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El que tenga tan pocas ganancias también obedece a la gran
competencia. Los habitantes de la Plaza Francisco Zarco y del
campamento Pedro Moreno coinciden en que, a la redonda de
donde viven, existen al menos 20 tienditas.
Sin embargo, las expectativas “empresariales” son buenas
si se atiende a que el consumo del activo ya no es más sólo una
práctica de las personas en situación de calle. Ahora empieza a
ser demandado por jóvenes de clase media y media alta.
En los últimos años ha surgido una nueva tribu urbana, la
de los chacas o reggaetoneros que, como los chavos banda de los
ochenta, han hecho de los inhalables su droga estandarte.
–Tengo un cliente que viene cada semana en su Hummer
amarilla por sus 20 varos de activo –ejemplifica El Vendedor–.
Y vienen en naves por el estilo, hasta con sus chavas. Ellas prefieren que les sirvamos –mueve las manos con la elegancia y
precisión de un maestro coctelero– con esencias de grosella,
guayaba o coco. Hasta le metemos cáscaras de plátano o naranja a la lata y ya no sabe tan gacho.
Estas reticencias al sabor sólo se producen cuando se inicia
en el consumo. El Vendedor sabe bien de la pulsión por el activo. Hace algunos años vio la transformación de un vecino suyo
en un esqueleto tembloroso. La madre de ese hombre optó, según cuenta, en colocar un papel impregnado con solvente en su
boca para evitar que abandonara la cama y, nuevamente, robara, lo arrollaran o lo golpearan.
–¿Hasta qué hace una persona por ponerse una loquera?
–Hay chavas, las que están más o menos, que te enseñan
la tanga o lo de arriba –convierte sus manos en copas–. Otras
hasta se dejan trabajar adentro de la vecindad por una piedra
(de crack).
–¿Una piedra grande?
–Una de 15 pesos.
–¿Para cuánto dura eso?
Ríe y sacude la cabeza.
–Para una fumada.
–¿Y los que inhalan activo?
–Por un charco de 10 pesos, los güeyes se dejan dar unos
“bombones”.
–¿Bombones?
–Unos putazos en los cachetes o unos coscorrones.
–¿Y para qué lo hacen ustedes?
–Pues, nomás... para echar desmadre –y otra vez sonríe.

| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012

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Al otro lado de la iglesia de San Hipólito, convertida en la meca
del creciente culto a San Judas Tadeo, se ubica una plazuela
hundida, la de Francisco Zarco, ocupada por otra comuna de
adictos.
Habitada por unas 20 personas, concentra otro tanto de
visitantes cotidianos en proceso de abandonar sus casas y habitar la calle.
Andrés –que al travestirse adquiere el nombre de Yocelín– dejó su familia hace siete u ocho años por la razón común a
estos casos: golpizas, abusos sexuales y fortuito encuentro con
los inhalables. Su afición al consumo se hizo intensa de inmediato y, luego del primer año de uso, ya dormía a la intemperie,
con breves y cada vez menos recurrentes retornos a casa.
Andrés o Yocelín nació hace 18 años y aún está relativamente lúcido: es temprano. En la medida que el día transcurra,
su capacidad de concentrarse disminuirá.
Muestra gruesas cicatrices en el pecho y el cuello. Una noche, en que estaba inconsciente, sus compañeros de activo lo
bañaron con solvente y le prendieron fuego.

–¿Para qué la mona?
Tuerce la boca con fastidio.
–Pues antes era el alucín. Como que me metía en un sonido
y, dentro de ese sonido, me metía en otro y en otro. Soy muy
musical –pestañea, ladea la cabeza, reúne las manos entre las
rodillas, reclina el torso.
–¿Antes?
–Ahora nada. Nomás moneo para ya no estar, ya no sentir.
–¡Ya nos vamos a Acapulco! ¿Quién quiere ir a Acapulco?
–irrumpe El Güero, un joven rubio, casi albino. Su plan es resolver las cinco horas de camino al puerto con aventones. Dice
que es posible y que ya lo ha hecho.
–Una semanita y de vuelta –argumenta con naturalidad.
Se le une Edwin, un chavo que hace maromas sobre vidrios
rotos en la línea dos del metro. Muestra la espalda; presume las
cicatrices ganadas durante los últimos 15 años en la calle. Ahora tiene 21 de edad. La marca más notoria se localiza en su ojo
derecho: el párpado está caído a la mitad de un globo cubierto
por venitas, excepto donde destaca el iris desteñido por la lesión. Ya casi no ve desde que lo atropellaron enfrente, justo al
lado de unas oficinas de la Secretaría de Hacienda. Ninguno de
los dos quiere hablar más: el mar espera.
La expedición a Acapulco no logra mucha convocatoria y
sólo parten ellos dos.
En una jardinera, Allan despierta o algo parecido a eso y
se sienta. Se tambalea. Viste ropa que alguna vez fue negra.
Tiembla y su mirada no está fija en nada. Todo lo atraviesa.
Es un cuervo mojado y despintado.

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Su nombre es Mairely. Levanta y desciende las cejas o el nacimiento de éstas, pues hace pocos días las rasuró por completo.
Usa mallas negras y calza zapatos plateados.
–Es un nombre artístico. No me gusta que me reconozcan
por mi nombre verdadero –explica. Tiene 14 años de edad y
desde los seis dejó su casa, en Torreón, Coahuila.
Antes de llegar al Distrito Federal rebotó mona en mano
por Saltillo, Monterrey, Mazatlán y Mérida. Llegó a la Ciudad
de México hace mes y medio y a la comunidad de Zarco apenas
una semana atrás.
–¿Qué has hecho en todos estos lugares?
–Nada... Me he prostituido. Me he drogado, me he alcoholizado. Me prostituyo aquí, en la calle.
–¿Qué edad tienen tus clientes?
–Unos 50, 40 años. Pasan en carros, me paran y me hablan.
–¿Cuántos meses de embarazo tienes?
El tamaño del vientre sugiere que cuatro o cinco.
–No sé... es que creo que es la primera vez que estoy embarazada. Tengo punzadas en la panza.
–¿Por qué dejaste Torreón?
–Allá matan a la gente. A mi amiga la mataron frente a mí,
en una privadita. Le metieron un balazo en la cabeza, porque
vendía droga de Los Zetas y los chapos le dieron piso –recalca
con su acento norteño–. A mí me tablearon las nalgas: me empinaron y me dieron 10 tablazos. Tenía que orinar parada.
–¿Te han violado en la calle?
–La primera vez fue en Torreón. Me estaba drogando con
unas amigas y llegó un muchacho y me empezó a perseguir, me
tapó la boca y me comenzó a asfixiar. Me quitó la ropa y lo demás. Eso ha pasado otras cuatro veces. Aquí en el DF han sido
dos, la última en el Hotel Nogales. Eso fue ayer.
–¿Has pedido ayuda luego de que te atacan?