Lestat El Vampiro Anne Rice .pdf
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Título: Lestat El Vampiro
Autor: Anne Rice
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LESTAT EL VAMPIRO
CRONICAS VAMPÃRICAS 2
Anne Rice
(1985)
TÃtulo Original: The Vampire Lestat
Traducción: (1990) Hernán Sabaté
Edición Electrónica: (2002) Pincho
PDF: (2002) Vaktoth
Este libro está dedicado con cariño
a Stan Rice, Karen O'Brien
y Allen Daviau.
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Sábado noche en la ciudad
1984
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oy el vampiro Lestat. Soy inmortal. Más o menos. La luz del sol, el calor prolongado de un
fuego intenso... tales cosas podrÃan acabar conmigo. Pero también podrÃan no hacerlo.
Mido un metro ochenta, una estatura que resultaba bastante impresionante hacia 1780,
cuando yo era un joven mortal. Ahora no está mal. Tengo el cabello rubio y tupido, largo hasta casi los
hombros y bastante rizado, que parece blanco bajo una luz fluorescente. Mis ojos son grises pero
absorben con facilidad los tonos azules o violáceos de la piel que los rodea. También tengo una nariz fina
y bastante corta, y una boca bien formada, aunque resulta demasiado grande para el resto del rostro.
Una boca que puede parecer muy mezquina, o extremadamente generosa, pero siempre sensual. Mis
emociones y estados de ánimo se reflejan siempre en mi expresión. Mi rostro está continuamente
animado.
Mi condición de vampiro se pone de relieve en la piel, extremadamente blanca y que refleja
excesivamente la luz: ello me obliga a maquillarme para aparecer ante cualquier tipo de cámara.
Cuando estoy sediento de sangre, mi aspecto produce verdadero horror: la piel contraÃda, las venas
como sogas sobre los contornos de mis huesos... Pero ya no permito que tal cosa suceda, y el único
indicio firme de que no soy humano son las uñas de mis dedos. A todos los vampiros nos sucede lo
mismo: nuestras uñas parecen de cristal. Y hay gente que se fija sólo en eso aunque no advierta nada
más.
Ahora soy lo que en Norteamérica llaman una superestrella del rock. He vendido cuatro millones de
copias de mi primer álbum y voy camino de San Francisco para dar el primer concierto de una gira
nacional que me llevará de costa a costa con mi grupo. MTV, el canal por cable de música rock, lleva dos
semanas pasando mis video-clips dÃa y noche. También los pasan en el «Top of the Pops» inglés y en el
continente, asà como en algunas partes de Asia además de en el Japón. Las cintas que recogen la serie
completa de video-clips se están vendiendo por todo el mundo.
También soy autor de una autobiografÃa que se publicó la semana pasada.
Respecto a mi inglés, idioma que utilizo en la autobiografÃa, lo empecé a aprender de boca de los
marineros que conducÃan las barcazas por el Mississippi hasta Nueva Orleans, doscientos años atrás.
Después, aumenté mis conocimientos con las obras de los escritores anglosajones, desde Shakespeare
a Mark Twain y Rider Haggard, a quienes leà con el transcurso de las décadas. El último aporte lo recibÃ
de los relatos policÃacos de la revista Black Mask, a principios del siglo XX.
Eso fue en Nueva Orleans, en 1929.
Cuando escribo, tiendo a emplear un vocabulario que me habrÃa resultado natural en el siglo XVIII, a
utilizar frases en el estilo de los autores que he leÃdo. Cuando hablo, en cambio, a pesar de mi acento
francés, parezco una mezcla entre marinero fluvial y el detective Sam Spade. Por lo tanto, espero que no
me lo tengáis en cuenta si a veces mi estilo resulta contradictorio. Si, de vez en cuando, hago añicos la
atmósfera de alguna escena dieciochesca.
Desperté en el siglo XX el año pasado.
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Dos cosas fueron las que me hicieron volver a la actividad.
En primer lugar, la información que me estaba llegando a través de las voces amplificadas que habÃan
empezado a llenar el aire con sus cacofonÃas por la misma época en que me habÃa retirado a dormir.
Me refiero, por supuesto, a las voces de las radios y de los fonógrafos y, más adelante, de los
aparatos de televisión. OÃa las radios de los coches que pasaban por las calles del viejo Garden District,
cerca de donde yo yacÃa, y me llegaba el sonido de los fonógrafos y televisores de las casas que
rodeaban mi morada.
Veréis: cuando un vampiro deja de beber sangre y se limita a reposar en la tierra —es decir, en
nuestra jerga, cuando «se entierra»—, pronto queda demasiado débil para resucitarse a sà mismo, y entra
en un estado de sopor.
En ese estado, fui absorbiendo las voces lentamente, envueltas en mis propias imágenes mentales,
como les sucede a los mortales cuando sueñan. Sin embargo, en algún momento de los últimos
cincuenta y cinco años empecé a «recordar» lo que estaba oyendo, a seguir los programas de
esparcimiento, a escuchar los boletines de noticias, las letras y los ritmos de las canciones populares.
Y, muy lentamente, empecé a entender el calibre de los cambios que habÃa experimentado el mundo.
Comencé a prestar atención a ciertos tipos concretos de información sobre guerras o nuevos intentos, a
ciertos nuevos modos de hablar.
A continuación, fui despertándome a un estado de vigilia. Me di cuenta de que ya no estaba soñando.
Estaba pensando en lo que oÃa. Estaba perfectamente despierto. Me hallaba sepultado bajo tierra y me
sentÃa sediento de sangre viva. Medité sobre que tal vez estaban ya curadas todas las viejas heridas que
yo habÃa recibido. Quizá me habÃan vuelto las fuerzas. Quizás incluso habÃan aumentado, como sin duda
habrÃa sucedido, con el paso del tiempo, de no haber sido herido. Deseé averiguarlo.
Comencé a obsesionarme con la idea de beber sangre humana.
La segunda cosa que me hizo volver a la actividad —el motivo decisivo, en realidad— fue la repentina
presencia, cerca de mi lugar de reposo, de un grupo de jóvenes cantantes de rock que se hacÃan llamar
La Noche Libre de Satán.
Los jóvenes se instalaron en una casa de Sixth Street —a menos de una manzana de donde yo
dormitaba bajo mi casa de Prytania, cerca del cementerio Lafayette— y empezaron a ensayar sus piezas
de rock en el desván en algún momento de 1984.
Yo escuchaba el fragor de sus guitarras eléctricas, el frenesà de sus voces. Eran canciones tan
buenas como las que oÃa por las emisoras de radio o los equipos estéreos, y más melodiosas que la
mayorÃa. Pese a la contundencia de la baterÃa, su música tenÃa algo de romántica. El piano eléctrico
sonaba como un clavicordio.
Capté imágenes de los pensamientos de los músicos y asà supe qué aspecto tenÃan, qué veÃan
cuando se miraban entre ellos o ante un espejo. Eran unos jóvenes mortales esbeltos, nervudos y, en
conjunto, encantadores; dos chicos y una chica, seductoramente andróginos y hasta un poco salvajes en
sus movimientos y en su indumentaria.
Cuando se ponÃan a tocar, su música sofocaba todas las demás voces amplificadas a mi alrededor.
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Sin embargo, eso, para mÃ, no resultaba ningún problema.
Tuve ganas de levantarme y de unirme a aquel grupo de rock llamado La Noche Libre de Satán. SentÃ
deseos de cantar y de bailar.
Pero no puedo decir que, en un primer momento, esos deseos tuvieran mucho de pensamiento
elaborado. Me guiaba, más bien, un impulso irrefrenable, lo bastante poderoso como para hacerme salir
de las entrañas de la tierra.
Me sentÃa fascinado por el mundo de la música rock, por cómo sus cantantes podÃan gritar sobre el
bien y el mal, proclamarse ángeles o demonios, entre las ovaciones y el entusiasmo de los mortales. A
veces, parecÃan la personificación de la locura. Y, sin embargo, la complejidad de sus actuaciones
resultaba tecnológicamente deslumbrante. Era un espectáculo bárbaro y cerebral como no creo que el
mundo haya visto nunca en el pasado.
Por supuesto, todo aquel delirio era metafórico. Ninguno de aquellos cantantes creÃa en ángeles o
demonios, por muy bien que interpretaran sus papeles. Y también los actores de la antigua Commedia
italiana habÃan parecido igual de osados, de inventivos, de escandalosos.
Sin embargo, habÃa en ellos algo totalmente nuevo: los extremos a que llevaban la actuación, la
brutalidad y el desafÃo que expresaban..., y el modo en que eran aceptados por el mundo, desde el más
rico al más pobre.
También habÃa algo de vampirismo en la música rock. DebÃa sonarle sobrenatural incluso a quienes
no creÃan en lo sobrenatural. Me refiero a cómo la electricidad podÃa sostener indefinidamente una nota, a
cómo se podÃa superponer una armonÃa tras otra hasta que uno se sentÃa disolver en el sonido. ¡Qué
profunda sensación de temor reverencial despertaba aquella música! El mundo no la habÃa
experimentado nunca de la misma forma hasta entonces.
SÃ, quise acercarme más a ella. Quise hacerla. Tal vez llevar a la fama a aquel grupito desconocido.
La Noche Libre de Satán. Estaba dispuesto a volver a la vida.
Me llevó alrededor de una semana hacerlo. Me alimenté con la sangre fresca de los animalillos que
viven bajo tierra, cuando podÃa capturarlos. Después, empecé a excavar con las manos hacia la
superficie, donde pude recurrir a las ratas. Después, no me costó mucho cazar algunos felinos, hasta
llegar, finalmente, a la inevitable primera vÃctima humana, aunque tuve que esperar mucho para encontrar
el tipo concreto de individuo que buscaba: un hombre que hubiera matado a otros mortales y no sintiera
remordimientos de ello.
Por fin, caminando muy pegado a la verja, se acercó alguien asÃ, un joven de barba entrecana que
habÃa matado a otro en cierto lugar muy lejano, al otro lado del mundo. Un auténtico homicida, sin la
menor duda. ¡Y, ah, ese primer sabor a lucha humana y a sangre humana!
Robar ropas de las casas próximas y recuperar parte del oro y las joyas que habÃa escondido en el
cementerio Lafayette no me representó ningún problema.
Naturalmente, de vez en cuando tenÃa un sobresalto. El hedor de gasolina y a productos quÃmicos me
ponÃa enfermo. El zumbido de los aparatos de aire acondicionado y el ruido de los aviones al pasar sobre
mi cabeza me producÃan dolor de oÃdos.
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Con todo, a la tercera noche de haber reaparecido, ya circulaba rugiendo por Nueva Orleans en una
gran motocicleta Harley-Davidson de color negro, haciendo un ruido ensordecedor. Buscaba más
homicidas de los que alimentarme. Llevaba unas espléndidas ropas de cuero negro que habÃa quitado a
mis vÃctimas y, en el bolsillo, un pequeño walkman Sony estéreo cuyos minúsculos auriculares hacÃan
sonar dentro de mi cabeza el Arte de la Fuga, de Bach, mientras daba gas por las avenidas.
VolvÃa a ser el vampiro Lestat. Estaba de nuevo en acción. Nueva Orleans volvÃa a ser mi territorio de
caza.
En cuanto a mis fuerzas, se habÃan triplicado respecto a lo que eran antes. De un salto, podÃa
alcanzar el tejado de una casa de cuatro pisos desde la calle. PodÃa arrancar rejas de las ventanas y
doblar por la mitad una moneda. Si querÃa, podÃa escuchar las voces y los pensamientos humanos a
manzanas de distancia.
Al final de la primera semana, contraté en un rascacielos de acero y cristal del centro de la ciudad a
una bella abogada que me ayudó a conseguir un certificado legal de nacimiento, una cartilla de la
Seguridad Social y un permiso de conducir. Buena parte de mis viejas riquezas estaban ya camino de
Nueva Orleans desde unas cuentas numeradas del inmortal Banco de Inglaterra y de la Banca
Rothschild.
Pero lo más importante de todo era que yo me encontraba muy concentrado en hacer
comprobaciones. Y constaté que cuanto me habÃan contado las voces amplificadas acerca del siglo XX
era verdad.
He aquà lo que descubrà mientras deambulaba por las calles de Nueva Orleans en 1984:
El sombrÃo y aterrador mundo industrial, del que hacÃa tanto tiempo me habÃa retirado a mi largo
sueño, se habÃa consumido por fin, y la vieja conformidad y pacata pudibundez burguesa habÃan perdido
su dominio de la mentalidad norteamericana.
La gente volvÃa a ser atrevida y erótica como en los viejos tiempos, antes de las grandes revoluciones
de la clase media de fines del siglo XVIII. Incluso su aspecto recordaba al de esos tiempos.
Los hombres ya no lucÃan el uniforme a lo Sam Spade —traje y sombreros grises, camisa y corbata—,
sino que, si lo deseaban, podÃan vestirse con sedas y terciopelos y colores chillones. Tampoco tenÃan ya
que cortarse el cabello como legionarios romanos; cada uno lo llevaba a la medida que querÃa.
Y las mujeres... ¡ah!, daba gloria ver a las mujeres, desnudas bajo el calor primaveral como si
estuvieran en tiempo de los faraones egipcios, con reducidÃsimas faldas cortas o vestidos como túnicas, o
luciendo pantalones de hombre y camisetas ajustadas sobre sus cuerpos curvilÃneos, a su elección. Se
maquillaban y lucÃan aderezos de oro o de plata aunque fuera para ir a la tienda de la esquina, o bien
aparecÃan sin adornos y con el rostro absolutamente limpio de cosméticos: no importaba. Se rizaban el
cabello como MarÃa Antonieta, o lo llevaban corto, o se dejaban melena y la llevaban suelta.
Quizá por primera vez en la historia, resultaban tan fuertes e interesantes como los hombres.
Y todo esto sucedÃa no sólo entre los ricos, que siempre han poseÃdo un cierto carácter andrógino y
una cierta alegrÃa de vivir que los revolucionarios de las clases medias llamaron, en el pasado,
decadencia, sino entre la gente normal del paÃs.
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La antigua sensualidad aristocrática pertenecÃa ahora a todo el mundo. Estaba vinculada a las
promesas de la revolución de las clases medias y todos los individuos tenÃan derecho al amor, al lujo y a
las cosas elegantes.
Los grandes almacenes se habÃan convertido en palacios de embrujo casi oriental con sus
mercaderÃas expuestas entre moquetas de tonos suaves, música espectral y luz ámbar. En las
droguerÃas, abiertas las veinticuatro horas, las botellas de champú verdes y violetas brillaban como
piedras preciosas en las refulgentes estanterÃas de cristal. Las camareras acudÃan al trabajo en
automóviles de finas lÃneas tapizadas de cuero. Los trabajadores portuarios se daban un baño en la
piscina climatizada del jardÃn de su casa cuando volvÃan del trabajo. Las mujeres de la limpieza y los
fontaneros, al final de la jornada, vestÃan ropas de buena calidad y corte exquisito.
De hecho, la pobreza y la suciedad, habituales en las grandes ciudades de la Tierra desde tiempos
inmemoriales, habÃan desaparecido casi por completo.
No encontraba uno inmigrantes cayendo muertos de inanición en cualquier calleja. No habÃa barrios
pobres superpoblados donde durmieran ocho o diez personas en una habitación. Nadie arrojaba los
desperdicios a las alcantarillas. El número de mendigos, tullidos, huérfanos y enfermos incurables se
habÃa reducido hasta el punto de no apreciarse en absoluto su presencia por las calles inmaculadas de la
ciudad.
Hasta los borrachos y lunáticos que dormÃan en los bancos de los parques y en las estaciones de
autobuses comÃan carne con regularidad e incluso tenÃan radios que escuchar y llevaban ropas que
habÃan sido lavadas.
Pero esto era sólo en la superficie. Me quedé asombrado al comprobar otros cambios más profundos
provocados por aquel pasmoso sistema de vida.
Por ejemplo, algo completamente mágico habÃa sucedido con las épocas.
