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El siguiente texto es un fragmento del capítulo «Deshilvanar errores»
extraído del libro En busca de la memoria perfecta.
Hace poco, leyendo un libro de mnemotecnia relativamente reciente, publicado
en 2018, me sorprende el siguiente pasaje:
Existe un método para memorizar números llamado “sistema Major” gracias a la
labor realizada por Major Beniowski en
dar a conocer el método. El sistema original fue desarrollado en Francia en el siglo XVI ("Mnemonic Major System").

Si me llama la atención es por una simple
razón: todo cuanto afirma es falso. Desconozco cuales pueden ser las fuentes del
autor pero, desde luego, como suele decirse, ¡no da pie con bola!
Analicemos el tema.
El supuesto «sistema Major» o major system es el nombre que se inventó Tony
Buzan en los 80 del siglo pasado para referirse a lo que todos conocemos como
código fonético o código numérico. Con
ello pretendía distinguir dos formas de
representar los números, una mediante el
código fonético (major system, sistema
mayor o principal), otra mediante el sistema número/figura (sistema menor o
secundario).
Es decir, lo de «major» nada tiene que ver
con Beniowski, al que habitualmente se
cita como «major Beniowski» simplemente porque era un militar con grado de mayor o comandante (major en inglés). De
hecho, antes de la aparición de Tony Buzan no encontramos referencia alguna a
ningún major system. Y Beniowski, que es
una figura del siglo XIX, no destaca especialmente por usar el código fonético, que
si llegó a alcanzar cierta difusión fue por el
trabajo de otros autores (en esto Beniowski influyó poco).
Respecto al desarrollo del sistema original, se inicia en el siglo XVII (no XVI) y en

Alemania (no Francia) a partir del trabajo
que publica Winkelmann en 1648 titulado
Relatio Novissima ex Parnasso de arte
reminiscentiae.
En resumen, que eso del «sistema Major»
es como para cubrirse de gloria...
Sí es verdad, no obstante, que son varios
los autores actuales que cometen el error
de situar el origen del código fonético en
Francia, y suelen mencionarlo como «sistema Hérigone» o herigoniano (Albaigès
incluso abrevia dejando solo la inicial,
«sistema H»). Esto se debe a que, en efecto, un matemático francés llamado Pierre
Hérigone (que pudiera ser un pseudónimo
de Clément Cyriaque de Mangin) en su
obra Cursus mathematicus de 1634 incluye un capítulo titulado «De arithmetica
memoriali» donde expone algo muy similar al sistema de palabras numéricas y su
código fonético.
Hérigone pensaba que los números, especialmente los más largos, eran difíciles de
pronunciar —por tanto, también de memorizar— y buscaba una forma más sencilla de referirse a ellos. Se le ocurrió atribuir a cada número entre el 0 y el 9 una
consonante y una vocal. Como vocales
solo hay cinco (valores del 1 al 5), aquellas
que fuesen acompañadas por la letra R
valdrían cinco más (valores del 6 al 0).
1=pa
2=be
3=ci
4=do
5=tu
6 = f ar ra
7 = g er re
8 = l ir ir
9 = m or ro
0 = n ur ru

Así —sigo sus propios ejemplos—, el
número 1632, en lugar de decir «mil seiscientos treinta y dos» se podría traducir
como parce, prace o afice, expresiones
mucho más cortas; el número pi (3,14159)
se resumía en el término cadator, 7854
era gluo y el 5236 tecar. Estas palabras
carecían de cualquier significado y no se
propone en el texto ninguna técnica para
memorizarlas: simplemente constituían
breves términos que, según Hérigone,
resultarían más fáciles de recordar que el
propio número en sí.
Esta idea no tuvo mucha repercusión,
quizás eclipsada por la propuesta de Winkelmann, mucho más eficiente desde el
punto de vista mnemotécnico, o quizás
sencillamente porque pasó desapercibida:
Hérigone expone la idea, no en un libro de
mnemotecnia, sino en un pequeño capítulo de seis páginas dentro de un extenso
tratado de matemáticas de varios volúmenes. Y los matemáticos que lean a
Hérigon verán en esto tan solo una excentricidad. Gaspar Schott, en su —también—
Cursus mathematicus, dirá al respecto:
«ingeniosa quidem est, sed nec necessaria
est, nec utilis, nec jucunda» (aunque ingeniosa, no es necesaria, ni útil, ni agradable).
La influencia de Hérigone en la mnemotecnia será, pues, nula. De hecho, nadie
supo de esta propuesta hasta el siglo XIX
cuando el italiano Benedetto Plebani, un
estudioso de la mnemotecnia, casualmente descubre este capítulo revisando un
libro de matemáticas: «Nel 1867, mentre
scorrevo per certe mie ricerche matematiche i tre grossi tomi Cursus Mathematici
Petri Herigoni, Parisiis 1634, m’imbattei
casualmente nel capitolo intitolato:
arithmetica memorialis...».
Por tanto, incluso quienes hoy hablan de
un «sistema Hérigone», en realidad no
están usando el modelo del francés, sino
el propuesto por Winkelmann.

