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frente del escenario, y clavé la mirada en el espantoso vacío más allá de las candilejas, tratando
de acostumbrarme a él, de librarme de su atracción, pero mientras más me esforzaba en no
tomarlo en cuenta, más pensaba en él. Precisamente entonces, un trabajador que pasaba a mi
lado dejó caer un paquete de clavos. En seguida me puse a ayudarle a levantarlos. Al hacerlo,
tuve la grata sensación de sentirme en el escenario completamente como en mi casa. Pero
pronto recogimos todos los clavos, y otra vez me sentí oprimido por lo grande del lugar.
Me apresuré a bajar a la luneta. Comenzaron los ensayos de otras escenas, pero yo no veía
nada. El tiempo que esperé mi turno, estuve completamente intranquilo, agitado. Sin embargo,
esta espera tenía una lado bueno: le lleva a uno a un estado tal en que todo lo que se puede
hacer es anhelar que llegue su turno, pasar de una vez por aquello a lo que se teme.
Cuando nuestro turno llegó, subí al escenario, donde se había improvisado un set con partes de
otras diferentes producciones. Algunas cosas estaban mal colocadas y el moblaje era de
diferentes clases. Aun así, la apariencia general, ahora que el escenario estaba iluminado, era
grata, y me sentí como en mi casa en esta habitación preparada para Otelo. Con un esfuerzo de
imaginación podía reconocer en ella cierta semejanza con mi propia habitación. Pero al momento
en que el telón se levantó, y el público apareció ante mí, me sentí de nuevo dominado por su
poder. Al mismo tiempo, nuevas, inesperadas sensaciones surgieron dentro de mí. El set cerca
al actor, y limita el área del foro: arriba, grandes espacios oscuros, a derecha e izquierda, los
laterales que delimitan el lugar. Este semiaislamiento es grato, pero tiene la desventaja de
proyectar la atención hacia la sala y el público. Otra sensación nueva para mí fue que mis
temores me llevaban a sentir una obligación: la de interesar al público. Este sentimiento de
obligación me impedía entregarme a lo que estaba haciendo. Comencé a sentirme urgido tanto
en la acción como en la recitación. Mis puntos favoritos pasaban rápidos, como postes de
telégrafo vistos desde un tren. La más ligera vacilación, y una catástrofe hubiera sido inevitable.
8
Como tenía que arreglar mi maquillaje y mi vestuario para el ensayo general, llegué al teatro más
temprano que de costumbre. Me habían dado un buen camerino y una suntuosa bata, realmente
una reliquia de museo: la del Príncipe de Marruecos en “El Mercader de Venecia”. Me senté ante
el tocador: sobre él habla pelucas, postizos, tarros de crema, de goma, de grasa y colores,
polvos, cepillos. Comencé por aplicarme con uno de estos un poco de color café oscuro, pero se
endurecía tan pronto que apenas dejaba traza. Entonces traté de aplicarlo con agua: igual
resultado. Puse el color en los dedos, y así lo apliqué a la cara, pero ninguno quedaba bien,
excepto el azul claro, el único, me parecía, que no podía usarse para el maquillaje de Otelo.
Apliqué un poco de barniz, entonces, en la cara, para fijar un postizo; el barniz me picaba en la
piel y el cabello del postizo no se adhería. Probé una peluca después de otra; pero todas, a una
cara sin maquillaje, le iban mal: eran demasiado evidentes. Quise limpiar el ligero maquillaje que
me quedaba en la cara, pero no tenía idea de cómo hacerlo.
Por entonces llegó al camerino un hombre alto y delgado, con anteojos y un gran guardapolvo
blanco. Se adelantó y empezó a trabajar en mi cara. Primero limpió con vaselina todo lo que yo
me había puesto, y comenzó a aplicar colores frescos. Cuando vio que los colores estaban
duros, humedeció una brocha en aceite, que me puso también en la cara, quedando así una
superficie en la que, con la brocha, los colores se corrían suavemente. Luego cubrió por
completo la cara con una sombra de hollín, dado a la piel la apariencia propia de la de un moro.
Yo hubiera preferido no perder la sombra, más oscura, que daba el chocolate, porque hacia
resaltar el brillo de los dientes y los ojos.
Cuando mi caracterización quedó terminada, me miré al espejo, quedando maravillado del arte
del maquillista, así como de mi apariencia total: los ángulos de los brazos y el cuerpo
desaparecían bajo las flotantes telas, los ademanes que yo había ensayado iban bien con el
vestuario. Paul y otros estudiantes vinieron a mi camerino; me felicitaron por la impresión que les
produjo mi arreglo. Su generoso elogio me devolvió la antigua confianza.

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