Lo viejo ya no era sustituido rutinariamente por lo nuevo. Al contrario, el inglés que oÃa a mi alrededor
era el mismo que conocÃa del siglo XIX. Incluso la antigua jerga «no hay moros en la costa» o «mala
suerte» o «ahà está el asunto» seguÃa «funcionando». Al propio tiempo, otras frases novedosas y
fascinantes como «te han lavado el cerebro» o «es muy freudiano» estaban en labios de todos.
En el mundo artÃstico y del espectáculo, todos los siglos anteriores estaban siendo «reciclados». Los
músicos interpretaban por igual a Mozart que una música de jazz o de rock. La gente iba a ver
Shakespeare una noche, y una pelÃcula francesa al dÃa siguiente.
Uno podÃa comprar cintas de madrigales medievales en una enorme tienda iluminada con
fluorescentes y escucharlas en el equipo estéreo del coche mientras corrÃa por la autopista a ciento
cincuenta por hora. En las librerÃas, la poesÃa del Renacimiento estaba a la venta junto a las novelas de
Dickens o de Ernest Hemingway. Los manuales de educación sexual coexistÃan en la misma estanterÃa
con el Libro de los Muertos egipcio.
A veces, la riqueza y la pulcritud que me rodeaban se convertÃan en una especie de alucinación, y yo
me sentÃa como a punto de desmayarme.
En los escaparates de las tiendas, contemplaba estupefacto ordenadores y teléfonos de formas y
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colores tan puros como las conchas de moluscos más exóticas de la naturaleza. Limusinas plateadas de
enormes proporciones navegaban por las estrechas callejas del barrio francés como indestructibles
monstruos marinos. Deslumbrantes torres de oficinas desgarraban el cielo nocturno como obeliscos
egipcios al lado de los desvencijados edificios de ladrillo de la vieja Canal Street. Incontables programas
de televisión vertÃan su incesante flujo de imágenes en el aire acondicionado de las habitaciones de hotel.
Pero, en verdad, yo no estaba sufriendo una serie de alucinaciones. El siglo XX habÃa heredado la
tierra en todos los sentidos de la expresión.
Y una parte no pequeña de este imprevisto milagro era la inocente curiosidad de las gentes en medio
de su libertad y de su prosperidad. El Dios cristiano estaba tan muerto como en el siglo XVIII, y ninguna
nueva religión mitológica habÃa ocupado el lugar de la anterior.
Como contrapartida, hasta la gente más sencilla de esta época era impulsada por una vigorosa
moralidad secular, más fuerte que cualquier moral religiosa que yo hubiera conocido. Los intelectuales
marcaban la pauta, pero, por todo el paÃs, personas muy corrientes y normales se preocupaban
apasionadamente de «la paz», «los hombres» y «el planeta», como impulsadas por un celo mÃstico.
En este siglo se proponÃan eliminar el hambre. Y acabar a toda costa con la enfermedad. DiscutÃan
con ardor sobre la ejecución de criminales condenados, sobre el aborto. Y combatÃan las amenazas de la
«contaminación ambiental» y del «holocausto nuclear» con la misma ferocidad con que siglos atrás la
habÃa empleado el hombre contra la brujerÃa y las herejÃas.
En cuanto a la sexualidad, ya no era un asunto envuelto en supersticiones y temores. El tema se
habÃa despojado de sus últimas connotaciones religiosas. Por eso la gente se paseaba medio desnuda.
Por eso se besaban y se abrazaban por las calles. Ahora se hablaba de ética y de responsabilidad y de la
belleza del cuerpo. HabÃa barreras muy efectivas para librarse de un embarazo o del contagio de
eventuales enfermedades venéreas.
¡Ah, el siglo XX! ¡Ah, las vueltas que da el mundo!
El futuro habÃa sobrepasado mis sueños más descabellados. HabÃa dejado como estúpidos a los
agoreros del pasado.
Medité mucho sobre esta moralidad secular libre de pecados, sobre este optimismo, sobre este
mundo brillantemente iluminado donde el valor de la vida humana era mayor de lo que habÃa sido nunca.
En la amarillenta penumbra de luz eléctrica de una espaciosa habitación de hotel, me senté ante la
pantalla del televisor para ver una pelÃcula de guerra, asombrosamente bien hecha, titulada Apocalypse
Now. Era una gran sinfonÃa de sonido y color que cantaba a la centenaria batalla del mundo occidental
contra el mal. «Debe hacerse amigo del horror y del terror moral», dice el comandante loco en la salvaje
jungla camboyana, a lo que el hombre occidental contesta lo que siempre ha respondido: «No».
No. El horror y el terror moral no pueden tener disculpa jamás. No tienen valor real. El mal en estado
puro no tiene cabida real.
Y eso significa que yo no tengo cabida, ¿verdad?
Excepto, quizás, en el arte que repudia el mal —los cómics de vampiros, las novelas de horror, los
viejos relatos fantásticos del Romanticismo— o en los cantos rugientes de los astros del rock que
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representan en el escenario las batallas contra el mal que cada mortal libra en su interior.
Aquella desconcertante irrelevancia para el desarrollo general de las cosas era suficiente para que un
monstruo surgido del pasado volviera al seno de la tierra, para hacerle enterrarse y llorar. O para hacerle
convertirse en un cantante de rock. Bien pensado...
Me pregunté dónde estarÃan los demás monstruos del pasado. ¿Cómo existirÃan otros vampiros en un
mundo donde cada muerte quedaba registrada en gigantescos ordenadores electrónicos, y donde los
cuerpos eran conducidos a criptas refrigeradas? Probablemente, se esconderÃan en las sombras como
repugnantes insectos, como siempre habÃan hecho, por mucho que filosofaran y celebraran reuniones.
Muy bien: cuando yo alzara la voz junto a mi grupito de rock, La Noche Libre de Satán, tardarÃa muy
poco en hacerles salir a todos a la superficie.
Continué mi educación en el mundo moderno. Conversé con mortales en estaciones de autobús y
gasolineras y en elegantes locales de copas. Leà libros. Me atavié con brillantes ropas de ensueño en las
tiendas elegantes. Llevaba camisas blancas de cuello de cisne y chaquetas de safari de color caqui
tostado, o lujosas americanas de terciopelo gris con bufanda de cachemira. Me oscurecÃa el rostro con
maquillaje para poder pasar bajo las luces de los supermercados abiertos noche y dÃa, los locales de
hamburguesas, las callejas carnavaleras donde se sucedÃan los clubes nocturnos.
Estaba aprendiendo. Estaba entusiasmado.
Y el único problema que tenÃa era que escaseaban los asesinos de quienes alimentarse. En este
mundo reluciente de inocencia y abundancia, de gentileza y jovialidad y estómagos llenos, los ladrones
rebanapescuezos del pasado y sus peligrosos escondrijos portuarios habÃan casi desaparecido.
AsÃ, pues, tuve que esforzarme para conseguir una vida. Sin embargo, siempre he sido un cazador y
me gustaban los tenebrosos salones de billar, llenos de humo y con una única luz bañando el tapete
verde rodeado de ex presidiarios tatuados, tanto como los brillantes clubes nocturnos forrados de satén
de los grandes hoteles de cemento. Y cada vez aprendÃa más cosas de mis presas: los traficantes de
drogas, los proxenetas, los asesinos que se juntaban a las pandillas de motoristas.
Y estaba más resuelto que nunca a no beber sangre inocente.
Por fin, llegó el momento de visitar a mis vecinos, el grupo de rock La Noche Libre de Satán.
A las seis y media de una tarde de sábado cálida y húmeda, llamé al timbre del cuarto de ensayo del
desván. Los hermosos jóvenes estaban echados en el suelo con sus camisas de seda irisadas y sus
pantalones de lona ajustados, fumando un poco de marihuana y quejándose de su cochina mala suerte
para conseguir «bolos» en el sur.
ParecÃan unos ángeles bÃblicos, con su cabello largo, limpio y desgreñado, y sus movimientos felinos;
sus aderezos eran egipcios. Y se maquillaban la cara y los ojos incluso para ensayar.
Me sentà abrumado de excitación y de amor con sólo mirar a aquel trÃo, Alex y Larry y la apetitosa
Dama Dura.
Y en un espeluznante momento en que el mundo pareció quedarse quieto bajo mis pies, les revelé
quién era. La palabra «vampiro» no les resultó nada nuevo. En la galaxia donde aquellos jóvenes
brillaban, un millar de cantantes habÃan lucido ya el disfraz teatral de la capa negra y los colmillos.
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Pese a todo, revelar aquella verdad prohibida a los mortales me hizo sentir muy extraño. En
doscientos años, jamás se la habÃa revelado a nadie que no estuviera ya marcado para convertirse en
uno de nosotros. Ni siquiera se lo habÃa confiado nunca a mis vÃctimas antes de que cerrasen los ojos.
Y ahora, en cambio, se lo dije clara y abiertamente a aquellas hermosas criaturas. Les dije que querÃa
cantar con ellos y que, si confiaban en mÃ, terminarÃan ricos y famosos. Que yo les sacarÃa de aquel
desván y les conducirÃa al gran mundo montados en una ola de ambición sobrenatural y despiadada.
Sus ojos se empañaron mientras me miraban, y la pequeña estancia del siglo XX, de estuco y tablero,
se llenó de risas y de entusiasmo.
Me armé de paciencia con ellos. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo sabÃa que era un demonio y que podÃa
imitar casi todos los sonidos y movimientos humanos, pero, ¿cómo podÃa hacérselo entender? Me
coloqué ante el piano eléctrico y empecé a tocar y a cantar.
Al principio imité las canciones rock, y luego fui evocando viejas letras y melodÃas, canciones
francesas enterradas en lo más profundo de mi alma pero nunca abandonadas del todo, y las fundà con
unos ritmos brutales imaginando ante mà un pequeño teatro parisiense, abarrotado allà lejos en un tiempo
de hacÃa cientos de años. Un peligroso apasionamiento henchÃa mi ser, casi amenazando mi equilibrio.
Era peligroso que aquel sentimiento surgiera tan pronto. Pese a ello, continué cantando y golpeando las
bruñidas teclas blancas del piano eléctrico, y algo se me rasgó en el alma. No importaba que aquellas
tiernas criaturas mortales que me rodeaban no lo supieran nunca.
Me bastaba con que estuvieran exultantes, que les encantara aquella música espectral e inconexa,
que estuvieran gritando, que vieran un futuro de prosperidad; me bastaba con ver en ellos nacer y crecer
el Ãmpetu del que habÃan carecido hasta entonces. Conectaron las grabadoras y empezamos a tocar y a
cantar juntos, haciendo lo que llamaban una jam session. El desván se llenó del aroma de su sangre y de
nuestras atronadoras canciones.
A continuación, sin embargo, recibà una sorpresa como nunca habÃa imaginado ni en mis sueños más
extraños, algo tan extraordinario como la propia revelación que hacÃa un rato habÃa yo hecho a aquellas
criaturas. De hecho, resultó tan abrumadora que me habrÃa podido impulsar a retirarme de su mundo y
volver a enterrarme.
No quiero decir con ello que habrÃa vuelto a caer en el estado de sopor profundo, pero seguramente
me habrÃa apartado de La Noche Libre de Satán y me habrÃa pasado unos años vagando, aturdido y
tratando de recuperarme del golpe.
Lo que sucedió fue que los dos chicos —Alex, el delgado y nervudo baterÃa de aspecto delicado, y su
rubio hermano, Larry, el más alto— reconocieron mi nombre cuando les revelé que era Lestat.
No sólo lo reconocieron, sino que lo relacionaron con toda una serie de informaciones acerca de mÃ
que habÃan leÃdo en un libro.
De hecho, les pareció magnÃfico que no pretendiera ser un vampiro cualquiera. Ni, por supuesto, el
conde Drácula. Todo el mundo estaba harto del conde Drácula. Los jóvenes consideraron maravilloso
que me hiciera pasar por el vampiro Lestat.
—¿Cómo que «hacerme pasar»? —protesté, pero ellos se burlaron de mi exagerada teatralidad, de mi
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acento francés.
Les contemplé durante unos instantes y probé a sondear sus pensamientos. Por supuesto, no habÃa
esperado que me creyeran un vampiro de verdad; pero que hubieran leÃdo algo sobre un vampiro de
ficción con un nombre tan insólito como el mÃo..., ¿qué explicación tenÃa?
Noté que empezaba a perder la confianza en mà mismo. Y cuando pierdo la confianza, mis poderes se
resienten. El pequeño estudio de ensayo pareció empequeñecer, y los instrumentos, los cables y las
antenas tenÃan algo de insectos amenazadores.
—Enseñadme ese libro —dije entonces. Los chicos trajeron de la otra habitación una pequeña novela
en edición barata que se caÃa en pedazos. La encuadernación habÃa desaparecido, la cubierta estaba
rota y el libro se mantenÃa junto gracias a una goma elástica.
Tuve una especie de escalofrÃo sobrenatural al contemplar la cubierta. Confesiones de un vampiro.
Trataba de un muchacho mortal que conseguÃa de uno de los no muertos que le contara su historia.
Con permiso de los jóvenes, pasé a la otra habitación, me eché en la cama y empecé a leer. Cuando
llevaba leÃda más de la mitad, cerré el libro y dejé la casa de los músicos. Me detuve de pie con el libro
bajo una farola de la calle, y allà permanecà hasta que lo hube terminado. Luego lo guardé con cuidado en
el bolsillo interior de la chaqueta.
No volvà a presentarme ante el grupo hasta siete noches después.
Durante gran parte de ese tiempo continué deambulando, surcando la noche en mi moto HarleyDavidson con las Variaciones Goldberg, de Bach, sonando a todo volumen. Y continué preguntándome:
«¿Qué quieres hacer ahora, Lestat?».
El resto del tiempo lo dediqué a estudiar con renovado interés. LeÃa los gruesos volúmenes de
historias y enciclopedias de la música rock, las crónicas de sus principales artistas. Escuchaba discos y
estudiaba en silencio cintas de vÃdeo de conciertos. Y, cuando la noche quedaba vacÃa y en calma, oÃa
las voces de Confesiones de un vampiro cantándome como si lo hicieran desde la tumba. Leà el libro una
y otra vez; y por fin, en un momento de furia y desdén, lo rompà en pedazos.
Finalmente, tomé una decisión.
Me reunà con mi joven abogada, Christine, en el despacho a oscuras del rascacielos de oficinas, sin
más luces que las del centro urbano para vernos. La muchacha tenÃa un aspecto encantador, recortada
contra la pared acristalada; tras ésta, los edificios en penumbra formaban un paisaje áspero en el que
ardÃa un millar de antorchas.
—Ya no basta con que mi pequeño grupo de rock tenga éxito —le dije—. Debemos crearnos una fama
que lleve mi voz y mi nombre a los más remotos rincones del mundo.
Con palabras inteligentes y pausadas, como suelen hacer los abogados, Christine me aconsejó que
no arriesgara mi fortuna. Sin embargo, cuando insistà con obsesiva confianza, aprecié cómo la iba
seduciendo, cómo se disolvÃa lentamente su sentido común.
—Para las filmaciones y vÃdeos, quiero los mejores directores franceses —le indiqué—. Debes traerlos
aquà de Nueva York y de Los Ãngeles. Hay dinero de sobra para eso. Y, sin duda, aquà podrás encontrar
los estudios donde preparar nuestra obra. Sobre esos jóvenes productores de grabación que hacen las
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mezclas de sonido, también debes traer los mejores. No importa cuánto invirtamos en esta empresa. Lo
importante es que esté bien organizada y que hagamos el trabajo en secreto hasta el momento de la
presentación, cuando nuestros álbumes y filmaciones aparezcan al mismo tiempo que el libro que me
propongo escribir.
Finalmente, la cabeza de la abogada se llenó de sueños de riqueza y poder. Su estilográfica se
deslizaba rauda mientras tomaba notas.
¿Y cuáles eran mis sueños mientras seguÃa hablándole? Soñaba con una rebelión sin precedentes,
con un magno y aterrador desafÃo a los de mi especie en todo el mundo.
