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cabezas, formando dos veces el gesto victorioso que utilizaba Churchill en su guerra contra el
fascismo.
El himno anterior también era bello. Primero desecharon los versos de von Schiller, porque el
mensaje quedó obsoleto y debía cambiar. Después acabaron con Beethoven, porque Ludwig van
Beethoven es prerrevolucionario y, por consiguiente, corruptor e intolerable. No hay nada más
peligroso que la cultura prerrevolucionaria.
Se impuso para nuestro himno una nueva letra que habla de igualdad y justicia, tal como si lo
justo residiera en que todos los hombres fueran retribuidos de la misma manera al margen de sus
méritos; de libertad y de solidaridad, tal como si un hombre atado a otros por la obligación pudiera
ser libre; de fuerza y de paz, como si la segunda de sustentara en la primera; de prosperidad, de
amor a la naturaleza y a la patria europea, tal como si la prosperidad fuera un estado natural y la
patria un elemento del mundo físico en lugar de una abstracción humana; de tolerancia y
uniformidad, como si la primera no requiriera de la diversidad. Y se entremezclan en sus versos
violentos ataques contra los enemigos de Europa. Y a pesar de la violencia de la letra, cualquier ser
humano con una mínima sensibilidad artística escucha el himno con deleite y se une a aquel canto
con fervor religioso.
En aquel momento, en aquel lugar, mientras suena este himno, toda alma pertenece al Partido.
Y es así también entre los pocos —¿quizá uno solo? ¿Es esa la minoría en la que me encuadro?—
que habitualmente solo asistimos a este tipo de eventos para evitar levantar recelos y más que
recelos al rechazar nuestras obligaciones.
Callan al cabo de unos minutos los altavoces y se vuelven a oír los truenos. El estadio sigue
guardando silencio. Una figura se acerca al atril con paso firme, es una mujer sumamente atractiva.
Su cabello largo, blanco como un glaciar que nace desde su frente, resplandece como la nieve
iluminada por el Sol, como la luna llena cuando se engalana y sale a festejar en una noche
consagrada a sí misma; su penetrante mirada de ojos grandes y púrpuras, color de emperadores y de
las más bellas y singulares flores, atraviesa a las personas hasta alcanzar su corazón; su rostro es
angular y sus facciones son finas, femeninas y simétricas; sus dientes perfectamente colocados y de
un blanco casi brillante, como perlas, son parte de una boca que se tuerce a menudo en una sonrisa
cautivadora. Sus labios son discretamente carnosos; sus pestañas largas, como su fino cuello de
cisne. Sus pómulos están ligeramente hundidos. Y su tez es bronceada —no negra—, como la de un
mestizo de un africano y una occidental. O la de una mujer centro o sudamericana. O la de un
hombre norteafricano. O un indígena norteamericano, un asiático suroriental, un indio, un gitano...
Me reconozco en aquel rostro como si me mirara en un espejo: la misma belleza canónica y
programada, los mismos ojos y el mismo cabello. Todo ello está hecho para diferenciarnos, porque
dicen que somos mejores. Pero si nuestra piel fuera de un color diferente, pareceríamos monstruos,
así que algunos rasgos recuerdan a los de las razas que han de desaparecer. Es un genocidio
silencioso, sutil: sin campos de exterminio, sin fusilamientos. Pero los nuevos hombres se conciben
en probetas, no en úteros, y si alguna mujer se queda embarazada de manera natural, es forzada a
someterse a un proceso de «reversión voluntaria del embarazo».
Hay belleza en los nuevos hombres, pero lamentaría que se perdiese la beldad de la
diversidad. Hay aún cabellos que recogen el sol de mediodía en sus hebras, o la luz de un atardecer
africano, el color de la tierra fértil, de la arena costera, de una noche sin estrellas. Y ojos que
reflejan el cielo despejado de un día estival, las aguas de un estanque a través de las cuales
atisbamos el verde lecho vegetal, el gris de un cielo plomizo y amenazante, el color de la miel o del
café. Hay rostros de ébano, otros de blancura límpida, unos terceros de colores vivos y cálidos.
Otros salpicados de pecas, como las hojas otoñales sobre un suelo cubierto solo a medias. ¿No sería
tan desgraciada la pérdida de esos rasgos como la de la música de Vivaldi, la cinematografía de
Kubrick, el arte de Miguel Ángel o la de la poesía de Homero que ya nos han arrebatado?
El nuevo hombre responde a tres motivaciones: la instrumentalización del ser humano bajo
los hilos del Estado, la uniformidad y el fin del racismo y, por qué ocultarlo, la exterminación del
hombre blanco y todo rasgo propio para expiar los crímenes de sus ancestros, como si de un pecado