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Despertar
Rogelio E. Ruiz Ríos

Celestino despertó pasado el mediodía. Por el resquicio formado entre las gruesas
cortinas se filtraban los rayos solares para encontrarse con su rostro desvalido, ajado,
del que sobresalía una estela de baba. El halo de luz resaltaba la resequedad y palidez
de su piel deshidratada. Quiso abrir los párpados pero desistió al cabo de unos minutos
despojado de fuerza y ánimo para forzar la espesa capa de lagañas que sellaba sus
ojos. Las largas horas de sueño fueron insuficientes para aminorar la violencia de la
resaca que lo tenía en ese estado lastimoso, consecuencia predecible de sus
prolongadas travesías etílicas. El vértigo post festivo era un suplicio enmarcado en la
insoportable sensación depresiva que prosigue a los estadios de euforia y grata
compañía. Le confortó saber que había llegado íntegro a casa. Sintió resecas las
cavidades nasales y una fuerte presión en el estómago, en cuyo interior se gestaba una
revuelta, un eructo cimbró sus labios cenizos. El olor a cerveza inundaba su aliento y
se expandía por la habitación entera. Un líquido ocre fluyó desde sus intestinos. Las
paredes de su esfínter estallaron en una ensordecedora metralla. Un repentino
retortijón estremeció su cuerpo por completo. Trató de levantarse para alcanzar el
retrete pero las fuertes punzadas que taladraban su cerebro se lo impidieron.
Reconoció la sensación de esa espesa humedad anegada en su calzón y el súbito
cosquilleo que recorría su ano flatulento.
En cada despertar Celestino se veía a sí mismo abandonado sobre la rugosa
superficie plástica de su viejo colchón inflable, apenas levantado unos centímetros del
suelo, sonreía autocomplaciente tras cerciorarse de que estaba a salvo en su pequeña
habitación carente de mobiliario. En medio de su habitual pugna por abrir los ojos,
víctima de un farragoso letargo, escudriñaba fijamente el techo liso de la habitación.
Atravesaba su mente la idea de que si alguien estuviera observándolo a vuelo de
pájaro tendría la visión de un náufrago sin atisbo de horizonte, privado de la esperanza
de hallar una isla en la cual guarecerse y saciar la incesante sed posada en su
garganta desgarrada. Se apercibió solitario, acurrucado, en posesión fetal para
aprovechar al máximo el último recoveco de frescura que retenía su cama inflable que

él imaginaba una balsa de plástico. Ahí, postrado, a la deriva, lo alcanzó la noche.
Encontró un resquicio de ánimo para su acostumbrado ritual introspectivo: trató de
persuadirse de que esa soledad y abandono eran un privilegio. Abandonó la postura
fetal en al que había permanecido durante esas horas y extendió su cuerpo en diagonal
a lo largo del lecho.
La mañana siguiente iría a la oficina y de otra vez deambularía entre el tedio, el
hastío, desprovisto de toda convicción que no fuera esperar ansioso la llegada del
viernes, un ritual ejecutado con precisión desde su temprana juventud. Los fines de
semana se despojaba de la personalidad circunspecta a la que lo condenaba la
desazón cotidiana. A lo largo de la semana, prisionero de la abstinencia esperaba
angustiado el descanso que le permitía franquear la rutina, entregarse al frenesí
emancipador hasta el domingo, cuando de nuevo volvía a despertar.


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