—Respecto a los vÃdeos —dije—, debes encontrar directores que lleven a cabo mis visiones. Los films
serán consecutivos y contarán la misma historia que el libro que quiero escribir. En cuanto a las
canciones, muchas de las cuales he compuesto ya, debes ocuparte de encontrar los mejores
instrumentos; sintetizadores, guitarras eléctricas, violines, sistemas de sonido de primera categorÃa. Más
tarde nos ocuparemos de otros detalles: el diseño de las indumentarias de vampiros, el modo de
presentación ante las emisoras de televisión de música rock, la organización de nuestro primer concierto
con público en San Francisco... Todo eso lo estudiaremos a su debido tiempo. Lo importante ahora es
que hagas las llamadas telefónicas precisas, que consigas la información que necesitas para empezar.
No volvà a ver a los chicos de La Noche Libre de Satán hasta haber cerrado los acuerdos previos y
haber estampado las primeras firmas. Una vez fijadas las fechas y alquilados los estudios, formalizamos
los contratos definitivos.
A continuación, Christine me acompañó a adquirir una enorme limusina para mis queridos jóvenes
músicos, Larry y Alex y la Dama Dura. TenÃamos una enorme cantidad de dinero y una serie de papelotes
que firmar.
Bajo los robles amodorrados de una tranquila calle de Garden District, llené de champán sus brillantes
copas de cristal.
—¡Por El Vampiro Lestat! —brindamos todos a la luz de la luna. Aquél iba a ser el nuevo nombre del
grupo; y también iba a ser el tÃtulo del libro que me proponÃa escribir. La Dama Dura me echó al cuello
sus bracitos apetitosos y nos besamos con ternura entre las risas generales y los vapores del vino. ¡Ah, el
olor a sangre inocente!
Y cuando los músicos se hubieron marchado en el imponente vehÃculo tapizado en terciopelo, di un
paseo en solitario hacia St. Charles Avenue bajo la noche refrescante, pensando en el peligro que iban a
correr mis pequeños amigos mortales.
El peligro no provendrÃa de mÃ, por supuesto. Pero cuando el largo perÃodo de secreto terminara, los
tres muchachos se encontrarÃan, sin comerlo ni beberlo, en el centro de la atención internacional, tras la
siniestra y osada figura de su lÃder y cantante. Muy bien, pensé: yo les rodearÃa de guardaespaldas y
moscones en todo momento y lugar. Les protegerÃa de otros inmortales como mejor pudiera. Y si los
inmortales seguÃan comportándose como en los viejos tiempos, nunca se arriesgarÃan a un vulgar
enfrentamiento con un grupo de humanos mortales como aquél.
Mientras recorrÃa la bulliciosa avenida, oculté mis ojos tras unas gafas de sol reflectantes. Monté en el
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desvencijado tranvÃa de St. Charles para llegar hasta el centro de la ciudad. Luego, abriéndome paso
entre los transeúntes de aquellas primeras horas de la noche, entré casualmente en una elegante librerÃa
de dos plantas llamada De Ville Books y me detuve ante el pequeño ejemplar de bolsillo de Confesiones
de un vampiro que descubrà en una estanterÃa.
Me pregunté cuántos de mi especie se habrÃan fijado en el libro. De momento, no importaban los
mortales, que lo consideraban una obra de ficción. ¿Cómo reaccionarÃan los otros vampiros? Porque, si
existe una ley que todos los vampiros consideran sagrada es no hablar nunca de nosotros a los mortales.
Uno no revela nunca sus «secretos» a un humano, a menos que pretenda trasmitir a éste el Don Oscuro
de nuestros poderes. Un inmortal no revela el nombre de sus congéneres, ni dónde puedan tener su
guarida.
Mi amado Louis, el narrador de Confesiones de un vampiro, se habÃa saltado todas estas normas.
HabÃa ido mucho más allá que yo con mi reducida revelación a los muchachos del conjunto: Él se lo
habÃa contado a miles de lectores. Sólo le habÃa faltado trazar un plano y marcar con un aspa el lugar
exacto de Nueva Orleans donde yo reposaba, aunque no quedaba claro hasta qué punto lo conocÃa de
verdad, ni cuáles eran sus intenciones.
Fuera como fuese, lo cierto era que otros vampiros lo perseguirÃan hasta atraparle por lo que habÃa
hecho. Y habÃa formas muy sencillas de destruir a un vampiro, sobre todo en estos tiempos. Si aún
seguÃa existiendo, Louis era ahora un proscrito y vivirÃa bajo la permanente amenaza de nuestra propia
especie, más terrible de la que podrÃa suponer jamás ningún mortal.
Aquél era un motivo más para mis deseos de que el libro y el grupo El Vampiro Lestat alcanzaran la
fama lo antes posible. TenÃa que encontrar a Louis. Era preciso que hablara con él. En realidad, des pues
de leer su relato de cómo habÃan sucedido las cosas, ansiaba verle, anhelaba sus ilusiones románticas e
incluso su falta de honradez. Anhelaba incluso su caballerosa malicia y su presencia fÃsica, el sonido
engañosamente suave de su voz.
Por supuesto, algo tiraba de mà pidiéndome odiarle por las mentiras que decÃa de mÃ, pero el amor que
sentÃa por él era mucho más fuerte que la inclinación hacia ese odio. Louis habÃa compartido conmigo los
años oscuros y románticos del siglo XIX, era mi compañero como no lo habÃa sido ningún otro inmortal.
Y ansiaba escribir mi libro por él, no como respuesta a sus maliciosas Confesiones de un vampiro,
sino para narrar todo lo que yo habÃa visto y aprendido antes de entrar en contacto con él, la historia que
no habÃa tenido ocasión de contarle en el pasado.
Ahora, a mà tampoco me importaban las viejas normas.
QuerÃa saltármelas todas. Y querÃa usar el conjunto musical y el libro para hacer aparecer no sólo a
Louis, sino también a todos los otros demonios que habÃa conocido y amado a lo largo del tiempo. QuerÃa
encontrar a los perdidos, despertar a quienes dormÃan como yo lo habÃa hecho.
Antiguos y recién llegados, hermosos y perversos y locos y despiadados...: todos vendrÃan a por mÃ
cuando contemplaran los vÃdeos y escucharan los discos, cuando toparan con el libro en los escaparates
de las tiendas y supieran exactamente dónde encontrarme. Yo serÃa Lestat, la superestrella del rock. SÃ,
que vinieran a San Francisco para mi primera actuación en público. Allà estarÃa.
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Pero habÃa otra razón para mi aventura..., una razón todavÃa más peligrosa, más desquiciada y
placentera. QuerÃa que los mortales supieran de nuestra existencia. QuerÃa proclamarla al mundo igual
que la habÃa revelado a Alex, Larry y la Dama Dura, y a mi dulce abogada, Christine.
Y no importaba que ellos no me creyeran. No importaba que pensaran que todo era un montaje. La
realidad era que, después de dos siglos de clandestinidad, yo aparecÃa abiertamente entre los mortales.
Pronunciaba mi nombre en voz alta, declaraba sin temor mi condición... ¡ExistÃa!
También en esto, sin embargo, iba mucho más allá que Louis. Su historia, pese a sus peculiaridades,
habÃa pasado por mera ficción. En el mundo mortal, su libro era tan inocuo como los decorados del viejo
Teatro de los Vampiros en el ParÃs donde los locos habÃan simulado ser actores interpretando papeles de
locos en un escenario remoto e iluminado a gas.
Yo saldrÃa ante las cámaras bajo los focos como soles. ExtenderÃa las manos y tocarÃa con mis dedos
helados un millar de manos cálidas y deseosas de asirlos. Primero les aterrorizarÃa, si era posible, y
luego, si podÃa, les hechizarÃa y les convencerÃa de la verdad.
Y suponed —suponedlo sólo— que cuando los cadáveres empezaran a aparecer en cantidades cada
vez mayores, que cuando los más próximos a mà empezaran a prestar atención a sus inevitables
sospechas... ¡imaginad que el montaje dejara de serlo y se hiciera real!
¿Qué sucederÃa si mi público se convencÃa, si comprendÃa realmente que este mundo todavÃa
albergaba al vampiro, aquel ser demonÃaco surgido del pasado...? ¡Ah, qué grande y gloriosa guerra
librarÃamos entonces!
Los vampiros serÃamos conocidos; ¡y perseguidos y combatidos por el hombre en aquella brillante
selva urbana como ningún otro monstruo mÃtico lo habÃa sido jamás!
¿Cómo podÃa no encantarme esa idea? ¿Cómo no iba a merecer la pena correr el mayor peligro, sufrir
la más total y atroz derrota? Incluso en el momento de la destrucción, me sentirÃa más vivo que nunca.
Pero, a decir verdad, no creÃa que llegáramos nunca a eso, a que los mortales creyeran en nosotros.
Los mortales nunca me han dado miedo.
La guerra que iba a desencadenarse era la otra, ésa en la que todos mis compañeros se me unirÃan...
o vendrÃan juntos a combatirme.
Ésa era la auténtica razón de que existiera el conjunto El Vampiro Lestat. Ése era el juego por el que
habÃa apostado.
Pero esa otra posibilidad deliciosa de que se produjeran realmente la revelación y el desastre... ¡En
fin, eso le añadirÃa mucho interés al asunto!
Dejé atrás el deprimente erial de Canal Street y subà de nuevo la escalera hasta mis aposentos en el
anticuado hotel del barrio francés. Era un lugar tranquilo y adecuado para mÃ, con las estrechas callejas
de casitas de estilo español del Vieux Caire, que tan bien conocÃa, extendiéndose bajo las ventanas.
Puse en el aparato gigante de televisión la cinta de Muerte en Venecia, la hermosa pelÃcula de
Visconti. En cierta escena, un actor decÃa que el mal era una necesidad. Que era alimento para el
espÃritu.
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No lo creÃ, pero deseé que fuera cierto. Asà podrÃa ser simplemente Lestat, el monstruo, ¿no es cierto?
¡Y yo tenÃa siempre un gran talento para monstruo! ¡Ah, en fin...!
Puse un nuevo disquete en el ordenador portátil y empecé a escribir la historia de mi vida.
16
La educación juvenil
y las aventuras del Vampiro Lestat
17
Primera parte
La aparición de Lelio
18
1
l invierno en que cumplà veintiún años, salà a caballo en solitario para acabar con una manada
de lobos.
Esto sucedÃa en las tierras de mi padre, en la región francesa de Auvernia, durante las
últimas décadas que precedieron a la Revolución Francesa.
Era el peor invierno que yo recordaba, y los lobos se dedicaban a robar las ovejas de nuestros
campesinos e incluso merodeaban de noche por las calles del pueblo.
Aquéllos eran años amargos para mÃ. Mi padre era el marqués; y yo, su séptimo hijo y el menor de los
tres que habÃan sobrevivido hasta la edad adulta, no tenÃa derechos al tÃtulo ni a las tierras y carecÃa de
perspectivas. Asà habrÃan sido las cosas para un hijo menor aunque la mÃa hubiera sido una familia
acaudalada, pero todas nuestras riquezas se habÃan consumido mucho tiempo atrás. Augustin, mi
hermano mayor y heredero legÃtimo de cuanto poseÃamos, habÃa gastado la pequeña dote de su esposa
no bien se habÃa casado.
El castillo de mi padre, sus posesiones y el pueblo cercano constituÃan todo mi universo. Y yo era
inquieto de nacimiento: era el soñador, el irritado, el protestón. No soportaba quedarme junto al fuego
charlando de viejas guerras y de los tiempos de El Rey Sol. La historia no significaba nada para mÃ.
Pero, en ese mundo sombrÃo y anticuado, me habÃa convertido en el cazador y pescador. Yo traÃa el
faisán, el venado, y la trucha de los torrentes de montaña —todo lo que necesitábamos y se dejaba
cazar—, para alimentar a la familia. A esas alturas de mi existencia, la caza y la pesca se habÃan
convertido en mi vida y, al mismo tiempo, en unas actividades que yo no compartÃa con nadie más. Y era
una suerte que me dedicara a ellas, pues habÃa años en que, sin las piezas que cobraba, nos habrÃamos
muerto literalmente de inanición.
Por supuesto, cazar y pescar en las tierras y rÃos de los antepasados de uno eran ocupaciones de
nobles, y únicamente nosotros tenÃamos derecho a hacerlo. Ni el más rico de los burgueses podÃa alzar
su arma en mis bosques o probar suene en sus arroyos. Pero, en contrapartida, el burgués no necesitaba
ni empuñar un arma. Él tenÃa el dinero.
Dos veces en mi vida habÃa intentado escapar de aquella existencia, y sólo habÃa conseguido que me
devolvieran a ella con las alas rotas. Pero de eso ya hablaré más adelante.
Ahora recuerdo la nieve que cubrÃa todas aquellas montañas, y los lobos que asustaban a los
campesinos y nos robaban las ovejas. Y pienso en el viejo dicho que corrÃa por Francia aquellos dÃas,
según el cual si uno vivÃa en Auvernia, no podÃa llegar nunca más allá de ParÃs.
Entended que, como yo era el amo y el único en la familia capaz todavÃa de montar a caballo y
disparar un arma, era lógico que los aldeanos acudieran a mà para quejarse de los lobos y pedirme que
los matara. Y era mi deber hacerlo.
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Tampoco sentÃa el menor temor a los lobos. En toda mi vida no habÃa visto ni tenido noticia de que un
lobo atacara a un hombre y, por mÃ, los habrÃa exterminado con veneno, pero la carne, sencillamente,
escaseaba demasiado, y la de los lobos me servÃa como cebo.
AsÃ, pues, a primera hora de una mañana muy frÃa de enero, tomé las armas para matar a los lobos
uno por uno. DisponÃa de tres pistolas de chispa y de un excelente fusil del mismo tipo, y me llevé las
cuatro piezas junto con mis mosquetes y la espada de mi padre. Cuando ya me disponÃa a dejar el
castillo, añadà a este pequeño arsenal un par de armas antiguas a las que no habÃa prestado atención
hasta aquel momento.
Nuestro castillo estaba lleno de viejas armaduras. Mis antepasados habÃan combatido en incontables
guerras feudales desde los tiempos de las Cruzadas, con san Luis, y, colgada en las paredes sobre los
chirriantes trajes de metal, habÃa una gran cantidad de lanzas, hachas de guerra y mazas.
Esa mañana tomé conmigo dos de estas últimas, una especie de garrote con puntas metálicas y una
maza de estrella de buen tamaño, consistente en una bola de hierro unida a una cadena y a un mango,
que podÃa descargarse con inmensa fuerza contra un atacante.
Recordad que estamos en el siglo XVIII, la época en que los parisinos de peluca blanca caminaban de
puntillas con zapatillas de satén de tacón alto, tomaban rapé y se daban toquecitos en la nariz con
pañuelos de encaje.
Y, mientras, yo salÃa de caza con botas de cuero sin curtir y abrigo de piel de ante, con aquellas armas
antiguas atadas a la silla y mis dos mejores mastines a mi lado, con sus collares de puntas metálicas.
Ésa era mi vida. Idéntica a la que podrÃa haber llevado en la Edad Media. Y yo sabÃa suficientes cosas
de los viajeros ricamente ataviados que pasaban por el camino de postas; ellos me permitÃan apreciar
nuestras profundas diferencias. Los nobles de la capital llamaban «cazaconejos» a los caballeros de
provincias como nosotros. Naturalmente, nosotros nos burlábamos de ellos llamándolos lacayos del rey y
de la reina. Nuestro castillo habÃa resistido mil años, y ni siquiera el gran cardenal Richelieu, en su guerra
contra nuestra clase, habÃa conseguido derribar sus viejas torres. De todos modos, como ya he dicho
antes, yo no le prestaba mucha atención a la historia.
Mientras cabalgaba montaña arriba, me sentÃa desgraciado y furioso.
Deseé librar una buena batalla con los lobos. Según los aldeanos, habÃa cinco animales en la
manada, y yo tenÃa mis armas y dos perros de mandÃbulas poderosas, capaces de partirle en un instante
el espinazo a una alimaña.
