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9 Cuentos cortos | Alberto Naso

El sol es el mismo pero en cada ventana, la luz, al pasar por las distintas densidades de las
ramas de los árboles, difumina disímil sobre las hojas de los libros que leen, y le da clima
propio a cada historia, como si de antemano intentara quebrar la monotonía, que se resiste, y
se cobija bajo la majestad del conjunto.
En la prolífica catequesis de mutis hay un quiebre, el ruido de las páginas que se van pasando
al ritmo sincopado de la lectura.
Cuando aparecen los muertos, infaltables en una novela policial, no alteran la paz exterior de
los lectores curtidos en el género. La otra, la paz interior, vibra, y el palpitar aumenta ante la
muerte de un sujeto, y una cierta angustia progresa alimentada con algunos de los latidos de
los difuntos, que se abroquelan entre todos los lectores, para que nada se pierda.
El sitio, el espacio de los sucesos, la mujer y el hombre lo van dibujando en la hoja puesta en
el atril, cada cual en el suyo; los dedos acuestan las carbonillas buscando marcar los planos
con manchas, evitando los contornos nítidos, porque nada está definido hasta ahora en las
novelas.
Si alguien mirara por la ventana la actitud de dibujar, por cierto advenediza, despertaría una
indubitable sospecha.
¿Son lectores que ilustran sus lecturas para comprender mejor el relato, o son dibujantes
trabajando en la ilustración de una nueva edición?
Más nadie mira por las ventanas.
Y el misterio se instala sin hesitación, natural, con esa naturalidad que le da ser el laxo
desprendimiento de dos novelas policiales. Una transmigración heterodoxa.
Con el transcurrir de la lectura, es más preciso decir de las lecturas, la ambigüedad va cesando
en el ámbito de los sucesos novelados, los bártulos cobran su formato, quizás el definitivo, y la
vaguedad se traslada a las personas, en un viaje de sospechas que va de los objetos a los
sujetos de las narraciones.
Las sospechas se confabulan y emprenden camino a finales distintos, que por discordantes no
son menos probables, y el investigador que hay en las novelas los escruta pero con un talante
que sugiere y esconde, en ese juego de la necesidad de sorprender, cercano el final, al lector.
Es entonces cuando el leedor consuetudinario, avezado, despierta sus propios senderos; con
la ocultación necesaria al investigador, como si éste se pudiera poner al tanto de nuevas
evidencias.
En ese instante los encontró la tarde que ya huye a la mujer y al hombre que leen.
Dejan los libros, se levantan, caminan enfundados en pantuflas de lana, con la pulcritud de los
movimientos aprehendidos de antaño, sin que sobresalgan ruidos por fuera de los roces
inevitables, ensordinados, y disponen en la mesa un té cena frugal. De raíz casera, dulce de
ciruelas, pan y ricotta.
Retornan a los libros cuando advierten que la luz escasea, el sol se deja caer por detrás de los
pinos, y si antes hubo mutismo ahora se impone. Por eso mismo los atardeceres en la
cuarentena inundan de ausencia a los hombres y los animales.
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