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Magnífico es El cuadrado de Brunswick. Por su complejidad compositiva, el ardor
guerrero que transmite, apuntando el drama que poco a poco se resuelve delante nuestra, y la
serenidad que extrañamente proporciona ese momento álgido de la batalla. Si prestamos
atención, un chico se tapa con una mano su cara en medio de la formación, otro yace caído
delante de sus compañeros, asomando tan solo el sombrero y la mitad de su cuerpo. Justo
encima de él otro soldado, que apoya su mano sobre éste, grita al cielo doliéndose por la
muerte de su compañero; de rodillas, como el resto de la tropa, manteniendo su fusil erguido
a pesar de la rabia y la pena. Los que están de pie disparan en esos momentos sus armas a
derecha e izquierda, escupiendo fuego en todas direcciones. La formación viste de negro como
la muerte que viene a llevárselos en seguida.
Aún puede recrearse la vista con un cuadro de esta serie más alucinante que El
cuadrado de Brunswick. Se trata de Capitán Chasseur à Cheval. La escena es la misma, pero
desde otra perspectiva. Ahora nuestro pintor sitúa al espectador detrás de un capitán francés
que se lanza contra el cuadrado de Brunswick sobre un poderoso caballo marrón mientras se
gira hacia atrás y nos hiela la sangre con su mirada, manteniendo enhiesta y fuera de la vaina
su preciosa y mortífera espada. En los ojos del oficial se refleja la determinación de un soldado
de Napoleón, consciente de formar parte de los ejércitos de un semi-dios. No pueden ser
derrotados. Han sometido Francia, y media Europa está rendida a sus pies. Esa batalla
decidirá para siempre quién manda en el viejo continente. Y en consecuencia se abalanza
sobre la formación de soldados vestidos de negro que tiene delante, dispuestos los fusiles
para agujerear su maravillosa casaca verde, mientras atraviesa un campo de hierba lleno de
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