Avancé más de una hora por las laderas a lomos de mi yegua, hasta llegar a un pequeño valle que
conocÃa lo suficiente como para no dejarme confundir por la nieve caÃda. Y cuando empecé a cruzar la
amplia y yerma hondonada en dirección a los árboles desnudos del bosque, escuché el primer aullido.
Segundos después, llegó otro y, a continuación, un tercero; el coro cantaba con tal armonÃa que no
pude precisar el número de animales de la manada. Sólo tuve la certeza de que me habÃan visto y de que
se hacÃan señales para reunirse; que era precisamente lo que yo habÃa esperado que hicieran.
Creo que en ese instante no tenÃa miedo alguno, pero, de todos modos, sentà algo que me erizó el
vello de los brazos. El campo, en toda su inmensidad, parecÃa vacÃo. Preparé las armas y ordené a los
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perros que dejaran de gruñir y me siguieran, mientras una vaga sensación me urgÃa a darme prisa en
salir de campo abierto y ponerme al abrigo de los árboles.
Los perros dieron la alarma con sus roncos ladridos. Volvà la cabeza y vi a los lobos a cientos de
metros, avanzando raudos hacia mÃ, por el valle nevado. Eran tres enormes lobos grises los que me
seguÃan, en fila india.
Aceleré el paso de la yegua hacia el bosque.
ParecÃa que no me costarÃa llegar a éste antes de que los tres lobos me dieran alcance, pero estos
animales son tremendamente listos y, mientras galopaba hacia los árboles, vi aparecer delante de mÃ,
hacia la izquierda, al resto de la manada: cinco ejemplares adultos. HabÃa caÃdo en una emboscada y no
conseguirÃa llegar a tiempo a la protección de los troncos. Y la manada la componÃan ocho lobos, no
cinco, como me habÃan asegurado los aldeanos.
Ni siquiera entonces tuve el suficiente buen juicio para sentir miedo. No tuve en cuenta el hecho
evidente de que aquellos animales debÃan estar muy hambrientos o no se habrÃan acercado tanto al
pueblo. Su natural reserva hacia el hombre habÃa desaparecido por completo.
Me apresté a la batalla. Colgué la maza al cinto y apunté con el fusil. Abatà a un gran macho a unos
metros de distancia y tuve tiempo de volver a cargar mientras mis perros y la manada se atacaban.
Las alimañas no podÃan hacer presa en el cuello de los perros debido a los collares de afiladas puntas
metálicas y, en la primera escaramuza, mis animales no tardaron en dar cuenta de uno de los lobos con
sus poderosas mandÃbulas. Volvà a disparar y abatà otro.
Pero la manada habÃa rodeado a los perros. Mientras yo seguÃa disparando, cargando lo mas deprisa
que podÃa y tratando de apuntar bien para no darles a los perros, vi que el menor de éstos caÃa con las
patas traseras rotas. La sangre formaba regueros en la nieve, el segundo perro se mantuvo aparte de la
manada mientras ésta trataba de devorar a su agonizante compañero, pero, apenas un par de minutos
más tarde, los lobos también le habÃan abierto el vientre y yacÃa muerto.
Mis mastines, como ya he dicho, eran animales muy fuertes que yo mismo habÃa alimentado y
entrenado, y cada uno pesaba más de noventa kilos. Siempre me los llevaba a cazar y, aunque ahora
hablo de ellos como simples perros, entonces sólo los trataba por el nombre y, al verlos morir, comprendÃ
por primera vez a qué me enfrentaba y qué podÃa suceder.
Pero todo esto habÃa ocurrido en cuestión de minutos.
Cuatro lobos yacÃan muertos y otro estaba malherido sin remedio. Pero aún quedaban tres más, uno
de los cuales habÃa detenido su salvaje festÃn con las entrañas de los perros para fijar en mà sus ojos
rasgados.
Disparé el fusil, fallé, disparé el mosquete, y la yegua se encabritó mientras el lobo se lanzaba hacia
mÃ.
Como movidos por cuerdas, los otros lobos se volvieron, abandonando también sus presas recién
muertas. Sacudà bruscamente las riendas y dejé que mi montura corriera a su aire, en lÃnea recta hacia la
protección del bosque.
No volvà la cabeza ni siquiera cuando escuché los gruñidos y los chasquidos de las mandÃbulas casi a
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mi altura. Pero entonces noté la dentellada de los colmillos en el tobillo. Tomé el otro mosquete, me volvÃ
a la izquierda y disparé. Me pareció que el lobo se erguÃa sobre las patas traseras, pero quedó fuera de
mi visión demasiado pronto para asegurarlo, al tiempo que la yegua se encabritaba otra vez. Estuve a
punto de caer y noté que sus ancas cedÃan bajo mi cuerpo.
Casi habÃamos alcanzado el lindero del bosque y desmonté antes de que la yegua terminara de caer.
Me quedaba una pistola cargada. Me volvÃ, sostuve el arma con ambas manos, apunté de lleno al lobo
que se lanzaba sobre mà y le volé el cráneo.
Quedaban ahora dos alimañas. La yegua emitÃa unos estentóreos relinchos que se convirtieron en un
agudo alarido de agonÃa, el sonido más terrible que he oÃdo nunca a criatura alguna. Los dos lobos
habÃan caÃdo sobre ella.
Di unos rápidos pasos sobre la nieve, notando la solidez de la tierra rocosa bajo mis pies, y llegué a
los árboles. Si lograba encaramarme a uno, podrÃa cargar de nuevo las armas y disparar a los lobos
desde arriba. Sin embargo, no vi un solo tronco con las ramas lo bastante bajas para trepar por ellas.
Probé a subir por un tronco, pero mis pies resbalaron en la corteza helada y caà de nuevo al suelo
mientras los lobos se acercaban. No me daba tiempo a cargar la única pistola que me quedaba. TendrÃa
que valerme sólo de la maza de estrella y la espada, pues el garrote se me habÃa caÃdo hacÃa un buen
trecho.
Creo que, mientras me ponÃa a duras penas en pie, me di cuenta de que probablemente iba a morir.
Sin embargo, en ningún momento me pasó por la cabeza rendirme. Estaba enloquecido, lleno de furia.
Casi gruñendo, hice frente a las alimañas y miré directamente a los ojos al más próximo de los dos lobos.
Abrà las piernas para afirmarme sobre el terreno. Con la maza en la mano izquierda, desenvainé la
espada con la diestra. Los lobos se detuvieron. El primero, después de sostenerme la mirada, agachó la
cabeza y trotó unos pasos hacia un lado. El otro esperó, como si estuviera pendiente de alguna invisible
señal. El primero volvió a mirarme un momento con aquel aire extrañamente tranquilo, y luego se lanzó
hacia adelante.
Empecé a voltear la maza de modo que la bola con puntas formara cÃrculos a mi alrededor. Capté mis
propios jadeos, casi gruñidos, y me di cuenta de que tenÃa las rodillas dobladas como para saltar
adelante. Dirigà el arma hacia el costado de la mandÃbula del animal, impulsándola con todas mis fuerzas,
pero no conseguà más que rozarle.
El lobo se apresuró a alejarse y su compañero se puso a correr en cÃrculos a mi alrededor, avanzando
de vez en cuando hacia mà y retirándose inmediatamente.
No sé cuánto rato se prolongó esto, pero entendà claramente su estrategia. Los lobos se proponÃan
fatigarme y tenÃan la fuerza y la astucia necesarias para conseguirlo. Para ellos, la caza se habÃa
convertido en un juego.
Yo daba vueltas, lanzaba golpes, me defendÃa hasta casi caer de rodillas en la nieve. Probablemente,
el lance no duró más de media hora, pero no hay modo de medir el tiempo en una situación asÃ.
Y, cuando las piernas empezaron a fallarme, intenté una jugada desesperada. Me quedé inmóvil, con
los brazos caÃdos y las armas a los costados. Y los lobos se acercaron para acabar conmigo de una vez,
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como yo esperaba que hicieran.
En el último instante, volteé la maza, noté cómo la boca golpeaba el hueso, vi la cabeza del lobo
levantada a mi derecha y, con el filo de la espada, le abrà la garganta de un tajo.
El otro lobo ya estaba a mi lado y noté cómo sus dientes desgarraban mis pantalones. El animal podÃa
desencajarme la pierna en cuestión de segundos, pero descargué la espada contra el costado de su
hocico, reventándole el ojo. La bola de la maza cayó a continuación sobre el lobo y éste soltó la presa.
Con un salto hacia atrás, encontré el espacio suficiente para mover la espada otra vez y la hundà hasta la
empuñadura en el tórax del animal antes de retirarla de nuevo.
Todo habÃa terminado.
La manada estaba exterminada y yo seguÃa vivo.
Y los únicos sonidos en el valle solitario cubierto de nieve eran mi propia respiración y los
quejumbrosos relinchos de mi yegua moribunda, que yacÃa a unos metros de mÃ.
No estoy seguro de que me hallara en mis cabales, en ese instante. No estoy seguro de que las cosas
que me pasaran por la mente fueran pensamientos. TenÃa ganas de dejarme caer en la nieve y, sin
embargo, me encontré alejándome de los lobos en dirección a mi agonizante montura.
Cuando estuve más cerca de ella, la yegua alzó el cuello, luchó por incorporarse sobre sus patas
delanteras y volvió a emitir uno de aquellos agudÃsimos alaridos de súplica. El eco repitió el sonido en las
montañas. Y pareció llevarlo hasta el cielo. Me quedé mirándola, contemplando su cuerpo roto y oscuro
contra la blancura de la nieve, sus cuartos traseros inútiles y el forcejeo de sus patas delanteras, su
hocico alzado hacia el cielo, las orejas echadas atrás y los ojos enormes casi en blanco al emitir sus
gimientes relinchos. ParecÃa un insecto con la mitad posterior aplastada contra el suelo, pero no se
trataba de ningún insecto. Era mi yegua, mi agonizante yegua. Vi que trataba de incorporarse otra vez.
Tomé el fusil de la silla, lo cargué y, mientras ella seguÃa agitando la cabeza y trataba en vano, una
vez más, de ponerse en pie con su lastimero alarido, le descerrajé un tiro en el corazón.
Ahora, la yegua parecÃa en paz. YacÃa inmóvil y sin vida, la sangre manaba de ella y el valle habÃa
quedado en silencio. Yo estaba temblando. Escuché un desagradable sonido sofocado que salÃa de mi
garganta y vi caer los vómitos en la nieve antes de darme cuenta de que eran mÃos. Me sentÃa envuelto
por el olor de los lobos, y por el de la sangre. Cuando intenté caminar, estuve a punto de caer rodando.
Sin embargo, sin detenerme ni siquiera un instante, volvà entre los lobos muertos y llegué junto al que
casi habÃa acabado conmigo, el último en morir. Me lo eché a los hombros y, cargado asÃ, emprendà el
trayecto de vuelta al castillo.
Probablemente, tardé un par de horas. Como antes, no sé cuánto tiempo transcurrió. Pero lo que
habÃa aprendido o sentido mientras combatÃa a aquellos lobos, fuera lo que fuese, continuó calando en mi
mente incluso mientras caminaba. Cada vez que tropezaba o caÃa, algo en mi interior se endurecÃa, se
volvÃa peor.
Cuando llegué a las puertas del castillo, creo que ya no era Lestat. Era alguien completamente distinto
cuando entré tambaleándome en el gran salón portando sobre los hombros aquel lobo. El calor del
cadáver ya habÃa disminuido mucho, y el repentino fulgor de las llamas me irritó los ojos. Me sentÃa
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completamente extenuado.
Y aunque empecé a hablar cuando vi a mis hermanos levantarse de la mesa y a mi madre dándole
unas palmaditas en las manos a mi padre, que ya estaba ciego y querÃa saber qué sucedÃa, no recuerdo
qué dije. Sé que tenÃa una voz muy apagada y la sensación de estar describiendo en términos muy
simple lo sucedido. «Y entonces esto... y entonces lo otro...» En este mÃsero estilo.
Pero, de pronto, mi hermano Augustin me devolvió a la realidad. Se acercó a mÃ, con la luz del fuego a
su espalda, e interrumpió claramente el murmullo monótono de mis palabras con su voz:
—¡Cerdo embustero! —masculló frÃamente—. ¡Tú no has matado ocho lobos!
En su rostro se reflejaba una torva expresión de desprecio, pero lo más notable fue otra cosa: casi en
el mismo instante de pronunciar esas palabras, mi hermano se dio cuenta, por alguna razón, de que con
sus palabras acababa de cometer un error.
Tal vez fue mi expresión. Tal vez fue el murmullo indignado de mi madre o el silencio elocuente de mi
otro hermano. Probablemente fue mi mirada. Fuera lo que fuese, la reacción fue casi instantánea y en el
rostro de Augustin se reflejó la más curiosa mueca de turbación.
Empezó a balbucir lo increÃble que resultaba, y que debÃa haber estado al borde de la muerte y que
harÃa preparar de inmediato un buen caldo para mà y todas esas cosas, pero no sirvió de nada. Lo que
habÃa sucedido en aquel breve instante era irreparable.
Debà perder el conocimiento. Y, cuando lo recuperé, estaba tendido sobre la cama, a solas. Los perros
no estaban en la cama conmigo, como siempre en invierno, porque los dos estaban muertos; aunque el
fuego del hogar no estaba encendido, me metà bajo las mantas, sucio y ensangrentado, y caà en un
profundo sueño.
Permanecà en la habitación durante dÃas.
Supe que los aldeanos habÃan subido a la montaña, encontrado los lobos y traÃdo sus restos al
castillo; Augustin vino a verme para contármelo, pero no le contesté.
Pasó tal vez una semana. Cuando pude tolerar de nuevo la cercanÃa de otros canes, bajé a la perrera
y escogà dos cachorros ya un poco crecidos que me hicieran compañÃa. Por la noche dormÃa entre ellos.
Los criados entraban y salÃan, pero nadie me molestó. Y por fin, en silencio y casi sigilosamente, entró
en la alcoba mi madre.
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Ya habÃa anochecido. Yo estaba sentado en la cama con uno de los perros tendido a mi lado y el otro
tumbado bajo mis rodillas. El fuego crepitaba.
Y entonces hizo aparición por fin mi madre, como deberÃa haber esperado que sucediera.
La reconocà por su especial modo de moverse en las sombras; y, mientras que de haber sido otra
persona quien se acercaba la habrÃa echado a gritos, a ella no le dije nada. Yo sentÃa por mi madre un
amor profundo e inconmovible. No creo que nadie más lo sintiera. Y una cosa que siempre me hacÃa
quererla era que jamás decÃa nada vulgar. Expresiones como «cierra la puerta», «toma la sopa»,
«quédate quieto en la silla» no salÃan jamás de sus labios. Se pasaba el dÃa leyendo y, de hecho, era el
único miembro de la familia que tenÃa cierta educación. AsÃ, pues, cuando mi madre hablaba era
realmente para decir algo. Por eso no me molestó su presencia en aquellos momentos.
Al contrario, despertó mi curiosidad. ¿Qué me dirÃa? ¿Y servirÃa de algo que lo hiciera? Yo no habÃa
querido que acudiera, ni siquiera habÃa pensado en ella, y no aparté los ojos del fuego para asà poder
mirarla.
Con todo, habÃa entre nosotros un profundo entendimiento. Cuando me habÃa traÃdo de vuelta al
castillo tras mi intento de huida, habÃa sido ella quien me mostró el camino para recuperarme del dolor
que el asunto me causó. HabÃa obrado milagros conmigo, aunque nadie a nuestro alrededor llegó a darse
cuenta nunca.
Su primera intervención se habÃa producido cuando yo tenÃa doce años, y el viejo párroco, que me
habÃa enseñado unos poemas de memoria y a leer un par de himnos en latÃn, quiso enviarme a la
escuela en un monasterio cercano.
Mi padre se negó y dijo que podÃa aprender en mi propia casa todo lo que debÃa saber. Fue mi madre
la que levantó la vista de sus libros para iniciar una batalla dialéctica con él, a base de gritar y vociferar.
