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Islandia

A 622 metros de profundidad en el Océano Atlántico, vivía el pueblo de Isla. En el mapa
se podría encontrar 980 kilómetros al Noreste de Oporto. Y tenía 36 gramos de sal por
litro de agua.
Islandia, Isla, se encontraba en estos mismos momentos tumbada en su anémona,
entretenida en hacer burbujas con las últimas reservas de oxígeno que le quedaban.
Los mechones de pelo rojo vino se retorcían con los brazos dorados de aquella planta.
Su veneno, que era como un perfume para ella, mantenía alejados a los depredadores
no inmunizados.
Era el día de la Venida de Proteo, la máxima deidad marina, y toda aquella parte del
océano estaba en calma. Al anochecer comenzaría este festejo para dar gracias a la
generosidad del mar.
Isla se estiró hundiendo sus brazos. Lo primero que pensaba cuando se despertaba era
en como amaba su concha, recubierta de la anémona dorada liguataurum. La piel de
ésta era suave y mullida, se adaptaba perfectamente a su cuerpo. Además era una
planta fuerte, se dormía con la certeza de que aquellos tentáculos dorados la sujetarían
cuando se hundiera entre ellos, por mucho oxígeno que tuviera en los pulmones.
Contaba la leyenda que algunos antropiscios vivían en tal pobreza que no podían
comprarse una concha decente y cuando se quedaban dormidos con los pulmones
hinchados, resbalaban de los brazos de sus endebles algas y flotaban y flotaban, hasta
que el sol les despertaba en la superficie. Y entonces, como siempre pasa en todos los
mitos marinos, venían los humanos en barcazas y les cazaban clavándoles una lanza
en el vientre para cocinarlos al fuego.
Obviamente eso era mentira, cualquier sirena se despertaría si saliera flotando, pero los
vendedores de conchas hacían su agosto. Aunque para ser sinceros... Isla se
encontraba más segura cubierta por un buen edredón de liguataurum.
Al fin, se desperezó desenredándose de aquella maraña. La sirena se incorporó, cogió
impulso y salió disparada nadando hacia arriba. Ara, que dormitaba en la falda de
tentáculos que sobresalía de la concha de Isla, abrió los ojitos de forma automática, al
sentir la corriente que había creado la joven a su paso.
Ara era una tiburón preciosa, con la piel tan blanca y brillante como el nácar, y tan dura
como el cuero. Los ojos redondos como dos lunitas plateadas parecían estar siempre
alerta. Pero lo que más le fascinaba a Isla eran sus dientes, una ristra de cuchillos
ensartados en una maquinaria perfecta y feroz. Isla solía deslizar la yema del dedo sobre
el filo, diente a diente, asombrada, contemplando su poder. Ara destrozaría,
despedazaría y trituraría a todo aquél que le hiriera de verdad. Incluso lo haría, tan solo
con pedírselo… fantaseaba a menudo con ver a Guedro machacado en esa dentadura.
La tiburón nadó tras la joven sirena, alcanzándola en un par de segundos.
— Buenos días gandula. — Le susurró Isla y se abrazó a su tronco, nadando juntas
hacia arriba. Era uno de aquellos días en los que el mar estaba en penumbra, apenas
se filtraba luz del cielo. Los pronósticos auguraban una Venida de Proteo lluviosa.