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Villa Gesell, 2021

Los consuelos de Consuelo

Me senté
en un claro del tiempo.
Era un remanso
de silencio

Federico García Lorca
(Claro de reloj)

La señorita Consuelo deshojaba con morosidad el alcaucil oscuro que las heladas del invierno
hacen más dulce.
En los últimos nueve años, ahora por los treinta, repetía el manyar todos los viernes a la noche,
ritual adivinador prócer, mientras miraba el sempiterno cielo de estrellas que abovedaba la
morada de la colina de piedra negra, un kilómetro adentro del camino, allí donde el río se acelera
en una cascada.
Cada hoja la mojaba en la mezcla de aceite, vinagre, sal, y el secreto toque de romero que
traía el aroma de la sierra. Una cucharita de plata raspaba la carnosidad del interior, la
depositaba formando un círculo en derredor del borde exterior de un plato blanco, en cuyo
centro coronaba el corazón del alcaucil, y el suyo esperanzado, razón de la ceremonia.
Los ojos humedecidos le traían el día que heredó de sus padres la casa grande, paredes
blancas, tejas ahora invadidas de un verdín oscuro, huellas de hojas, polvo y humedad, crecidas
junto al yermo acaecer que la avasalló.
Sobre la mesa esperaban las cartas de los solitarios que jugaba hasta que el cansancio de la
madrugada, le ganaba, y la ganaba, entonces desandaba el pasillo al dormitorio, y se acostaba
en la cama matrimonial, donde siempre durmió sola.
En la antigua biblioteca destacaban su presencia las artes adivinatorias, invitación a leerlas y
practicarlas, como solían hacer sus progenitores, y sus abuelos, esos que ella conoció en los
cuadros que adornaban las paredes, vigilando la tradición.

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