Yo irÃa a esa escuela, afirmó, si lo deseaba. Tras esto, vendió una de sus joyas para pagarme libros y
ropa. Todas las joyas las habÃa heredado de una abuela italiana, y cada una tenÃa su historia; seguro que
fue una decisión dura para ella, pero la tomó al instante.
Mi padre se enfadó y le recordó que, de haber sucedido aquello antes de perder la vista, su voluntad
se habrÃa impuesto sin la menor discusión. Mis hermanos le aseguraron que su hijo menor no iba a estar
mucho tiempo fuera. VolverÃa corriendo, decÃan, tan pronto como me obligaran a hacer algo que no
quisiera.
Pues bien, no volvà corriendo a casa. La escuela del monasterio me encantó.
Me encantaron la capilla y los himnos, la biblioteca con sus miles de viejos volúmenes, las
25
campanadas que dividÃan la jornada y los ritos siempre repetidos. Me gustaba la limpieza del lugar, el
hecho aleccionador de que todas las cosas allà se cuidaban y reparaban, que el trabajo nunca cesaba a
lo largo y ancho del gran edificio y de los jardines.
Cuando alguien me corregÃa, lo cual no sucedÃa a menudo, me producÃa una profunda felicidad saber
que, por primera vez en mi vida, alguien trataba de convertirme en una buena persona, alguien era
consciente de que yo podÃa aprender cosas.
Al cabo de un mes, declaré mi vocación. Aspiraba a entrar en la orden. Deseaba pasar la vida en
aquellos claustros inmaculados, en la biblioteca, escribiendo sobre pergamino y aprendiendo a leer los
libros antiguos. QuerÃa enclaustrarme para siempre con una gente que creÃa que yo podÃa ser bueno si
querÃa.
Allà me apreciaban, y tal cosa me resultaba de lo más inusual. En aquel lugar, nadie se molestaba ni
se irritaba conmigo.
El padre superior escribió de inmediato a mi casa pidiendo permiso para mi ingreso y, francamente,
pensé que a mi padre le alegrarÃa librarse de mÃ.
Pero, tres dÃas después, llegaron mis hermanos para llevarme a casa con ellos. Lloré y supliqué que
no me llevaran, pero el padre superior no podÃa hacer nada en mi favor.
No bien estuvimos de vuelta en el castillo, mis hermanos me quitaron los libros y me encerraron. Yo
no lograba entender por qué estaban tan enfadados, aunque capté la insinuación de que, de algún modo,
me habÃa portado como un estúpido. Yo no podÃa dejar de llorar y no hacÃa más que dar vueltas y vueltas
en la estancia, descargaba mis puños sobre los objetos que contenÃa y lanzaba puntapiés sobre la
puerta.
Después, mi hermano Augustin empezó a entrar de vez en cuando para hablar conmigo. Al principio,
Augustin dio muchos rodeos, pero, finalmente, quedó de manifiesto que un miembro de una gran familia
francesa no iba a terminar como un pobre hermano lego. ¿Cómo podÃa haber malinterpretado yo la
situación hasta aquel punto? Si me habÃan enviado al monasterio, era sólo para que aprendiese a leer y a
escribir. ¿Por qué siempre tenÃa que tomarme yo las cosas tan a la tremenda? ¿Por qué me comportaba
habitualmente como un animal salvaje?
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo
era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debÃa pensar en mis obligaciones para con mis
sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venÃa a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una
auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de
modo que tendrás que desarrollar tu vida aquÃ, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una
partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendà la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar
y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos».
Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
26
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sà que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo
y a describirle la limpieza y el orden que habÃa encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podÃa
perfeccionarse, si se lo proponÃa.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertà que apreciaba con agrado la inusual
profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.
Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino
y, una vez allÃ, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera
una pareja entre una carnada de cachorros de mastÃn.
Jamás habÃa visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos
miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magnÃficos.
Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volvà con el macho y la hembra
que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el
regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de
montar. No me explicó por qué hacÃa todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendà qué era lo que ponÃa
en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecà un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos mastines, me convertà en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se
desarrollaba en el campo abierto.
En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie querÃa oÃrme hablar de
recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de
las tierras siguieran robándonos.
Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba
devastador.
Todos los dÃas de fiesta acudÃa a la iglesia sólo para romper la monotonÃa de mi vida y, cuando se
presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos
que no podÃa contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.
No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores.
Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios
sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cumplà dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato
pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo habÃa visto nunca.
Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e
Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.
Me sentà extasiado con su actuación. Nunca habÃa visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de
vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa
que no podÃa seguirles.
27
Cuando la compañÃa terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre
los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podÃa pagar, sin más propósito que
poder hablar con ellos.
SentÃa un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada
actor tenÃa un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo
improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocÃa su nombre, su personaje, y entendÃa a éste y le
hacÃa hablar y actuar como consideraba adecuado. En eso consistÃa la grandeza del género.
Un género que era denominado Commedia dell'arte.
Me sentÃa hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacÃa el papel de Isabella. Subà al
carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a
estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella,
y aplaudieron asegurando que tenÃa don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo
hacÃan.
Al principio, creà que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me
importó si lo eran o no.
A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la
parte de atrás con unas cuantas monedas que habÃa conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo.
Me disponÃa a ser actor.
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo
era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debÃa pensar en mis obligaciones para con mis
sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venÃa a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una
auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de
modo que tendrás que desarrollar tu vida aquÃ, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una
partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendà la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar
y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos».
Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sà que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo
y a describirle la limpieza y el orden que habÃa encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podÃa
perfeccionarse, si se lo proponÃa.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertà que apreciaba con agrado la inusual
profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.
Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino
y, una vez allÃ, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera
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una pareja entre una carnada de cachorros de mastÃn.
Jamás habÃa visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos
miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magnÃficos.
Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volvà con el macho y la hembra
que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el
regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de
montar. No me explicó por qué hacÃa todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendà qué era lo que ponÃa
en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecà un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos mastines, me convertà en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se
desarrollaba en el campo abierto.
En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie querÃa oÃrme hablar de
recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de
las tierras siguieran robándonos.
Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba
devastador.
Todos los dÃas de fiesta acudÃa a la iglesia sólo para romper la monotonÃa de mi vida y, cuando se
presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos
que no podÃa contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.
No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores.
Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios
sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cumplà dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato
pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo habÃa visto nunca.
Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e
Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.
Me sentà extasiado con su actuación. Nunca habÃa visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de
vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa
que no podÃa seguirles.
Cuando la compañÃa terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre
los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podÃa pagar, sin más propósito que
poder hablar con ellos.
SentÃa un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada
actor tenÃa un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo
improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocÃa su nombre, su personaje, y entendÃa a éste y le
hacÃa hablar y actuar corno consideraba adecuado. En eso consistÃa la grandeza del género.
Un género que era denominado Commedia dell'arte.
Me sentÃa hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacÃa el papel de Isabella. Subà al
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carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a
estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella,
y aplaudieron asegurando que tenÃa don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo
hacÃan.
Al principio, creà que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me
importó si lo eran o no.
A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la
parte de atrás con unas cuantas monedas que habÃa conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo.
Me disponÃa a ser actor.
Veréis, en la vieja comedia italiana, al personaje de Lelio se le atribuye una gran donosura; como ya
he explicado, es el amante y no lleva máscara. Si el actor le aporta buenos modales, dignidad y porte
aristocrático, tanto mejor, pues todo ello forma parte del papel.
Pues bien, la trouppe consideró que yo poseÃa todas aquellas caracterÃsticas y me preparó
inmediatamente para la siguiente representación que tenÃan previsto ofrecer. Y, el dÃa antes de la
actuación, recorrà la ciudad —un lugar mucho mayor y, sin duda, más interesante que nuestra aldea—
anunciando la obra junto a los demás actores.
Me sentÃa en el paraÃso, pero ni el viaje ni los preparativos ni la camaraderÃa de mis colegas actores
fueron comparables al éxtasis que experimenté cuando por fin hice mi aparición en el pequeño escenario
de madera.
Me entregué alocadamente a enamorar a Isabella. Descubrà una facilidad para los versos y para las
frases ingeniosas que jamás habÃa sospechado. Escuché el eco de mi voz en los muros de piedra del
recinto. Oà las risas que llegaban hasta mà en oleadas desde el público. Casi tuvieron que sacarme a
rastras del escenario para detenerme, pero todo el mundo se dio cuenta de que habÃa sido un gran éxito.
Por la noche, la actriz que hacÃa el papel de mi enamorada me hizo objeto de sus especiales e Ãntimas
muestras de elogio. Me dormà entre sus brazos y lo último que le oà decir fue que, cuando llegáramos a
ParÃs, actuarÃamos en la feria de St. Germain y luego dejarÃamos a la trouppe para quedarnos en la
ciudad; trabajarÃamos en el Boulevard du Temple, hasta ingresar en la propia Comedie Française y actuar
para MarÃa Antonieta y el rey Luis.
Cuando desperté a la mañana siguiente, mi Isabella habÃa desaparecido con todos los demás actores,
y en su lugar encontré a mis hermanos.
Nunca supe si habÃan comprado a mis amigos para que me entregaran, o si sólo los habÃan asustado.
Muy probablemente, lo segundo. Fuera como fuese, fui devuelto a casa otra vez.
Por supuesto, mi familia estaba absolutamente horrorizada ante lo que habÃa hecho. Querer hacerse
monje a los doce años era comprensible, pero el teatro era cosa del diablo. Incluso al gran Moliere le
habÃan negado un entierro cristiano. ¡Y yo me habÃa escapado con unos harapientos vagabundos
italianos, me habÃa pintado la cara de blanco y habÃa actuado con ellos en una plaza pública por unas
monedas!
Me molieron a palos y, cuando lancé maldiciones contra todo el mundo, siguieron golpeándome.
30
Sin embargo, el peor castigo fue ver la expresión de mi madre. Ni siquiera a ella le habÃa dicho que
me iba. Y eso le habÃa dolido, cosa que jamás hasta entonces le habÃa sucedido.
De todos modos, en ningún momento me hizo el menor comentario al respecto. Cuando acudió a
verme, escuchó mi llanto y vi lágrimas en sus ojos. Y me puso una mano en el hombro, gesto un poco
sorprendente en ella.
No quise contarle cómo habÃan sido los breves dÃas de mi fuga, pero creo que ella lo supo. Algo
mágico se habÃa perdido por completo. Y, una vez más, desafió a mi padre y puso fin a las
recriminaciones, a los golpes y a las limitaciones de movimientos.
Me hizo sentar a su lado en la mesa, me dedicó una especial atención, incluso trabó conmigo una
conversación que resultaba absolutamente forzada para ella, hasta que hubo apaciguado y disuelto el
rencor de la familia.
Por último, como hiciera ya una vez, tomó otra de sus joyas y me compró el espléndido fusil de caza
que llevé conmigo cuando maté a los lobos.
Se trataba de una arma cara y excelente, y, a pesar de lo desdichado que me sentÃa, no vi el
momento de probarla. Y mi madre añadió al fusil otro regalo, una espléndida yegua zaina con una
potencia y una velocidad como jamás habÃa visto en ningún animal. Pero estas cosas eran nimiedades en
comparación con el consuelo general que me proporcionó su presencia.
Con todo, la amargura que sentÃa dentro de mà no remitió.
Nunca olvidé lo que habÃa sentido cuando representaba a Lelio. Me hice un poco más cruel por lo que
habÃa sucedido y nunca jamás volvà a la feria del pueblo. Me hice a la idea de que no debÃa escapar de
allà nunca más; y, cosa extraña, cuanto más profunda se hizo mi desesperanza, más aumentó mi
contribución a la buena marcha de la casa.
A los dieciocho años, sin la ayuda de nadie, yo me encargaba de poner el temor de Dios entre los
criados y los arrendatarios. Sin la ayuda de nadie, yo proveÃa la comida para nuestra mesa. Y, por alguna
extraña razón, esto me producÃa satisfacción. Ignoro por qué, pero me gustaba sentarme a la mesa y
pensar que todos se estaban dando cuenta de lo que yo habÃa proporcionado.
AsÃ, pues, esos momentos me habÃan unido a mi madre. Esos momentos habÃan despertado entre
nosotros un afecto mutuo que pasaba inadvertido y que, probablemente, no tenÃa igual en las vidas de
quienes nos rodeaban.
Y ahora habÃa acudido a mà en aquel extraño momento en que, por razones que ni yo mismo
entendÃa, la presencia de cualquier otra persona me resultaba insoportable.
Con los ojos fijos en el fuego, apenas la vi subir al colchón de paja y dejarse caer sentada a mi lado.
Silencio. Sólo se oÃa el chisporroteo del fuego y la respiración profunda de los perros que dormÃan
junto a mÃ.
Entonces la miré y me sentà vagamente alarmado.
HabÃa pasado todo el invierno con una tos persistente y ahora parecÃa realmente enferma; por primera
vez, su belleza, que siempre habÃa sido muy importante para mÃ, parecÃa vulnerable.
Su rostro era anguloso y sus pómulos resultaban perfectos, altos y muy separados, pero delicados.
31
TenÃa la mandÃbula fuerte, pero exquisitamente femenina, y unos ojos diáfanos de color azul cobalto,
orlados por unas tupidas pestañas cenicientas.
Si algún defecto tenÃa era, tal vez, que sus rasgos eran demasiado pequeños, demasiado gatunos, y
le daban el aspecto de una chiquilla. Los ojos se le hacÃan aún más pequeños cuando estaba enfadada,
y, aunque dulces, su labios solÃan mostrar un aire de dureza. No expresaban tristeza ni se
descomponÃan, sino que formaban una especie de pequeña rosa roja en su rostro. Las mejillas, en
cambio, eran muy finas, y la forma del rostro muy estrecha; cuando se ponÃa muy seria, sus labios
parecÃan mezquinos aunque no cambiaran en absoluto de expresión.
En aquella ocasión se la veÃa ligeramente abatida, pero a mà seguÃa pareciéndome hermosa. SeguÃa
siendo hermosa. Me gustaba mirarla. TenÃa un cabello rubio y abundante, y yo habÃa heredado ese rasgo
de ella.
De hecho, me parezco a mi madre, al menos en un primer vistazo, aunque mis facciones son más
grandes y bastas, y mi boca es más móvil y puede volverse muy mezquina. Y en mi expresión puede
apreciarse mi sentido del humor, la capacidad para la picardÃa y para la risa casi histérica que siempre he
conservado, por desgraciado que me sintiera. Ella no solÃa reÃrse y podÃa lanzar una mirada
profundamente helada. Aun asÃ, siempre conservaba una dulzura casi infantil.
Pues bien, la miré allà sentada en mi cama —incluso le sostuve la mirada, supongo— y ella empezó a
hablarme de inmediato.
—Ya sé qué te sucede —me dijo—. Los odias a todos. Los odias por lo que has tenido que sufrir y
ellos ignoran. Ninguno de ellos tiene la imaginación suficiente para entender lo que te sucedió ahà arriba,
en la montaña.
Experimenté un frÃo placer al escuchar estas palabras y respondà con un mudo asentimiento que ella
entendió perfectamente.
—Lo mismo me sucedió a mà la primera vez que tuve un hijo —siguió entonces—. Padecà terribles
sufrimientos durante doce horas y me sentà atrapada en el dolor, sabiendo que la única liberación era el
parto o mi muerte. Cuando todo hubo pasado, sostuve en los brazos a tu hermano Augustin, pero no
quise a nadie más cerca de mÃ. Y no era porque los culpara a ellos. Era sólo que habÃa sufrido tanto, hora
tras hora, que habÃa entrado en el cÃrculo infernal y habÃa vuelto a salir de él. Ellos no habÃan estado en
aquel cÃrculo infernal. Y yo me sentÃa completamente sosegada. En aquel hecho tan corriente, en el acto
vulgar de dar a luz, entendà lo que significa la soledad absoluta.
—SÃ, eso es —respondÃ. Me sentÃa un poco emocionado.
