuvo que reconocer que le gustaba, porque lo mejor de todo era que no lo alcanzaba
nunca.
Las otras cerdas, pertenecientes a un misma filiación familiar, como hemos visto, y
procedentes de un entorno hostil y maquiavélico, no dudaban en darse cabezazos las
unas a las otras por comer la mayor cantidad de trozos de manzana posible, por
ejemplo, fruta que les gustaba especialmente. Sabían que había para todas, pero se
trataba de una especie de entrenamiento para estar en forma, por si acaso. Amber las
entendía, por ser hija de la lluvia las ranas.
Malibú había crecido en un ambiente privilegiado (una granja de las que llaman
ecológicas, que al final te matan igual, pero que te quieren mucho y te sonríen
cuando te llevan la comida para que engordes más) y no procesaba muy bien lo de
la lucha por la existencia, jamás peleaba por la comida. Amber la entendía, por ser
hija de la lluvia las ranas.
Los gatos miraban desde el tejado con el equilibrio que da la altura de los milenios.
Eran Sócrates, Candy, Freddy y Freaky. Si las cerdas le habían devuelto una
dimensión puramente sensorial de instante continuo, estaba por asegurar que los
gatos no eran seres de ahora, sino presencias corporeizadas de una inteligencia
atemporal que se muestra con forma felina y se introduce en nuestras casas para
enseñarnos a vivir mediante su ejemplo. Eran poseedores del tal autonomía, que
Amber no podía dejar de preguntarse por qué querían estar con ella o con cualquier
otro humano. Por la noche volvían y bailaban una danza hipnotizante sólo para sus
ojos, luego se acurrucaban muy cerca y anunciaban, ronroneantes, la llegada del notiempo. En esas horas de calma oscura, otro universo entraba por sus bigotes,
antenas de pasos perdidos. Qué bien olían los gatos en luna llena...