Feminismo y marxismo, un matrimonio mal avenido.pdf


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PAPERS DE LA FUNDACIÓ/88

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Citado en Neil Smelser, Social change and the Industrial Revolution, Chicago, University of Chicago
Press, 1959, p. 301.
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Estos ejemplos están sacados de Heidi I. Hartmann, “Capitalism, patriarchy and job segregation by
sex”, Signs: Journal of Women in Culture and Society, vol. 1, 3, segunda parte, primavera de 1976, pp.
162-163.
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Así como las leyes fabriles fueron decretadas en beneficio de todos los capitalistas, a pesar de las
protestas de unos pocos, así también las leyes que protegían a las mujeres y a los niños pudieron ser
decretadas por el Estado con vistas a la reproducción de la clase obrera. Sólo una concepción del Estado
totalmente instrumentalista negaría que las leyes fabriles y la legislación proteccionista legitiman al Estado
que hace las concesiones y son una respuesta a las reivindicaciones de la propia clase obrera.
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Para un análisis más completo de la legislación laboral proteccionista para la mujer, véase el trabajo de
Ann C. Hill, “Protective labor legislation for women: its origin and effect”, multicopiado, New Haven
(Connecticut), Yale Law Scholl, 1970, partes del qual han sido publicadas en Barbara A. Babcock, Ann E.
Freedman, Eleanor H. Norton y Susan C. Ross, Sex discrimintion and the law: cases and remedies,
Boston, Little, Brown & Co., 1975, excelente texto legal. Véase también Hartmann, “Job segregation by
sex”, pp. 164-166.
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Una lectura de Alice Clark, The working life of women, e Ivy Pinchebeck, Women workers, sugiere que
la expulsión de la producción del hogar fue seguida de un proceso de ajuste social que creó la norma
social del salario familiar. Heidi Hartmann, en Capitalism and women’s work in the home, 1900-1930, tesis
inédita, Universidad de Yale, 1974, próxima publicación en Temple University Press, afirma, basándose
en datos cualitativos, que este proceso se produjo en los Estados Unidos a comienzos del siglo XX.
Habría que probar esta hipótesis cuantitativamente examinando los presupuestos familiares en diferentes
años y observando la tendencia de la proporción de los ingresos familiares aportados por el marido en los
diferentes grupos de renta. Sin embargo, no se puede disponer de datos comparables para este período.
La solución del “salario familiar” ha perdido probablemente fuerza en el período posterior a la segunda
guerra mundial. Carolyn Shaw Bell, en “Working women’s contributions to family income” (Eastern
Economic Journal, vol. 1, 3, julio de 1974, pp. 185-201), ofrece datos actuales y afirma que ahora no es
correcto suponer que el marido es el que más gana en la familia. Sin embargo, cualquiera que sea la
situación real hoy o a comienzos de siglo, nos atreveríamos a afirmar que la norma social era y es que el
hombre gane lo suficiente para mantener a su familia. Decir que ésta ha sido la norma no quiere decir que
haya sido universalmente seguida. En realidad, lo notable es que no lo haya sido. De aquí la observación
de que cuando no hay unos salarios suficientemente altos desaparecen los modelos familiares
“normativos”, como por ejemplo entre los emigrantes del siglo XIX y los americanos del Tercer Mundo
hoy. Oscar Handlin, Boston’s inmigrants, Nueva York, Atheneum, 1968, analiza el Boston de mediados del
siglo XIX, donde las mujeres irlandesas trabajaban en la industria textil; las mujeres constituían más de la
mitad del total de asalariados y a menudo mantenían a sus maridos en paro. El debate en torno a la
estructura familiar entre los negros americanos hoy sigue al rojo vivo; véase Carol B. Stack, All our kin.
Strategies for survival in a Black community, Nueva York, Harper and Row, 1974, especialmente capítulo
1. Nos atreveríamos también a afirmar (véase infra) que en la mayoría de las familias la norma depende
del lugar relativo que hombres y mujeres ocupan en el mercado de trabajo.
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Hartmann, Women’s work, afirma que el hecho de que la esposa no trabajara era considerado como
parte del nivel de vida masculino a comienzos del siglo XX (véase p. 136, nota 6), y Gerstein, “Domestic
work”, sugiere que la norma de que la esposa trabaje sirve para determinar el valor de la fuerza de trabajo
masculina (véase p.121).
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Nunca se insistirá demasiado en la importancia del hecho de que la mujer preste servicios al hombre en
el hogar. Como decía Pat Mainardi, en “The politics of housework”, “la medida de vuestra opresión en su
resistencia (la del hombre)” (en Robin Morgan, comp., Sisterbook is powerful, Nueva York, Vintage Books,
1970, p.451 (“La política de las tareas domésticas”, en Margaret Randall, comp., Las mujeres, México,
Siglo XXI, 1970). Su artículo, tal vez tan importante para nosotras como el de Firestone sobre el amor, es
un análisis de las relaciones de poder entre el hombre y la mujer tal como se dan en el trabajo doméstico.
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Libby Zimmerman ha explorado la relación entre la inclusión en el mercado de trabajo primario y
secundario y los patrones familiares en Nueva Inglaterra. Véase su Women in the economy: a case
study of Lynn, Massachussets, 1760-1974, tesis inédita, Heller School, Brandeis, 1977. Batya Weinbaum
está actualmente explorando la relación entre los papeles familiares y los puestos en el mercado de
trabajo. Véase su “Redefining the question of revolution”, Review of Radical Political Economics, volumen
9, 3, otoño de 1977, pp. 54, 78, y The curious courtship of women’s liberation and socialism, Boston,
South End Press, 1978. Otros estudios sobre la interacción del capitalismo y el patriarcado pueden
encontrarse en Zillah Eisenstein, comp., Capitalist patriarchy and the case for socialist feminist revolution,

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