Ella no añadió nada. Me habrÃa sorprendido que lo hiciera. Una vez dicho lo que habÃa venido a decir,
no Ãbamos a mantener, en realidad, ninguna conversación. Con todo, me puso la mano en la frente —un
gesto muy poco usual en ella— y, cuando observó que todavÃa llevaba las mismas ropas de caza
ensangrentadas con las que habÃa vuelto a casa, yo me di cuenta también y advertà lo sucio y maloliente
que estaba.
Mi madre guardó silencio unos minutos.
Mientras estaba allà sentado, con la vista fija en el fuego detrás de su silueta, deseé decirle muchas
32
cosas; sobre todo, cuánto la querÃa.
Sin embargo, fui cauto. Ella tenÃa un modo muy seco de cortarme cuando le hablaba y, mezclado con
mi amor, habÃa un profundo resentimiento hacia ella.
Toda mi vida la habÃa visto leer sus libros italianos y escribir cartas a gente de Nápoles, donde habÃa
crecido, pero jamás habÃa tenido paciencia ni para enseñarnos a mà o a mis hermanos el abecedario. Y
nada de esto habÃa cambiado tras mi regreso del monasterio. Yo habÃa cumplido los veinte y seguÃa sin
poder leer o escribir más que mi nombre y un puñado de oraciones. Me repugnaba ver los libros de mi
madre y odiaba verla absorta en ellos.
Y, de una manera vaga, me disgustaba el hecho de que sólo un sufrimiento extremo por mi parte
consiguiera arrancar de ella alguna muestra de calor o de interés.
Con todo, ella habÃa sido mi salvadora. Y no habÃa nadie más que ella. Y tal vez yo estaba todo lo
cansado de mi soledad que puede estarlo un joven.
En aquel momento la tenÃa allÃ, fuera de los confines de su biblioteca, y me prestaba atención. Por fin,
me convencà de que no se levantarÃa para marcharse y me encontré hablando con ella.
—Madre —dije en voz baja—, hay algo más. Antes de que sucediera eso, habÃa veces que sentÃa
cosas horribles. —No hubo ningún cambio en su expresión—. A veces he soñado que los mataba a todos
—continué—. En el sueño, mato a mis hermanos y a mi padre. Voy de habitación en habitación acabando
con ellos como he hecho con los lobos. Siento dentro de mà el deseo de matar...
—Yo también, hijo mÃo —intervino ella—. Yo también.
Su rostro se iluminó con una enigmática sonrisa al mirarme. Me incliné hacia adelante y la contemplé
más detenidamente. Bajé el tono de voz.
—Me veo gritando cuando sucede —añad×. Veo mi rostro desfigurado en muecas y escucho unos
gritos atronadores que surgen de mÃ. Mi boca es una O perfecta y de mi garganta surgen gritos y alaridos.
Mi madre asintió con la misma mirada comprensiva, como si tras sus ojos destellara una luz.
—Y en la montaña, madre, cuando luchaba con los lobos... Fue un poco lo mismo.
—¿Sólo un poco? —preguntó ella. Asentà con la cabeza.
—Mientras mataba a los lobos, me sentÃa alguien distinto de mÃ. Ahora no sé quién está aquà contigo,
si tu hijo Lestat o ese otro hombre, el que disfruta matando.
Ella permaneció en silencio un largo rato.
—No —dijo por último—. Fuiste tú quien mató a los lobos. Tú eres el cazador, el guerrero. Tú eres el
más fuerte de todos aquÃ, y ésa es tu tragedia.
Sacudà la cabeza. Mi madre tenÃa razón, pero no importaba. Aquello no compensaba la infelicidad que
sentÃa. Sin embargo, ¿de qué servÃa pregonarlo?
Ella apartó un momento la mirada; luego la concentró de nuevo en mà y añadió:
—Pero tú eres muchas cosas, no sólo una. Eres el matador y el hombre. No cedas ante el matador
que llevas dentro, sólo porque los odies. No tienes que cargar sobre ti el peso del asesinato o de la locura
para liberarte de este lugar. Sin duda habrá otros modos.
Las dos últimas frases fueron dos mazazos. El comentario habÃa ido directo al meollo del asunto. Y
33
me desconcertó lo que eso significaba.
Siempre habÃa considerado que no podÃa ser una buena persona y enfrentarme a ellos. Ser bueno
significaba someterme a ellos. Salvo, naturalmente, que encontrara una idea más interesante de la
bondad.
Permanecimos sentados en silencio unos instantes. Y pareció surgir una atmósfera de intimidad
inhabitual incluso para nosotros. Ella tenÃa la vista fija en el fuego y se rascaba su espesa cabellera, que
llevaba recogida en un moño en la parte posterior de la cabeza.
—¿Sabes qué imagino? —me preguntó, mirándome otra vez—. No tanto en su muerte como en un
abandono que prescinda completamente de ellos. Me imagino bebiendo vino hasta estar tan ebria que
me quito la ropa y me baño desnuda en los arroyos de la montaña.
Casi me eché a reÃr, pero era una sublime diversión. La contemplé, dudando por un instante de si la
habÃa entendido bien. Pero aquéllas eran las palabras que habÃa pronunciado y no habÃa terminado.
—Y luego imagino que voy al pueblo —dijo— y entro en la posada y me llevo a la cama a todos los
hombres que acuden allÃ: hombres bastos, hombres grandes, ancianos y muchachos. Me imagino allÃ
tendida, tomándoles uno tras otro y dejándome llevar por una sensación de triunfo, por un total abandono
sin la menor preocupación por lo que pueda sucederles a tu padre o a tus hermanos, si están vivos o
muertos. En ese momento, me siento puramente yo misma. Yo no pertenezco a nadie.
Me sentà demasiado escandalizado y asombrado para responder, pero, de nuevo, aquello me resultó
terriblemente divertido. Pensé en mi padre y en mis hermanos y en los pomposos tenderos del pueblo e
imaginé cómo reaccionarÃan ante tal conducta, y me pareció una situación casi hilarante.
Si no me reà a carcajadas fue, probablemente, por una especie de respeto hacia la imagen de mi
madre desnuda. Sin embargo, no pude quedarme callado del todo. Solté una ligera risilla y ella asintió
con una sonrisa mientras enarcaba las cejas, como si dijera: «Nosotros nos entendemos».
Finalmente, estallé en carcajadas, descargué el puño sobre mi rodilla y golpeé con la coronilla la
cabecera de la cama. Entonces, mi madre casi se echó a reÃr. Tal vez lo estaba haciendo para sus
adentros, con su estilo discreto y callado.
Curioso instante. Tuve una visión casi brutal de mi madre como un ser humano completamente aparte
de todo lo que la rodeaba. Nosotros dos nos entendÃamos, en efecto, y el resentimiento que sentÃa hacia
ella no tenÃa importancia ahora.
Mi madre se quitó el alfiler del cabello y dejó que éste le cayera libremente sobre los hombros.
Tras esto, permanecimos sentados en silencio durante tal vez una hora. No hubo más risas ni más
palabras, sólo el resplandor del fuego y la presencia de ella junto a mÃ.
Ella habÃa vuelto el rostro para contemplar el fuego. Su perfil, con la delicadeza de la nariz y los labios,
era una visión muy hermosa. Entonces, movió la cabeza para mirarme de nuevo, y, con la misma voz
uniforme y sobria, desprovista de toda emoción desmedida, me reveló:
—Ya nunca me iré de aquÃ. Me estoy muriendo.
Me quedé anonadado. El asombro y el desconcierto que habÃa sentido antes no fueron nada
comparados con lo que sentà en aquel instante.
34
—TodavÃa viviré esta primavera —continuó— y es posible que el verano también, pero no resistiré
otro invierno, lo sé. El dolor de los pulmones es demasiado insoportable.
Lancé un pequeño gemido de angustia. Creo que me incliné hacia adelante y exclamé: «¡Madre!».
—No digas nada más —replicó ella.
Creo que le desagradaba oÃrse llamar madre, pero yo no habÃa podido evitar la palabra.
—Sólo deseaba decÃrselo a otra alma —continuó—. OÃrlo en voz alta. Estoy absolutamente
horrorizada con esa idea. Me da miedo.
Quise cogerle las manos entre las mÃas, pero sabÃa que ella no lo permitirÃa. No le gustaba que la
tocaran. Nunca pasaba sus brazos en torno a nadie. AsÃ, pues, fueron nuestras miradas las que se
abrazaron. Y los ojos se me llenaron de lágrimas al mirarla.
Ella me dio unas palmaditas en la mano.
—No le des muchas vueltas a eso —me dijo—. Yo no lo hago. Sólo de vez en cuando. Pero debes
prepararte para seguir viviendo sin mà cuando llegue la hora. Tal vez te resulte más difÃcil de lo que
piensas.
Quise decir algo, pero no me salieron las palabras.
Mi madre salió de la alcoba como habÃa entrado, en completo silencio.
Y, aunque en ningún momento habÃa dicho nada de mis ropas ni de mi barba, ni del aspecto horrible
que yo presentaba, mi madre me envió a los criados con ropas limpias, la navaja de afeitar y agua
caliente. Sin decir palabra, dejé que se ocuparan de mÃ.
35
3
Empecé a sentirme un poco más fuerte. Dejé de pensar en lo sucedido con los lobos y concentré los
pensamientos en mi madre.
Recordé sus palabras, «absolutamente horrorizada», y no supe qué pensar de ellas, salvo que
parecÃan reflejar la verdad exacta. Asà me sentirÃa yo si estuviera muriéndome lentamente. Antes
preferirÃa haber acabado mi vida en la montaña, con los lobos.
Pero en su confidencia habÃa mucho más. Tras su permanente silencio, mi madre siempre se habÃa
sentido desgraciada. Le disgustaban tanto como a mà la inercia y la falta de perspectivas de nuestras
vidas. Y ahora, después de tener ocho hijos, tres vivos y cinco fallecidos, estaba cerca de la muerte.
Aquél era su final.
Decidà abandonar la cama y la habitación si eso la hacÃa sentirse mejor, pero, cuando lo intenté, no
pude. La idea de que estuviera muñéndose me resultaba insoportable. Recorrà paso a paso la estancia
una y otra vez, comà todo lo que me trajeron, pero seguà sin acudir a su encuentro.
Sin embargo, cuando casi se cumplÃa un mes de los hechos, acudieron al castillo unos visitantes que
reclamaban mi presencia.
Mi madre acudió a verme y dijo que debÃa recibir a los comerciantes del pueblo, que querÃan honrarme
por haber matado los lobos.
—¡Bah, al diablo con eso! —respondÃ.
—No —insistió ella—. Tienes que bajar. Te traen regalos. Ve a cumplir con tu deber.
Todo aquello me fastidiaba.
Cuando entré en el salón, encontré esperándome a los ricos tenderos, todos ellos hombres a quienes
conocÃa bien.
Todos venÃan engalanados para la ocasión, pero entre ellos destacaba un joven a quien no reconocÃ
en un primer momento.
TenÃa aproximadamente mi edad, y era muy alto. Cuando nuestras miradas se cruzaron, recordé
quién era. Nicolás de Lenfent, el hijo mayor del pañero, a quien su padre habÃa enviado a estudiar a
ParÃs.
Ahora, el muchacho era como una aparición.
Vestido con una espléndida casaca de brocado en colores rosa y oro, calzaba chinelas de tacones
dorados y llevaba una llamativa pechera de encaje italiano. Únicamente su cabello seguÃa siendo el de
antes, oscuro y muy rizado, y le daba un aspecto un tanto infantil pese a llevarlo atado a la nuca con una
delicada cinta de seda.
Todo aquello era moda parisina, de la que yo veÃa pasar por la casa de postas.
36
Y ahora tenÃa que ir a su encuentro con mis raÃdas ropas de lana y mis gastadas botas de cuero y
unos encajes amarillentos, mil veces zurcidos.
Nos saludamos con sendas reverencias, pues él era, al parecer, el portavoz de los reunidos. A
continuación, el joven Nicolás extrajo de su humilde envoltorio de estameña negra una magnÃfica capa de
terciopelo rojo forrada de piel. Un objeto magnÃfico, hermosÃsimo. A mi interlocutor le brillaban
intensamente los ojos cuando me miró. Se hubiera dicho que estaba admirando a un soberano.
—Os ruego que aceptéis esta capa, monseñor —dijo con voz sincera—. Hemos utilizado la piel más
fina de los lobos para forrarla y hemos pensado que os será de utilidad en invierno, cuando salgáis de
cacerÃa a caballo.
—Y esto también, monseñor —añadió su padre, presentándome un par de botas de gamuza negras,
forradas de piel y finamente cosidas—. Para la cacerÃa, monseñor.
Me sentà un poco abrumado. Aquellos hombres, que tenÃan la clase de riqueza con la que yo podÃa
sólo soñar, expresaban en sus gestos la mayor deferencia hacia mà y me rendÃan respeto como
aristócrata.
Acepté la capa y las botas y les di las gracias con la misma efusividad con que siempre agradecÃa las
cosas a cualquiera.
Y, a mi espalda, escuché a mi hermano Augustin comentar:
—¡Ahora sà que se pondrá realmente imposible!
Noté que me ruborizaba. Era ultrajante que hubiera hecho tal comentario en presencia de aquellos
hombres, pero cuando miré a Nicolás de Lenfent vi en su rostro la expresión más afectuosa.
—Yo también soy imposible, monseñor —me susurró mientras le daba el beso de despedida—. ¿Me
permitiréis algún dÃa venir a hablar con vos para que me contéis cómo acabasteis con todos? Sólo el
imposible puede hacer lo imposible.
Ninguno de los tres comerciantes me habÃa hablado jamás de aquel modo. Por un instante, Nicolás y
yo volvimos a ser dos chiquillos. Y solté una carcajada. Su padre pareció desconcertado. Mis hermanos
dejaron de cuchichear. Pero Nicolás de Lenfent continuó sonriendo con parisina serenidad.
Cuando la delegación se hubo marchado, llevé la capa de terciopelo rojo y las botas de gamuza a la
habitación de mi madre.
Estaba leyendo, como siempre, mientras se cepillaba el cabello con gesto indolente. Bajo la débil luz
que entraba por la ventana, le vi por primera vez canas en el pelo. Le comenté lo que habÃa dicho Nicolás
de Lenfent.
—¿Por qué dice que es imposible? —quise saber—. Dijo esa frase con intención, como si se refiriera
a algo concreto.
Ella se echó a reÃr.
—Se refiere a algo, desde luego —respondió después—. Está castigado. —Apartó por un instante los
ojos del libro y me miró—. Ya sabes que toda la vida le han educado para ser una pequeña imitación de
aristócrata. Pues bien, durante su primer año como estudiante de Leyes en ParÃs, fue a enamorarse
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locamente del violÃn. Al parecer, escuchó a un virtuoso italiano, uno de esos genios de Padua, tan
excepcional que la gente murmura sobre si habrÃa vendido su alma al diablo. Tras oÃrle, Nicolás lo
abandonó todo inmediatamente para acudir a tomar lecciones de Wolfgang Mozart. Incluso vendió sus
libros. No hizo otra cosa que tocar y tocar el instrumento, hasta suspender los exámenes en Leyes.
Insiste en que quiere ser músico, ¿te imaginas?
—Y su padre está fuera de sÃ, ¿no es eso?
—Exacto. Incluso le rompió el violÃn, y ya sabes lo que representa una mercaderÃa cara para un buen
pañero.
SonreÃ.
—¿Y, asÃ, Nicolás se ha quedado sin violÃn?
—No, ya tiene otro instrumento. No tardó en escapar a Clermont y allà vendió su reloj para comprar el
nuevo violÃn. Tiene razón cuando dice que es imposible, y lo peor es que toca bastante bien.
—¿Le has oÃdo?
Mi madre apreciaba la buena música, pues habÃa crecido escuchándola en Nápoles. Yo, en cambio,
sólo conocÃa el coro de la iglesia y la música popular de las ferias.
—SÃ, el domingo pasado, cuando iba a misa —respondió—. Nicolás estaba tocando en el dormitorio
del piso superior, encima de la tienda. Todo el mundo podÃa oÃrle y su padre le estaba amenazando con
romperle las manos.
