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El Hombre Muerto
Autor: Leopoldo Lugones
La pequeña aldea donde nos detuvimos después de hacer un trabajo en el campo tenía un loco singular que se creía muerto.
Había llegado allí varios meses antes, no quería decir de dónde era y pedía desesperadamente que lo considerasen difunto.
Se presentó ante nosotros tan pronto como llegamos, para implorarnos con resignación la imposible creencia. Así lo hacía
habitualmente con algunos viajeros que de vez en cuando pasaban por el lugar.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero mi compañero no
desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste enseguida se dio cuenta de lo que mi amigo se proponía, y abrevió
preámbulos.
-Pero yo no soy loco -dijo con una notable calma, que no ocultaba su doloroso pesimismo-. Yo no soy loco, y estoy muerto,
efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
-Antes tenía una vida tranquila. Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá...
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
-Padecía frecuentemente de desmayos, tan semejantes a la muerte que, después de alarmar hasta el espanto varias veces,
terminaron por convencer a todos de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía un
parásito que no era muy conocido en aquel entonces.
"Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura...
"La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para
que esto sea humanamente efectivo, necesito que una persona lo crea. Una sola.
"Al poco tiempo volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay
lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible."
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y
ante mi no ser!
En la aldea ya sabían aquella historia de memoria. Sus intentos de obligar a todos a creer en su muerte pasaron a ser vulgares. Solía
dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra. Y todavía nadie le creía.
Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un
desenlace inesperado.
Dos viajeros arribaron la noche del tercer día.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
Mientras el loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales, llegaron estos viajantes.
No mediaban dos metros entre el simulador y la puerta donde se detuvieron amedrentados por aquel espectáculo. Una manta lo
cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
-¡Un muerto! –balbucearon a la vez. Habían creído en la realidad.
Oyeron un soplido corto y fuerte. En ese momento, la manta se aplastó como si nada hubiera debajo; al mismo tiempo, las partes
visibles -cabeza y pies- se convirtieron en esqueleto.
El grito que lanzaron nos puso inmediatamente ante el colchón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo vestigio de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos
con apenas un poco de piel reseca.
adaptado de Revista Caras y Caretas. Buenos Aires (22 de junio de 1907).
Se puede leer la versión original en http://www.lamaquinadeltiempo.com/prosas/lugones01.htm


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