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de la Coca Cola. La gente del quinto piso se enteró de que les faltaba algo y se
quejó con el portero. Posteriormente la novedad del regalo fue reemplazada
por la del robo del quinto piso. En principio, con Gera descartamos una orden
de allanamiento generalizada. Alguien se había llevado las cajas y había
conmovido más el orden moral del edificio que una figura legal. Con la cocina
repleta de botellas nos dimos cuenta de que antes que del enemigo externo
había que cuidarse del que teníamos adentro. Por un lado, Anita no podía
encontrar semejante cantidad de azúcar. Efectivamente ahí había gaseosa
como para aflojarle las tuercas a un Renault 9. Y por otro, Lurdes, la niñera,
una chica bastante limitada, no podía ver el espectáculo que teníamos enfrente
porque, incluso sin voluntad, nos podía dejar expuestos en el primer diálogo
con cualquier desconocido. Por todo esto las cajas fueron a parar al ropero de
nuestra habitación. Durante días desayunamos, almorzamos y cenamos Coca
Cola. Las botellas vacías las fui sacando en una mochila y las descarté
progresivamente en un contenedor que había cerca de mi casa paterna, a unas
cuarenta cuadras del edificio. No había duda de que en las siguientes semanas
el portero iba a revisarnos la basura a todos, buscando algún indicio, algo que
dijera que esas cajas estaban efectivamente en algún lado, celosamente
guardadas.
Por nuestra parte esperamos que la cosa se diluyera con el tiempo. Si
bien los cruces ocasionales con los vecinos tenían cierta tensión implícita, los
días parecían seguir con normalidad. Gera se levantaba a las siete de la
mañana para ir a trabajar en una dependencia pública y yo a las nueve para
avanzar en mis obligaciones como reciente becario del Conicet. Al estar en el
centro muchas mañanas aprovechaba para salir a hacer trámites. Iba al banco
Nación, a Henry libros o a hacer la cola en un Pago Fácil. En los trayectos y
minutos muertos, mientras duró el tema de las cajas, pensé casi solamente en
eso. Me repetía como un axioma: “A quienes puedan pagar: regalarles”. En
este caso, regalarles las botellas a quienes pudieran pagarlas. Me parecía una
estrategia infinitamente sutil. Mi mentalidad de barrio periférico todavía tenía
mucho que aprender, de la psicología de los vecinos (en mayor parte reducidos
a la fórmula publicitaria de ABC1) y de los modos en que el capital intensivo se
vuelve sobre sí mismo, como una víbora cuando se muerde la cola para
reproducir la lógica de un círculo, evidentemente virtuoso, engrosándose cada
vez más y cada vez más. La estrategia económica de Coca Cola seguro se
encuadraba en movimientos financieros y volátiles más amplios, pero
específicamente las cajas no eran menos materiales que los containers
pesados del puerto. Cuando llegaba de hacer los trámites me sentaba en el
escritorio, me servía un vaso de Coca Cola e intentaba trabajar un poco para
despejar la cabeza. Pero estaba en la instancia de empezar a construir un
marco teórico y había arrancado con Adorno: “En nuestra época de
superproducción, el mismo valor de uso de los bienes es cuestionable y cede
ante el goce secundario del prestigio, del goce de estar al día, en definitiva del
goce de la mercancía: mera parodia del resplandor estético”. Con lo que el
marco teórico se desdibujaba en el análisis de los aspectos secundarios del
robo. Ciertamente no se trataba tanto del líquido marrón que tenía en el vaso,
repleto de burbujas saltando como si estuvieran vivas, sino de la línea blanca
zigzagueante sobre el fondo rojo de la etiqueta. A su vez, el análisis del poderío
de las fuerzas productivas (o lo que fuere) derivaba en los detalles de nuestro
accionar. Cada vez que levantaba la vista y miraba el logo de la gaseosa me

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