Pero Winkelmann, a su vez, también tuvo
que ser descubierto.
Por aquellos tiempos era relativamente
común —aún lo es⁠— que los autores de
mnemotecnia, ironías de la vida, «olvidasen» citar sus fuentes, dejando la puerta
abierta a que el desprevenido lector cayera en el error de atribuirles el descubrimiento de lo que estaba leyendo (algunos
han habido que, sin ningún reparo, se han
apropiado la autoría de ideas ajenas, dando lugar a más de un pleito).
En la época de Plebani era habitual señalar la idea del código fonético al británico
Richard Grey, que fue el primer autor de
éxito en utilizar este recurso ampliamente. También, durante mucho tiempo, no
fueron pocos los que otorgaron la paternidad al famoso filósofo y matemático
alemán Gottfried Leibniz.
En efecto, Leibniz estaba bastante al tanto
de la mnemotecnia de su tiempo y en
algún escrito le vemos utilizar la técnica
de las palabras numéricas con un código
fonético muy similar al que Winkelmann
había publicado apenas unas décadas antes (estos apuntes no se han llegado a
editar; según cuenta el historiador Paolo
Rossi, se encuentran reunidos bajo el título Mnemonica sive praecepta varia de
memoria excolenda en un manuscrito catalogado como Phil. VI. 19).
Pero es otro sitio donde hemos de centrar
la atención. En una nota que lleva por
título Lingua generalis (véase el libro de
Louis Couturat Opuscules et fragments
inédits de Leibniz de 1903, pág. 277) vemos al filósofo fantasear con la creación
de una lengua universal; en un momento
dado se plantea el problema de cómo
habría que nombrar las cifras en este nuevo idioma.
Su propuesta, en un ejercicio que recuerda mucho al de Hérigone, ofrece la siguiente solución: las nueve primeras consonantes del abecedario latino (b, c, d, f,

g, h, l, m, n) equivaldrán a los números del
1 al 9, mientras las vocales indicarán el
orden decimal (a = unidades, e = decenas,
i = centenas, etc.; para cifras más allá de
cinco dígitos se usarán diptongos). De este
modo, —sigo el ejemplo de Leibniz— el
número 81374 se podría traducir como
bodifalemu o mubodilefa (o cualquier otra
combinación de sílabas).
¿Útil?, ¿práctico? Mejor dejemos estas
cuestiones para los lingüistas y sigamos
indagando un poco más.
Se conoce un libro con el título Tabularum
mnemonicarum de un tal Johannes Buno
que, publicado un año antes que el de
Winkelmann, describe algunos hechos
históricos; junto a ellos, anotada en el
margen, aparece una palabra numérica
equivalente al año de dicho suceso. Se
utiliza exactamente el mismo sistema, el
mismo código fonético que Winkelmann
describirá por primera vez en su libro un
año después. Sospechoso esto, ¿verdad?
Si Buno conocía el sistema antes de que
Winkelmann lo explicara, significa que
ambos tuvieron que aprenderlo de algún
autor previo.
Parece ser que Winkelmann y Buno eran
compañeros de escuela en Marburg y
cuando el segundo se traslada a estudiar a
la universidad de Sorø, en Dinamarca,
invitará a su amigo a pasar una temporada
con él. Se especula si fue allí donde descubrieron un código fonético y el sistema
de las palabras numéricas de la mano de
un profesor de retórica de aquella universidad, Niels Aagaard, que también ejercía
de bibliotecario. Buno nos da una pista en
su libro Historische Bilder de 1672, donde
afirma que este sistema mnemotécnico lo
encontró en un viejo manuscrito de la
biblioteca, pero no aporta más datos. Es
muy probable se refiera a un manuscrito
de la biblioteca de la universidad de Sorø,
pero esto nos conduce a un callejón sin
salida. Al clausurarse la universidad en
1665 se desmanteló su biblioteca: algunos

libros fueron vendidos, otros se llevaron a
la biblioteca de la universidad de Copenhague que ardería hasta los cimientos en
un gran incendio el año 1728, convirtiendo los libros en ceniza y en humo nuestra
esperanza de descubrir allí algo más.
En todo caso, sea cual sea el origen de la
idea, algunos expertos han apuntado como eso del código fonético y su sistema
de palabras numéricas es cualquier cosa
menos revolucionario, pues hay un antiguo y conocido precedente: la lengua
hebrea.
En efecto, este idioma no tiene ningún
signo especial para los números, pues se
representan con letras. Es decir, para referirse al 1 se escribe la letra ‫( א‬alef), para el
2 la ‫( ב‬bet), etc. Por tanto, ciertas palabras, además de su significado habitual,
pueden también señalar una cifra.
Y al igual otras lenguas antiguas, el hebreo
—el hebreo antiguo— posee un alfabeto
consonántico, lo que significa que las vocales no se escriben, las ha de interpretar
el lector (es como si nosotros, para referirnos a un árbol, escribiéramos RBL; solo
tienen valor las consonantes, las vocales
se omiten).
Esto ha dado pie a diversos malentendidos, algunos realmente curiosos. Bradwardine proponía los cuernos de Moisés
como símbolo del dos, pero, ¿por qué se
representa a Moisés con cuernos (véase el
famoso Moisés de Miguel Angel, por
ejemplo)? Cuando a finales del siglo IV el
exegeta san Jerónimo se embarca en la
redacción de una biblia en latín, a partir
de los textos disponibles en griego y
hebreo, hay un punto —Éxodo 34, 35— en
que se encuentra con el término KRN, que
interpreta como «karan» (cuerno) cuando
en realidad debía ser «keren» (radiante,
luminoso). El resultado es que en vez de
mostrar a un Moisés de rostro resplandeciente (keren) describe un rostro con
cuernos (karan). De ahí que, fieles a la

biblia latina de san Jerónimo, artistas posteriores presenten a Moisés con tan indignas protuberancias.
En definitiva, para alguien familiarizado
con lenguas antiguas y conocedor de las
particularidades del hebreo, resultaría
muy fácil dar el paso de asignar a cada
consonante de nuestro alfabeto un número (el código fonético) e interpretar cada
palabra como un valor numérico (las palabras numéricas). En realidad, pues, nada
había que inventar, tan solo aprovechar
como recurso mnemotécnico algo conocido desde tiempos inmemoriales.
Para saber más:
En busca de la memoria perfecta


origencf.pdf - página 1/4



origencf.pdf - página 2/4



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