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dente legal, toda vez que se trataba de uno de los
denominados Títulos de la Casa Real, cuya legislación aplicable es otra distinta de la del común de las
mercedes nobiliarias hispanas. El real decreto
1368/1987, sobre régimen de títulos de la Familia
Real, no integra ninguna disposición para la privación directa de una de esas mercedes, pero sí que
lo autoriza su artículo 6º, al expresar que el uso de
títulos de nobleza, pertenecientes a la Casa Real,
solamente podrá ser autorizado por el Titular de la
Corona a los miembros de su Familia.
La atribución del uso de dichos títulos
tendrá carácter graciable, personal y
vitalicio. Al tener ese expreso carácter
graciable, si cesa la gracia regia, cesa
también el uso y atribución de la merced.

Nosotros consideramos que,
en términos legales, el que la posibilidad de revocación no esté explícitamente incluida en el real decreto de
27 de mayo de 1912, ni en la legislación nobiliaria atinente y concordante,
previa o posterior a aquella norma, no
puede ser óbice para que se pueda
decretar la supresión de una merced.
Para empezar, porque según el principio romano de
contrarius actus, y el principio justinianeo de que
quien puede lo más (crear o dar sucesión a una
merced), también puede lo menos (revocarla o suprimirla). La concesión de una merced nobiliaria es
siempre graciable, aunque no lo es la mera sucesión
en su goce, que es un acto administrativo reglado, y
sujeto al pago de impuestos.

Pero es que, por otra parte, la Ley de 4 de
mayo de 1948, por la que se regulan todavía las
concesiones y las sucesiones de Títulos nobiliarios
en España, sí que prevé la posibilidad de privar de
una merced nobiliaria al poseedor legal que haya sido condenado por la comisión de delitos o por observar una conducta indigna, habiendo recaído una
condena firme. Porque su artículo 5º establece que
el Jefe del Estado podrá acordar la privación temporal o vitalicia de aquellas dignidades nobiliarias cuyos legítimos poseedores se hayan hecho personalmente indignos de ostentarlas; aunque en tal caso,
la Grandeza o Título quedará vinculado en la familia
con arreglo al orden de suceder establecido en las
Leyes –es decir, que no se puede suprimir el Título,
sino solo privar de él al indigno, pasando la sucesión a otro familiar-.

Y el reglamento dictado para el desarrollo de
esa ley, aprobado el 4 de junio de 1948, en su artículo 7º, señala que la respectiva privación, temporal
o vitalicia, será acordada por el Jefe del Estado, a

propuesta del Consejo de Ministros, previa formación del correspondiente expediente, que se iniciará
de oficio por el Ministerio de Justicia, en el que habrá de ser oído el interesado, y podrán informar la
Diputación de la Grandeza y el Consejo de Estado.

Que nosotros sepamos, tal norma estuvo a
punto de aplicarse a un duque condenado por injurias al Rey en 1977; a un marqués y general de los
golpistas de febrero de 1981; y más tarde a un marqués y Grande condenado por narcotráfico.

Y el caso es que la Ley de 4
de junio de 1948, establece en su artículo 1º, que la creación de Títulos y
Grandezas es una competencia propia y exclusiva del Jefe del Estado –
del Rey-, con el refrendo del ministro
de Justicia, que, si bien es obligado,
en este caso es más bien de cortesía.
Mientras que el artículo 62,F de la vigente Constitución reserva formalmente al Monarca la facultad de expedir los decretos acordados en el
Consejo de Ministros, conferir los empleos civiles y militares y conceder honores y distinciones con arreglo a las
leyes. Aunque todo ello legalmente dependa de la
voluntad del Gobierno –las Órdenes y condecoraciones se otorgan por este, autónomamente, aunque
en nombre del Rey-.

Es decir, que la posibilidad legal de revocación o supresión de una merced nobiliaria existe de
una manera bien neta: pero está reservada al Rey
como Jefe del Estado, pues queda a su entera decisión de una manera propia y autónoma, en la que el
Gobierno no puede intervenir porque carece de esa
facultad legal. Y cualquier decisión que tomase al
respecto el Rey, en un sentido o en otro, resulta que
sería perjudicial para su imagen simbólica, para su
función moderadora y para su imparcialidad –porque
la voluntad política del actual Gobierno tiene buen
número de partidarios, es cierto, pero no es menos
cierto que también muchos ciudadanos se oponen a
ella-.

Y aquí hemos de considerar otro aspecto de
este trance que busca el Gobierno, cual es el de la
colisión entre la normativa del Antiguo Régimen, de
los Regímenes liberales y del Franquismo, con la vigente Constitución Española de 1978. Una colisión
de normas que ya venimos denunciando desde hace
años en estas páginas de los Cuadernos de Ayala –
por ejemplo, en el número 13, de enero-marzo de
2003-. Decíamos ya entonces que, durante muchísimos años, la aplicación de estas normas de 1912 y

Cuadernos de Ayala 76 - OCT/2018 [3]