El colorero desapareció en un negro spiritual
El colorero, de pelo canoso, resistía el embate ancestral, íntimo,
humano obsecuente, de mirarnos al espejo.
De mirarse estaba temeroso de constatar, otra vez y van unas
cuantas, ese retorno descomedido a la tensión y sequedad, que
tornaba la piel del rostro en análogo de la caparazón de la
tortuga que hace décadas vivía en el jardín
Dudaba, visto el resultado, del origen.
Las suposiciones erráticas disolvían la unicidad de la respuesta
aliviadora; y la fórmula del ungüento reparador, que por su
experiencia química sabría preparar, trémula jugaba a las escondidas
detrás del plumón de bruma que venía del mar.
El colorímetro de sus sueños desplazaba la negritud nocturna
volviéndola un largo canal sacudido de tormentas, donde naufraga el
reposo necesario.
Desde el amanecer, la luz destacaba la invasión brutal de tintes
escurriéndose de los frascos de vidrio donde vivían encorsetados, y
como mucrones de la araucaria araucana venían disparados del taller
anexo a la casa, superando los anteojos oscuros que solícito compró
en la óptica de la villa.
La luz que dio vida a los colores que durante años fabricó, trocaba el
aquí de su retiro en un acompasado envenenamiento, repetido viaje
de ida en el tiempo espacio de la carne al soplo existencial
Un alarido de socorro lo convirtió en antagonista de toda iluminación,
y arrimó a su antiguo amigo radiólogo retirado, y esas negras placas
descartadas, sustituidas por la digitalización de imágenes.
Martillo y clavos y la victoria tardía, inútil, de enlutar ventanas.
Adentro, escondido, dobla un negro spiritual melancólico, huyendo
hasta que se apaga.
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