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Los consuelos de Consuelo
Me senté
en un claro del tiempo.
Era un remanso
de silencio
Federico García Lorca
(Claro de reloj
La señorita Consuelo deshojaba con morosidad el alcaucil oscuro que las
heladas del invierno hacen más dulce.
En los últimos nueve años, ahora por los treinta, repetía el manyar todos los
viernes a la noche, ritual adivinador prócer, mientras miraba el sempiterno
cielo de estrellas que abovedaba la morada de la colina de piedra negra, un
kilómetro adentro del camino, allí donde el río se acelera en una cascada.
Cada hoja la mojaba en la mezcla de aceite, vinagre, sal, y el secreto toque
de romero que traía el aroma de la sierra. Una cucharita de plata raspaba
la carnosidad del interior, la depositaba formando un círculo en derredor
del borde exterior de un plato blanco, en cuyo centro coronaba el corazón
del alcaucil, y el suyo esperanzado, razón de la ceremonia.
Los ojos humedecidos le traían el día que heredó de sus padres la casa
grande, paredes blancas, tejas ahora invadidas de un verdín oscuro, huellas
de hojas, polvo y humedad, crecidas junto al yermo acaecer que la avasalló.
Sobre la mesa esperaban las cartas de los solitarios que jugaba hasta que el
cansancio de la madrugada, le ganaba, y la ganaba, entonces desandaba el
pasillo al dormitorio, y se acostaba en la cama matrimonial, donde siempre
durmió sola.
En la antigua biblioteca destacaban su presencia las artes adivinatorias,
invitación a leerlas y practicarlas, como solían hacer sus progenitores, y sus
abuelos, esos que ella conoció en los cuadros que adornaban las paredes,
vigilando la tradición. Hechiceros herederos de la sabiduría de los druidas.
Los libros eran fantasmas que merodeaban al atardecer de todos los días, y
se colaban en las noches, pidiendo ser ejercitados, viajando en elipses, al
igual que los planetas de nuestro sol, sin contaminarse , necesitados de
perpetuarse, como especie, desafiando a los ambientalistas que solo tenían
ojos para la naturaleza, del valle, la montaña, el río.
Los antiguos amigos de la familia la visitaban los sábados a la tarde, con los
años se desgranaron de la vida; sus hijos, en las tenidas, se aburrieron del
I-Chin y las runas, que terminaban en un té con postres de crema y los
frutos rojos que volvían del cultivo casero.
Escasos fueron los pasos que anduvieron el camino de tierra en los últimos
meses, a las pocas huellas se las llevó el viento de la indiferencia, echándolas
de la morada de la colina de piedra cada vez más negra.
Avanzó el tedio, maleza invasora, audacia del crataegus, colonizador de la
biblioteca, tempestividad claveteando espinas de fuego en su cruz sangrante
de dudas.
Las rutas elípticas se aplanaron, cartas, dados, cristales, borra del café, se
confundieron sobre la carpeta blanca de la mesa redonda, el marasmo
avanzó, desnudó sus ínclitas creencias, y la arrojó fuera de la biblioteca.
Ahora Consuelo miraba la primavera en las flores del otro lado del río,
sentada en un banco de madera, a orilla de la cascada, el agua se llevaba su
acontecido, la espuma le traía esperanzas de la hidromancia, novel lenguaje
detrás del lenguaje, y le rumoreaba amores, llegadas, rupturas de la soledad.
Se irguió ceremonial, sacó de un bolsillo de su túnica blanca la llave labrada
de la puerta de la biblioteca hace un rato cerrada, reparó en ella retazos de
su vida, en un movimiento lento la tiró al río, los labios fundaron una sonrisa,
giró, y volvió por el camino nuevo.
☼☼☼
Alberto Naso
Villa Gesell, Argentina
palabrasordenadas@protonmail.com


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