Solté un leve jadeo ante tal crueldad. Me sentÃa profundamente fascinado. Creo que empecé a
quererle en ese mismo instante, por lanzarse de aquel modo a hacer lo que deseaba.
—Naturalmente, el muchacho nunca llegará a nada —siguió comentando mi madre.
—¿Por qué no?
—Es demasiado mayor. No se puede empezar a aprender violÃn a los veinte años. De todos modos,
¿qué sé yo? A su modo, tiene una forma mágica de tocar. Y tal vez le venda su alma al diablo.
Me eché a reÃr, un poco inquieto. Aquello sonaba a magia.
—¿Por qué no bajas al pueblo y te haces amigo suyo? —me sugirió.
—¿Por qué diablos tendrÃa que hacerlo? —repliqué.
—Vamos, Lestat. A tus hermanos no les hará mucha gracia. Y el viejo comerciante no cabrá en sà de
gozo. Su hijo y el hijo del marqués...
—No son razones suficientes.
—Nicolás ha estado en ParÃs —añadió ella. Me miró durante un instante. Luego se concentró de
nuevo en su libro y volvió a pasarse de vez en cuando el cepillo por el cabello con el mismo gesto
indolente.
La contemplé mientras leÃa, furioso. QuerÃa preguntarle cómo se encontraba, si tenÃa mucha tos aquel
dÃa, pero no fui capaz de hacerle el menor comentario.
—Baja al pueblo y habla con él, Lestat —insistió ella, sin volver a mirarme.
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4
Tardé una semana en decidirme a ir en busca de Nicolás de Lenfent.
Me puse la capa de terciopelo rojo forrada de piel y las botas de gamuza forradas, y descendà por la
serpenteante calle principal del pueblo, en dirección a la posada.
La tienda del padre de Nicolás estaba frente por frente con la posada, pero no vi a Nicolás ni escuché
su violÃn.
Yo no tenÃa dinero más que para un vaso de vino, y no supe muy bien qué decir cuando el posadero
se me acercó y, con una reverencia, dejó delante de mà una botella de su mejor vino.
Naturalmente, aquella gente me habÃa tratado siempre como el hijo del amo, pero aprecié que las
cosas habÃan cambiado mucho tras la cacerÃa de los lobos y, cosa extraña, ello me hizo sentir aún más
solo de lo habitual.
Pero apenas me habÃa servido el primer vaso cuando apareció Nicolás, un gran torbellino de color en
la puerta abierta del local.
Por fortuna, no iba vestido con la elegancia de la otra vez, pero, aun asÃ, todo cuanto llevaba —seda,
terciopelo y cuero nuevo— rezumaba riqueza.
En cambio, venÃa sonrojado como si hubiera estado corriendo; llevaba el cabello revuelto y enredado y
tenÃa un brillo de excitación en los ojos. Me hizo una reverencia, esperó a que le invitara a sentarse y
luego me preguntó:
—¿Cómo hicisteis, monseñor, para matar esos lobos?
Cruzó los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.
—¿Por qué no me contáis vos cómo es ParÃs, monseñor? —repliqué, y advertà de inmediato que mis
palabras habÃan sonado burlonas y bruscas—. Lo siento —añadà al instante—. Me gustarÃa saberlo, de
veras. ¿Habéis estudiado en la Universidad? ¿De veras os ha dado Mozart clases? ¿Qué hace la gente
en ParÃs? ¿De qué conversan? ¿Qué piensan?
Nicolás se rió por lo bajo ante la andanada de preguntas. No pude evitar reÃrme también. Pedà otro
vaso y le acerqué la botella.
—Decidme, ¿estuvisteis en los teatros de ParÃs? ¿Visteis la Comedie Française?
—Muchas veces —respondió él, sin mucho entusiasmo—. Pero escuchad, la diligencia va a llegar en
cualquier momento y se armará aquà mucho alboroto. Permitidme el honor de invitaros a cenar en una
estancia privada del piso de arriba. Me encantarÃa que aceptarais...
Y, sin darme tiempo a formular una protesta de cortesÃa, dio las órdenes pertinentes y fuimos
conducidos a una pequeña habitación, tosca pero acogedora.
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Yo no habÃa entrado casi nunca en una estancia pequeña de madera, y ésta me encantó desde el
primer momento. La mesa estaba ya puesta para la comida que traerÃan más tarde, el fuego caldeaba de
verdad el lugar, al contrario que las llamas directas y rugientes de las chimeneas del castillo, y el grueso
cristal de la ventana estaba lo bastante limpio para poder divisar el azul invernal sobre las montañas
cubiertas de nieve.
—Ahora os contaré todo lo que queráis saber sobre ParÃs —aceptó mi interlocutor, mientras esperaba
gentilmente a que yo me sentara primero—. SÃ, estuve en la Universidad —dijo, una vez que nos hubimos
acomodado, y lanzó una risilla despectiva como si no mereciera la pena extenderse en ello—. Y estudié
con Mozart, quien, de no haber andado escaso de alumnos, me habrÃa dicho que yo era un caso perdido
para la música. En fin, ¿por dónde queréis que empiece? ¿Por el hedor de la ciudad, o por su ruido
infernal? ¿Por las multitudes hambrientas que le atosigan a uno en todas partes? ¿Por los ladrones
dispuestos a rebanaros el gaznate detrás de cualquier esquina?
Deseché todo aquello con un ademán. La sonrisa de Nicolás era muy distinta a su tono de voz; sus
gestos eran abiertos y atrayentes.
—Uno de esos grandes teatros parisinos... —dije—. DescribÃdmelo..., ¿cómo es?
Creo que estuvimos en la pequeña habitación cuatro horas completas, sin hacer otra cosa que beber y
conversar.
Nicolás trazó planos de los teatros sobre la mesa; utilizaba para ello un dedo mojado. Me habló de las
obras que habÃa visto, de los actores famosos, de las casitas de los bulevares. Pronto me estaba
describiendo todas las cosas de ParÃs, olvidado ya su cinismo. Mi curiosidad le daba alas para hablar de
la Ile de la Cité, y del Barrio Latino, de la Sorbona, del Louvre.
Nos adentramos en asuntos más abstractos, en cómo se presentaban los sucesos en los periódicos,
en las tertulias de los estudiantes en los cafés. Me contó que el pueblo estaba inquieto y que era
desafecto a la monarquÃa. Que aspiraba a un cambio en el gobierno y que no tardarÃa mucho en
rebelarse. Me habló de los filósofos, Diderot, Voltaire, Rousseau.
No entendà todo lo que me contaba, pero, con su hablar rápido, sarcástico a veces, me proporcionó
una imagen maravillosamente completa de lo que estaba sucediendo en ParÃs.
Por supuesto, no me sorprendió saber que la gente instruida no creÃa en Dios, sino que estaba
infinitamente más interesada en la ciencia; que la aristocracia era objeto de grandes antipatÃas; y que lo
mismo sucedÃa con la Iglesia. Ésta era una época guiada por la razón, no por la superstición, y cuantas
más cosas decÃa Nicolás, mejor lo entendÃa yo.
Pronto se puso a describirme la Enciclopedia, la gran recopilación de conocimientos supervisada por
Diderot. Luego me habló de los salones a los que habÃa asistido, las juergas, las veladas con las actrices.
Me describió los bailes públicos en la Palais Royal, donde solÃa aparecer MarÃa Antonieta entre la gente
del pueblo.
—He de confesar —dijo finalmente— que todo esto suena mucho mejor en esta habitación de lo que
es en realidad.
—No os creo —repliqué yo con suavidad. No querÃa que dejase de hablar. QuerÃa que siguiera
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contando cosas eternamente.
—Estamos en tiempo de incredulidad, monseñor —comentó Nicolás mientras llenaba los vasos de
ambos con una nueva botella de vino—. Muy peligrosos.
—¿Peligrosos? ¿Por qué? —repliqué—. ¿Por poner fin a la superstición? ¿Qué otra cosa podrÃa
haber mejor?
—Habláis como un auténtico hombre del siglo XVIII, monseñor —respondió él con una sonrisa de
ligera melancolÃa—. Pero ya nadie da valor a nada. No hay más que moda. Incluso el ateÃsmo es una
moda.
Yo siempre habÃa tenido una mentalidad escéptica en religión, aunque por ninguna razón filosófica. En
mi familia, nadie creÃa mucho en Dios, ni entonces ni en el pasado. Por supuesto, ellos decÃan que sà a la
costumbre, y todos asistÃamos a misa. Sin embargo, todo eso eran obligaciones sociales. HacÃa mucho
tiempo que la religión habÃa muerto en nuestra familia, igual quizá que en miles de familias de
aristócratas. Por mi parte, ni siquiera en el monasterio habÃa creÃdo en Dios. HabÃa creÃdo en los monjes
que me rodeaban.
Traté de explicárselo a Nicolás en palabras sencillas sin que se ofendiera, porque para su familia las
cosas eran de otra manera. Incluso su miserable y ambicioso padre (a quien yo admiraba en secreto) era
fervientemente religioso.
—Sin embargo, ¿pueden los hombres vivir sin esas creencias? —preguntó él casi con tristeza—.
¿Pueden los hijos afrontar el mundo sin ellas?
Empecé a comprender la razón de su sarcasmo y cinismo. TodavÃa estaba muy reciente su pérdida de
fe, y hablar de ello era un trago amargo para él.
Con todo, por acerbo que fuera su sarcasmo, emanaba de mi interlocutor una gran energÃa, una
pasión irreprimible. Y eso me atrajo de él. Creo que sentà amor por él. Un par de vinos más y quizá
terminarÃa confesándole algo absolutamente ridÃculo por el estilo.
—Yo he vivido siempre sin creencias —afirmé.
—SÃ, ya lo sé —respondió él—. ¿Recordáis la historia de las brujas, esa vez que llorasteis en el lugar
de las brujas?
—¿Que lloré por las brujas?
Le miré unos instantes sin saber a qué se referÃa, pero pronto se agitó dentro de mà un doloroso
sentimiento de humillación. Demasiados de mis recuerdos tenÃan aquel mismo regusto. Y en aquel
momento tenÃa que recordar haber llorado por unas brujas.
—No recuerdo —contesté.
—Éramos pequeños y el sacerdote nos estaba enseñando las oraciones. Un dÃa el sacerdote nos
llevó a ver el lugar donde habÃan quemado a las brujas muchos años antes, y encontramos las viejas
estacas y el suelo ennegrecido.
—¡Ah, ese lugar! —Me recorrió un escalofrÃo—. ¡Qué sitio tan horrible!
—Os pusisteis a gritar y a llorar. Incluso mandaron llamar al propio marqués, porque vuestra niñera no
conseguÃa calmaros.
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—Era un niño terrible —murmuré, tratando de quitarle importancia al asunto. Por supuesto que lo
recordaba todo ahora: los gritos, el traslado a casa, las pesadillas con las hogueras. Alguien que me
humedecÃa la frente y decÃa: «Lestat, despierta».
Pero no habÃa revivido la escena desde hacÃa años. Cuando pasaba por las cercanÃas de aquel lugar,
lo único que evocaba era el emplazamiento en sÃ: el bosquecillo de estacas ennegrecidas, las imágenes
de hombres, mujeres y niños quemados vivos.
Nicolás me estudiaba.
—Cuando vuestra madre acudió a buscaros, dijo que todo aquello era obra de la ignorancia y la
crueldad. Estaba furiosa con el sacerdote por contaros esas viejas historias.
AsentÃ.
El horror último habÃa sido oÃr que toda aquella gente de nuestro propio pueblo, olvidada desde hacÃa
tanto tiempo, habÃa muerto por nada; que eran inocentes. «VÃctimas de la superstición», habÃa declarado
ella. «No habÃa brujas de verdad.» No era extraño que yo no dejara de gritar y gritar.
—Mi madre, en cambio —dijo Nicolás—, me contó una historia diferente: que las brujas estaban en
alianza con el diablo y que habÃan arruinado las cosechas y que, convertidas en lobos, mataban ovejas y
niños...
—¿Acaso no serÃa mejor el mundo si nunca más se quemara a nadie en el nombre de Dios? —
pregunté—. ¿Si no se continuara creyendo que Dios puede ordenar al hombre hacer tal cosa a su
semejante? ¿Cuál es el peligro de un mundo racional donde horrores como éste no se produzcan?
Él se inclinó hacia adelante y frunció el entrecejo con aire malicioso.
—Los lobos no os hirieron en la montaña, ¿verdad? —inquirió en tono festivo—. ¿No os habréis
convertido en hombre lobo, monseñor, sin que nadie lo haya advertido? —Acarició el forro de la capa de
terciopelo que aún cubrÃa mis hombros y continuó—: Recordad lo que dijo el buen cura: que en esa
época habÃan quemado a un buen número de hombres lobo. Entonces constituÃan una amenaza habitual.
Me eché a reÃr.
—Si me volviera lobo —respond×, una cosa os puedo asegurar. No me quedarÃa por aquà a matar
niños. Me alejarÃa de este pueblo repugnante y miserable donde todavÃa asustan a los niños con cuentos
de quemas de brujas. HuirÃa camino de ParÃs y no me detendrÃa hasta ver sus murallas.
—Y entonces descubrirÃais que ParÃs es otro agujero repugnante y miserable —replicó él—, donde a
los ladrones les rompen los huesos en la rueda a la vista del populacho en la place de Gréve.
—No —insist×. VerÃa una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese
populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.
—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolás, pero estaba encantado. Cuando sonreÃa, su belleza
destacaba todavÃa más.
—Y conoceré gente como vos —prosegu×, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para
expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente
con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesÃ.
El alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y
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borrachos que estábamos.
—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.
Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo habÃa hecho: expliqué lo que
sentÃa cada dÃa al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del
castillo de mi padre, a cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecÃa casi
encantado.
Las palabras comenzaron a fluir de mis labios como antes lo habÃan hecho de los suyos, y pronto nos
encontramos hablando de mil cosas que habÃamos sentido en nuestros corazones, confidencias de
secretas soledades, y las palabras parecÃan fundamentales, como lo habÃan sido en aquellas raras
ocasiones con mi madre. Y mientras describÃamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos
expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sÃ, sÃ!» y «¡exactamente!», y «entiendo
perfectamente a qué os referÃs», y «sÃ, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.
Otra botella y un nuevo fuego. Le pedà a Nicolás que tocara el violÃn para mà y corrió a buscarlo
inmediatamente a su casa.
CaÃa ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y...
estábamos muy borrachos. No habÃamos llegado a pedir la cena y yo me sentÃa más feliz que nunca en
mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza,
observándole mientras sacaba el instrumento.
Se llevó el violÃn al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las
clavijas.
Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas para hacer sonar la primera nota.
Me incorporé hasta quedar sentado y apoyado con la espalda contra la pared de madera; le miré
fijamente, pues no podÃa creer en el sonido que empecé a escuchar.
Entró en la melodÃa desgarrándola, arrancando las notas del violÃn. Y cada una de ellas era
translúcida y vibrante. Nicolás tenÃa los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior
ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo
su cuerpo se fundÃa en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible
oÃdo más.
Jamás habÃa escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes
torrentes de notas que surgÃan de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenÃa toda la
alegrÃa, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.
Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenÃa mi cabeza apretada entre
ambas manos.
—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia. Me puse en pie y le estreché entre
mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violÃn.
—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.
Me tendà de nuevo en la cama y hundà el rostro en el brazo y rompà a llorar y, una vez hube
empezado, no pude parar.
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El se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo,
advertà que estaba abrumado por el efecto que me habÃa producido su música. En ese instante, no habÃa
en Nicolás el menor sarcasmo, la más mÃnima amargura.
Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.
Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su
padre, arrojando piedrecitas a su ventana.
Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:
—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?
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A partir de entonces, cuando no andaba de caza, mi vida estaba con Nicolás y evocando «nuestra
conversación».
Se acercaba la primavera, las montañas estaban salpicadas de verde y el huerto de manzanos
empezaba a revivir. Y Nicolás y yo estábamos siempre juntos.
