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Islandia se dio los últimos retoques, se recolocó el sencillo chaleco de piel de foca
—los antropiscios, al contrario de los humanos, se cubrían el cuerpo únicamente para
festejos y ocasiones especiales— encontró el brazalete que le había hecho su madre
hace algunos años y se lo puso en mitad del brazo. Dos columnas espinales de algún
pez, bañadas en nácar, cabeza con cabeza, mirándose de lado. Si no fuera por el brillo
del nácar, apenas resaltaría en su blanca piel.
Se volvió a poner, por tercera vez, el ungüento abrillantador en las escamas. Su madre
lo fabricaba con una mezcla de algas, tripas y sedimentos. No era muy presumida, pero
la cola se la cuidaba muchísimo. Ya se sabía, “Una buena cola es mejor que la más
firme coraza”
Para acabar, se trenzó el cabello hacia un lado, rojo oscuro como el vino tinto y lo ató
con una cuerda negra en forma de lazo. Suspiró, y de su boca nacieron mil burbujas.
Tenía que irse ya.
Cuando sacó la cabeza fuera del mar, Isla contempló un cielo despejado y las aguas,
quietas como una balsa de aceite. Ni rastro de lluvia.
A lo lejos la luna creciente sonreía en el cielo. Las fogatas en las rocas que se esparcían
en el mar, iluminaban el Bosque de Islas, con luces que parecían tener vida propia,
amarillas y naranjas.
Sombras de sirenas y tritones bailaban al ritmo de las llamas en la piedra de las ínsulas,
que desprendían un aura verdosa por su abundante vegetación.
Isla nadó tan cerca como para oler el pescado frito y además, reconocer a su madre
conversando con Ha Laya, la Matriarca del clan. No le sorprendió demasiado. Aunque
Ha Laya la Matriarca era selectiva con sus compañías, la madre de Isla, Petra, se había
colocado estos últimos años entre las personas más influyentes del clan.
Isla nadó hacia ellas, que se encontraban alrededor de una roca con un gran caparazón
de tortuga en medio.
— Anda mira, si es mi pececilla— dijo Petra al ver a su hija acercarse. Le sonrió y dio
un pequeño sorbo a un cuenco lleno de la misma crema naranja que contenía el
caparazón de tortuga. Lo dejó apoyado en la roca. — No te puedes negar, la crema de
bogavante está recién hecha— dijo mientras hundía el brazo hasta el codo en el
caparazón, rebuscaba en el fondo y lo sacaba con una concha llena de crema
humeante.
Ha Laya la miró de forma inquisidora y las arruguitas de la boca se le marcaron aún
más. Era una sirena entrada en años, con canas plateadas peinadas en un gran moño
que decoraba con los más preciosos tesoros marinos. A pesar de su edad, conservaba
una buena figura.
— Buenas noches Islandia. Estás resplandeciente. — Afirmó Ha Laya, con voz firme y
autoritaria. Isla se asombró tanto del halago como de que supiera su nombre. Nunca
se había dignado ni a mirarla. Iba a abrir la boca para responder pero de repente algo
sobresaltó a Ias tres sirenas.
— ¡Pero a quién tenemos aquí, buenas noches preciosas!— Lina, madre de Guedro, (el
tritón que más odiaba Isla en todos y cada uno de los mares del mundo) llegó con su
exaltación habitual y la cara exageradamente pintada. El rojo le rebosaba de los labios
y se acumulaba en las arrugas de la comisura. Llevaba recogido su cabello grisáceo en