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a poesía, qué difícil dilema. Ha pasado de ser la forma de
escribir imprescindible a considerarse como algo residual, al
alcance de unos pocos mal llamados iluminados que devoran
versos como una forma más de lectura.
Los últimos tiempos, quién sabe si por la crisis que no cesa como
el rayo de Miguel Hernández o porque todo el mundo hemos soñado
alguna vez con escribir, ya sea bien, mal o regular, han deparado
un aluvión de personas que redactan sus líneas en un papel. Bien es
cierto que siempre (o casi siempre) lo hacen con toda el alma, aunque
no lo es menos que más veces de las adecuadas son líneas de poca
claridad literaria.
La poesía, además, como tantas artes en los tiempos modernos, se
ha simplificado. Si para pintar dicen no hace falta ser un retratista
o paisajista que reproduzca como en una fotografía, más o menos
idealizada, lo que tiene delante, para escribir no hace falta dominar
las reglas de la gramática, porque alguien habrá detrás que arregle
los entuertos, y para hacer poesía ni tan siquiera rimar, que eso es
cosa del pasado, odas antiguas, como se me dijo en una presentación
a mí por mis sufridos versos, que a falta de ser buenos sí guardan las
normas de la métrica.
Por este motivo, ahora todo el mundo escribe poesía aunque nadie
la compra. Las redes sociales han aumentado el número de vates que
muestran sus versos redactados con mayor o menor fortuna, pero a
los que nadie va a criticar en sentido negativo porque aún existe entre
nosotros los restos de lo que se llama cortesía.
El motivo principal de todas estas odas es el amor. Amor juvenil
plasmado en las palabras enunciadas por personas adultas, amor de