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Juan Domingo Perón

Modelo Argentino para el Proyecto Nacional

talización. La sociedad que nuestro Modelo define no será en modo alguno
estática. Debe movilizarse a través de un proceso permanente y creativo que
implique que la versión definitiva de ese Modelo sólo puede ser conformada
por el cuerpo social en su conjunto.
La autonomía y madurez de nuestra sociedad deberán evidenciarse, en
este caso, en su vocación de autorregulación y actualización constantes. Y
no me cabe duda de que los argentinos hemos ya iniciado el camino hacia la
madurez social, pues tratamos de definir coincidencias básicas, sin las cuales
se diluiría la posibilidad de actualizar nuestra comunidad.
Estas coincidencias sociales básicas no excluyen la discusión, y aun el
conflicto. Pero si partimos de una base común, la discusión se encauza por el
camino de la razón y no de la agresión disolvente.
Nuestra sociedad excluye terminantemente la posibilidad de fijar o repetir el pasado, pero debe guardar una relación compresiva y constructiva con
su tradición histórica, en la medida en que ella encarne valores de vigencia 
permanente emanados del proceso creativo de un pueblo que desde tiempo
atrás persigue denodadamente su identidad.
Es evidente que, en definitiva, los valores y principios que permanecerán como representativos de nuestro pueblo serán asumidos por la sociedad
toda o por una mayoría significativa, relevante y estable, a través de las instituciones republicanas y democráticas, que según nuestros principios constitucionales, rigen y controlan la actividad social.
Por último, la libertad y la igualdad, expresadas en nuestra Carta Magna,
conservarán plenamente su carácter de mandato inapelable y de incesante
fuente de reflexión serena para todos los argentinos.
C) La cultura
Si nuestra sociedad desea preservar su identidad en la etapa universalista
que se avecina, deberá conformar y consolidar una arraigada cultura nacional. Resulta sumamente compleja la explicitación de las características que tal
cultura debe atesorar; es evidente que no basta proclamar la necesidad de algo
para que sea inteligible y realizable. Mucho se ha dicho sobre la cultura nacional, pero poco se ha especificado sobre su contenido.
Está claro que en cuanto se plantea la posibilidad de una cultura propia,
surge al instante la forzosa referencia a fuentes culturales anteriores. Ya he desestimado la posibilidad de que la ideología y los valores culturales de las grandes potencias puedan constituir un abrevadero fértil para nuestra patria.

En la gestación histórica del hombre argentino confluyen distintas raíces,
la europea por un lado, y los diferentes grupos étnicos americanos, por el otro.
Esto es trivial por lo evidente, pero no son tan claras sus consecuencias.
Creo haberme referido con la suficiente extensión a la indudable especificidad del hombre argentino, que no consiste en una síntesis opaca sino en una
nítida identidad, que resulta de su peculiar situación histórica y su adherencia
al destino de su tierra. ¿Sucede lo mismo con su cultura? ¿O acaso la herencia
europea ha sellado, definitivamente, la cultura argentina?
Pienso que en este caso es artificial establecer una distinción entre el
hombre y la cultura que de él emana, pues la misma historicidad del hombre
argentino impone una particular esencia a su cultura. Pero este carácter de
“propia” de la cultura argentina se ha evidenciado más en la cultura popular
que en la cultura académica, tal vez porque un intelectual puede separarse de
su destino histórico por un esfuerzo de abstracción, pero el resto del pueblo,
no puede –ni quiere– renunciar a la historia y a los valores y principios que
él mismo ha hecho germinar en su transcurso.
La cultura académica ha avanzado por sendas no tan claras. A la mencionada influencia de las grandes potencias debemos agregar el aporte poderoso de
la herencia cultural europea. No tiene sentido negar este aporte en la gestación
de nuestra cultura, pero tampoco tiene sentido cristalizarse en él.
La historia grande de Latinoamérica, de la que formamos parte, exige a
los argentinos que vuelvan ya los ojos a su patria, que dejen de solicitar servilmente la aprobación del europeo cada vez que se crea una obra de arte o
se concibe una teoría. La prudencia debe guiar a nuestra cultura en este caso;
se trata de guardar una inteligente distancia respecto de los dos extremos
peligrosos en lo que se refiere a la conexión con la cultura europea: caer en
un europeísmo libresco o en un chauvinismo ingenuo que elimina “por decreto” todo lo que venga de Europa en el terreno cultural.
Creo haber sido claro al rechazar de plano la primera posibilidad; respecto
de la segunda, es necesario comprender que la cultura europea ha fundado
principios y valores de real resonancia espiritual a través de la ciencia, la filosofía y el arte. No podemos negar la riqueza de alguno de esos valores frente
al materialismo de las grandes potencias, ni podemos dejar de admitir que,
en alguna medida, han contribuido –en tanto perfilen principios universales– a definir nuestros valores nacionales. Pero es hora de comprender que ya
ha pasado el momento de la síntesis, y debemos –sin cercenar nuestra herencia– consolidar una cultura nacional firme y proyectada al porvenir. Europa

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