Dimos largos paseos por las laderas rocosas, tomamos pan y vino al sol, sobre la hierba, y recorrimos
las ruinas de un viejo monasterio al sur del pueblo. A veces nos quedábamos en mis habitaciones o
subÃamos a las almenas. Y luego, cuando estábamos demasiado bebidos y armábamos demasiado
alboroto como para que los demás nos soportaran, volvÃamos a nuestra habitación de la posada.
Con el paso de las semanas, fuimos abriéndonos cada vez más el uno al otro. Nicolás me habló de su
infancia en la escuela, de las pequeñas decepciones de sus primeros años, de la gente que él habÃa
conocido y querido.
Y yo empecé a contarle mis aflicciones..., hasta terminar con la vieja vergüenza de mi escapada con
los actores italianos.
Me vino a los labios una noche, durante una nueva visita a la posada, mientras estábamos ebrios
como de costumbre. De hecho, estábamos en ese momento de la borrachera que los dos habÃamos dado
en llamar el Instante de Oro, en el que todo tenÃa sentido. Siempre tratábamos de prolongar ese
momento, hasta que, inevitablemente, uno de nosotros confesaba: «No puedo seguir más; creo que el
Instante de Oro ha pasado».
Esa noche, mientras contemplaba la Luna sobre las montañas por la ventana, afirmé que, en ese
Instante de Oro, no era tan terrible que no estuviéramos en ParÃs, que no nos halláramos en la Opera o
en la Comedie, esperando a que se levantara el telón.
—Tú y tus teatros de ParÃs —replicó él—. Hablemos de lo que hablemos, siempre vuelves al tema de
los teatros y los actores...
Sus ojos pardos eran enormes y confiados. E, incluso borracho como estaba, conservaba la elegancia
con su levita de terciopelo rojo parisiense.
—Los actores y actrices hacen magia —afirmé—. Hacen que se produzcan cosas en el escenario,
inventan, crean...
—Espera a ver cómo les corre el sudor por los rostros pintarrajeados bajo el resplandor de las luces.
—¡Ah, ya estamos con ésas otra vez! ¡Precisamente tú, el que lo ha abandonado todo para tocar el
violÃn!
De repente, Nicolás se puso terriblemente serio, abatido, como si estuviera cansado de sus propias
luchas.
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—SÃ, eso hice —confesó.
Para entonces, el pueblo entero sabÃa ya de la batalla entre él y su padre. Nicolás no volverÃa a
estudiar en ParÃs.
—Cuando actúas, creas vida —insist×. Haces surgir algo de la nada. Haces que suceda algo bueno.
Y, para mÃ, eso es una bendición.
—Yo hago música, y eso me hace feliz —respondió—. ¿Qué tiene de bueno o de bendito?
Hice caso omiso de su comentario, como siempre hacÃa ahora con sus muestras de cinismo.
—Yo he vivido todos estos años entre gente que no crea nada ni cambia nada —declaré—. Los
actores y los músicos..., para mà son santos.
—¿Santos? —repitió él—. ¿Bondad? ¿Bendición? ¡Lestat, tu léxico me asombra!
Sonreà y sacudà la cabeza.
—No entiendes. Estoy hablando de la naturaleza de los seres humanos, no de las creencias. Hablo de
los que no aceptarÃan una mentira inútil por el solo hecho de haber nacido para ello. Me refiero a los que
serÃan algo mejor. Se esfuerzan, se sacrifican, hacen cosas...
Le vi conmovido por mis palabras y me sorprendió un poco haberlas pronunciado. Sin embargo, sentÃ
que, de alguna manera, le habÃa herido.
—Hay beatitud en ello. Hay santidad. Y, con Dios o sin Él, hay bondad. Lo sé como sé que ahà fuera
están las montañas, como sé que las estrellas brillan.
Me dirigió una mirada triste. Aún parecÃa dolido. Pero, en aquel momento, yo no pensaba en él.
Pensaba en la conversación que habÃa tenido con mi madre y en mi creencia de que no podÃa ser
bueno si desafiaba a mi familia. Pero si realmente creÃa en lo que estaba diciendo...
Como si leyera los pensamientos, Nicolás me preguntó:
—¿Pero de verdad estás convencido de esas cosas?
—Quizá sÃ, quizá no —respondÃ. No podÃa soportar verle tan triste.
Y creo que, más por ello que por cualquier otra causa, le conté toda la historia de cómo habÃa
escapado yo con los actores. Le conté lo que no habÃa explicado nunca a nadie, ni siquiera a mi madre,
sobre aquellos pocos dÃas y la felicidad que me habÃan proporcionado.
—Y bien —le pregunté a continuación—, ¿cómo podrÃa no ser bueno dar y recibir tal felicidad? Dimos
vida a esa ciudad cuando representamos nuestra obra. Es magia, te lo digo. PodrÃa curar a los enfermos,
seguro que sÃ.
Él movió la cabeza y me di cuenta de que, por respeto a mÃ, callaba algunas cosas que deseaba decir.
—No entiendes, ¿verdad? —insistÃ.
—Lestat, el pecado siempre sienta bien —afirmó él con voz grave—. ¿No lo ves? ¿Por qué crees que
la Iglesia ha condenado constantemente a los actores? El teatro procede de Dioniso, el dios del vino. Lo
puedes leer en Aristóteles. Y Dioniso fue un dios que conducÃa a los hombres al desenfreno. Te sentó
bien salir a ese escenario porque era un acto de abandono y lujuria y libertinaje, el ancestral culto al dios
de la uva, y te lo pasaste en grande por el hecho de desafiar a tu padre...
—No, Nicolás. No y mil veces no.
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—Lestat, somos compañeros de pecado —dijo él, sonriendo por fin—. Siempre lo hemos sido. Los
dos nos hemos portado mal y los dos estamos totalmente desacreditados. Eso es lo que nos une.
Ahora habÃa llegado mi turno de mostrarme triste y dolido. Y el Instante de Oro era ya imposible de
recuperar..., a menos que sucediera algo nuevo.
—Vamos —dije de pronto—. Coge el violÃn y vámonos a algún rincón del bosque donde no
despertemos a nadie con la música. Ya veremos si no hay bondad en ella.
—¡Eres un loco! —exclamó él, pero agarró por el cuello la botella sin abrir y se encaminó hacia la
puerta inmediatamente.
Yo fui tras él.
Cuando salió de su casa con el violÃn, me propuso:
—¡Vamos al lugar de las brujas! Mira, hay media luna y tendremos suficiente luz. Bailaremos la danza
del diablo y tocaremos para los espÃritus de las brujas.
Me eché a reÃr. TenÃa que estar borracho para continuar con aquello.
—Volveremos a consagrar el sitio —insist× mediante una música buena y pura.
Llevaba años y años sin pisar el lugar de las brujas.
El claro de luna que lo bañaba permitÃa ver, como Nicolás habÃa descrito, las estacas chamuscadas
formando el cÃrculo siniestro y la zona de terreno donde seguÃa sin crecer nunca nada, transcurridos cien
años de la quema. Los arbolillos jóvenes del bosque se mantenÃan a distancia, y ello hacÃa que el viento
azotara el claro. Arriba, aferrado a la rocosa ladera, el pueblo se cernÃa en sombras.
Me recorrió un leve escalofrÃo, pero no fue más que la mera sombra de la angustia que habÃa sentido
de niño al escuchar las terribles palabras «asados vivos», cuando habÃa imaginado el sufrimiento.
El encaje blanco de Nicolás destacaba bajo la pálida luz; empezó de inmediato a tocar una canción
gitana y a bailar dando vueltas en cÃrculo al mismo tiempo.
Me senté en un gran tocón quemado y eché un trago de la botella. Y me embargó aquel sentimiento
desgarrador que me invadÃa cada vez que Nicolás interpretaba la música. ¿Qué otro pecado habÃa allÃ,
pensé, salvo el de desperdiciar mi existencia en aquel horrible lugar? Muy pronto me encontré llorando en
silencio y a hurtadillas.
Aunque me parecÃa que la música no habÃa cesado, vi a Nicolás consolándome. Nos sentamos uno al
lado del otro y me dijo que el mundo está lleno de injusticia, y que los dos, tanto él como yo, éramos
prisioneros de aquel horrible rincón de Francia, y que algún dÃa escaparÃamos de allÃ. Yo pensé en mi
madre, allá en el castillo en lo alto de la montaña, y la tristeza me embargó hasta que me resultó
insoportable, y Nicolás empezó a tocar de nuevo, instándome a bailar y a olvidarlo todo.
SÃ, quise decir, eso era lo que podrÃa impulsar a uno a obrar. ¿Era eso pecado? ¿Cómo podrÃa ser
malo? Fui tras Nicolás, que se puso a bailar en un cÃrculo. Las notas parecÃan surgir y elevarse del violÃn
como si fueran de oro. Casi podÃa verlas destellar. Di vueltas y vueltas en torno a Nicolás y él se
sumergió en una música más frenética y profunda. Desplegué las alas de mi capa forrada de piel y eché
la cabeza hacia atrás para contemplar la Luna. La música se alzó a mi alrededor como si fuera humo, y el
lugar de las brujas dejó de existir. Encima de mÃ, sólo estaba el cielo, formando un gran arco que bajaba
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hasta las montañas.
Debido a todo esto, Nicolás y yo nos sentimos más unidos en los dÃas que siguieron.
Pero, unas noches después, sucedió algo extraordinario.
Era tarde. VolvÃamos a encontrarnos en la habitación de la posada, y Nicolás, que no dejaba de
deambular por la estancia y de gesticular teatralmente, puso al fin en palabras lo que habÃa estado
rondando nuestras mentes desde hacÃa tiempo.
Dijo que debÃamos huir a ParÃs aunque no tuviéramos un céntimo. Que era mejor eso que quedarse
allÃ. ¡Aunque tuviéramos que vivir como mendigos en la capital! TenÃa que ser mejor.
Como es lógico, los dos habÃamos llegado gradualmente a aquella conclusión.
—Bien —asent×. Aunque tengamos que ser mendigos callejeros, Nicolás. Porque antes prefiero
condenarme al infierno que interpretar el papel de primo del pueblo que llega sin un céntimo a suplicar a
la puerta de las grandes mansiones.
—¿Crees que quiero verte hacer tal cosa? —replicó él—. Te estoy hablando de huir lejos de ellos,
Lestat. De vengarnos de todos ellos.
Me pregunté si realmente querÃa seguir adelante con aquello. Sin duda, nuestros padres nos
maldecirÃan. Pero, al fin y al cabo, nuestra vida en el pueblo era completamente vacÃa.
Por supuesto, los dos sabÃamos que, esta vez, nuestra huida juntos serÃa mil veces más seria que
nada de cuanto habÃamos hecho hasta entonces. Ya no éramos adolescentes, sino hombres hechos y
derechos. Nuestros padres nos maldecirÃan, sin duda, y eso era algo que ninguno de los dos podÃamos
tomarnos a risa.
Y también tenÃamos edad suficiente para conocer el significado de la pobreza.
—¿Qué voy a hacer en ParÃs cuando tengamos hambre? —pregunté—. ¿Cazar ratas para cenar?
—Si es preciso, yo tocaré el violÃn por unas monedas en el boulevard du Temple. Y tú puedes ir a los
teatros. —Nicolás me estaba retando de verdad. Me estaba diciendo: « ¿Qué era todo eso, Lestat: sólo
palabras?» —. Con tu apariencia, seguro que subirás a algún escenario del boulevard du Temple en un
abrir y cerrar de ojos.
Me alegré de este cambio en «nuestra conversación». Me encantó ver que Nicolás estaba convencido
de que podÃamos hacerlo. Se habÃa desvanecido todo su cinismo, aunque seguÃa empleando la palabra
«resentimiento» cada par de frases, más o menos.
Y la idea de que nuestra vida en el pueblo carecÃa de sentido empezó a inflamarnos.
Insistà en el argumento de que la música y el teatro eran buenos porque hacÃan retroceder el caos. El
caos era el vacÃo sin sentido de la vida cotidiana y, si morÃamos en aquel momento, nuestras existencias
no habrÃan sido más que un vacÃo sin sentido. De hecho, me puse a pensar que la proximidad de la
muerte de mi madre carecÃa de sentido y le confié a Nicolás lo que ella me habÃa dicho: «Estoy
absolutamente horrorizada. Tengo miedo».
El Instante de Oro, si en algún momento se habÃa producido, habÃa desaparecido de la estancia y
empezaba a dar paso a otra cosa distinta.
DeberÃa denominarla el Instante Tenebroso, aunque seguÃa siendo una situación exaltada y llena de
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una luz espectral. Nicolás y yo hablábamos con animación, maldecÃamos aquella existencia sin sentido,
y, cuando mi interlocutor se sentó por fin y apoyó la cabeza entre las manos, yo tomé unos rápidos y
copiosos tragos de vino y me puse a gesticular y a deambular por la estancia como él habÃa hecho antes.
Mientras lo decÃa en voz alta, en mitad de la frase comprendà que ni siquiera al morir encontrarÃamos
respuesta, probablemente, al porqué de nuestra existencia. Incluso el ateo declarado piensa que en la
muerte hallará una respuesta: o bien encontrará allà a Dios, o no habrá nada en absoluto.
—Pero lo que sucede —dije— es que en ese último trance no hacemos ningún descubrimiento.
¡Sencillamente, dejamos de existir! Pasamos a la no existencia sin averiguar absolutamente nada.
Vi el universo, una imagen del Sol, los planetas, las estrellas y una noche negra que se prolongaba
eternamente. Y me puse a reÃr.
—¿Te das cuenta? ¡Nunca, ni siquiera cuando todo haya terminado, sabremos por qué diablos han
sucedido las cosas como lo han hecho! —le grité a Nicolás, quien, recostado en el lecho, asentÃa
mientras daba tientos a un botellón de vino—. Moriremos sin saber nada. Jamás conoceremos nada, y
este vacÃo se prolongará indefinidamente. Y nosotros dejaremos de ser testigos de él; ni siquiera
tendremos esa mÃnima capacidad para darle sentido en nuestras mentes. Estaremos muertos, muertos,
muertos... ¡sin alcanzar jamás a saber!
Mientras decÃa estas palabras, dejé de reÃrme. De pie en la estancia, inmóvil, comprendà en toda su
magnitud lo que mis labios estaban diciendo.
No habÃa dÃa del juicio, no habÃa una explicación final, no habÃa ningún momento luminoso en el cual
todos los terribles errores cometidos fueran corregidos y todos los horrores fueran compensados.
Las brujas quemadas en la hoguera no serÃan vengadas jamás.
¡Nadie iba a decirnos nunca nada!
En aquel instante, no sólo lo comprendà asÃ. ¡Lo vil Lancé una exclamación: «¡Oh!»; la repetÃ: «¡Oh!»,
y continué emitiéndola, gritando cada vez más, al tiempo que dejaba caer al suelo la botella de vino. Me
llevé las manos a la cabeza y proseguà las exclamaciones y pude ver que tenÃa la boca abierta en aquel
cÃrculo perfecto del que habÃa hablado a mi madre, y continué gritando: «¡Oh, oh, oh!».
Era como un intenso ataque de hipo que era incapaz de detener. Y Nicolás me sujetó y empezó a
sacudirme, mientras me chillaba:
—¡Lestat, basta!
Pero yo no podÃa parar. Corrà a la ventana, corrà el pestillo y abrà el pesado cristal para contemplar las
estrellas. Su visión me resultó insoportable. No podÃa tolerar su inmenso vacÃo, su silencio, la ausencia
absoluta de cualquier respuesta, y empecé a soltar alaridos mientras Nicolás me apartaba del alféizar y
cerraba el cristal.
—Te pondrás bien —repitió una y otra vez. Alguien llamaba a la puerta. Era el posadero, exigiendo
que acabáramos con aquel alboroto.
—Por la mañana te encontrarás mejor —insistió Nicolás—. Ahora tienes que dormir.
HabÃamos despertado a todo el mundo. Incapaz de contenerme, continué repitiendo aquel sonido. Por
fin, salà corriendo de la posada con Nicolás pisándome los talones, y crucé el pueblo y subà la cuesta
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