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Capítulo I: Por tu propio bien
«Y en la profunda oscuridad permanecí largo tiempo atónito, temeroso… Soñando sueños
que ningún mortal se haya atrevido a soñar jamás.» La frase es de Poe y, por tanto, es cultura
prerrevolucionaria y vetada. A veces leo a los viejos autores —escritores de ficción, poetas,
filósofos…—, cuando la fortuna recompensa el riesgo de aventurarse en la búsqueda de lo
prohibido, y en ocasiones siento una conexión que soy incapaz de establecer con mis compatriotas
de los días de hoy que quedan encerrados por las infranqueables fronteras del viejo continente.
Ninguno de ellos parece atreverse a compartir, en efecto, mis sueños. Y si así es, nunca lo revelerán,
pues la policía política del pansocialismo lo controla todo. Pero si uno es capaz de ocultarse a su
inquisitivo escrutinio, si uno se mimetiza con los demás sin dejarse absorber por la propaganda,
entonces puede mantener algo propio, algo privativo, una sola cosa en su posesión personal: las
ideas.
La oscuridad se está cerrando. Se está cerrando sobre la ciudad. Se está cerrando sobre el
mundo. Se está cerrando sobre mí. El mismo manto de negras nubes que precipita una noche falaz y
adelantada, que extiende sus tentáculos sobre la ciudad, que arrastra la sombra y cubre con ella sus
dominios, está cubriendo la tierra entera y mi ánimo, anunciando una tormenta feroz que no
consentirá cuartel. Pero la oscuridad que cubre un mundo sometido a un proceso de podredumbre,
de necrosis de los tejidos que conforman un organismo que aún respira y se debate entre la vida y la
muerte, no se extiende sobre mí por pertenencia a este lugar sombrío, sino por ajenidad.
He dejado de reconocer mi reflejo en las aguas tranquilas y estancadas de la tierra que habito.
He dejado de reconocerlo en los rostros de sus habitantes. Donde quiera que voy, la soledad me
acompaña y aguijonea mi corazón, como una maldición, y se convierte en el mayor de los
tormentos de un mundo corrupto cuyas luces se han apagado para mí. He dejado de vivir para
sobrevivir. Solo el tiránico instinto de autoconservación me ata a la vida, sin esperanzas, sin
felicidad. Ya no atisbo la luz del día en el este.
¿Nadie aquí es capaz de ver la enfermedad que aqueja al viejo continente? Se está
extendiendo como un cáncer, como una gangrena sobre su piel ennegrecida, hedionda, purulenta y
agusanada, destruyendo todo a su paso, aun los mismos valores. Es repugnante, nauseabunda.
Europa es un miembro enfermo en un cuerpo que aún conserva un atisbo de salud, de vida. El
miembro que un cirujano amputa para salvar a un hombre.
Un trueno rompe mi reflexión. La oscuridad ya se ha cerrado. La expresión del cielo es
iracunda, inclemente. Se abren grietas en la bóveda celeste, pero la luz no se asoma tras ellas, sino
tan solo las primeras lágrimas de rabia. Y el viento se levanta más fuerte en cada envite, como un
púgil que, derribado, se yergue una vez y otra vez más con implacable y fortalecida voluntad de
campeón infatigable.
Pero el mal tiempo no intimida a la fervorosa multitud, que se ha reunido en el mastodóntico
estadio y en sus alrededores: centenares de miles, millones de personas. Todas vistiendo los mismos
colores, todas portando los mismos símbolos, todas coreando las mismas consignas. Colores,
símbolos y consignas que se repiten por todo el estadio y sus alrededores: en la cartelería, las
banderas, las colgaduras, las pantallas electrónicas, los uniformes de los cuerpos de seguridad, la
vestimenta de los civiles y la de los líderes. Berlín es uniforme.
Innumerables carteles, banderas y tapices de color azul muestran una letra sigma mayúscula
dorada en medio de un círculo de estrellas del mismo color con un lema debajo: «Por tu propio
bien.» Los colores y la simbología del Partido y del Estado, ahora entremezclados, como las propias
instituciones. ¿Dónde termina el Partido y comienza el Estado? Una de las consignas da una
orientación clara: «La mayoría es el pueblo. El pueblo es la Prospectora. La Prospectora es el
Partido. El Partido es el Estado. El Estado es la familia.»
«El Estado es la familia», repito para mis adentros. Ya no existe otra. El pansocialismo, como
indica su propio nombre, es universalista, omnímodo, totalitario. Este carácter totalizador no se
expresa tanto en un imperialismo expansionista que pretende hacer del virus una invasión global,
una enfermedad que llegue a los más recónditos lugares del mundo, como en su pretensión de